Martes, 25 de septiembre de 2012 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO El verano ya fue pero el canal Cuatro insiste –hasta el ultimísimo de sus rayos– en emitir un engendro llamado Ola Ola. Algo para ocupar esos minutos de muertos entre la última serie con forenses (¿cuánto falta para los cadáveres políticos de C.S.I. Moncloa?) y los agonizantes titulares del noticiero de la noche. Ola Ola es lo que se conoce como “televisión participativa”. Es decir: mala y barata. Cámara en mano y a darse vueltita por las playas del país y entrevistar a seres monstruosos en traje de baño, cubiertos por grasa o músculo o silicona, exhibiendo habilidades en la orilla, mostrando el contenido siempre desagradable de tuppers, lanzando carcajadas a las que les faltan varios dientes, o diciendo a cámara y micrófono cosas como “Oeeeahhhhhmejillón” o “Auuuahtetachavala” o “Eeeeeeaiiiisolymar”.
Y Rodríguez –que no puede sino contemplarlos con un mezcla de asco y fascinación– tiene ya la edad suficiente como para recordar tiempos en que la gente, tímida y vergonzosa y acaso consciente de que no tenía nada demasiado interesante para decir en público o al público, no quería aparecer en televisión. Salían corriendo, se tapaban la cara o gruñían pasando de largo. Pero el video doméstico, las filmadoras digitales, los reality-shows, los teléfonos con pantalla y YouTube han acabado con todo rastro de recato y de cordura. Ahora, basta con ver a un periodista (o a alguien con micrófono y cámara, pero que no es necesariamente un profesional) para que se haga agua la boca y las masas se arrojen sobre él como cardumen de pirañas catódicas. Y abran la boca. Y digan cosas. Eso: cosas. Y –atención, no importa que el corresponsal esquive balas en Siria o reporte desde un restaurante o una galería de arte en el Soho o un médano en Marbella– siempre hay y habrá aquí y allá y en todas partes un argentino o una argentina tomando impulso con un confiado “Dejame que yo te explico...”
DOS Y si hay cosa más desagradable que lo que se parlotea y farfulla en Ola Ola es que, inexplicablemente, un noticiero abra lo suyo con las agonías y el éxtasis del Real Madrid y del Barça como Yin y Yang totalizador que nos absorbe a todos, o con el Rey advirtiendo de los peligros de perseguir “quimeras” separatistas, o con la renuncia histórica à la Evita del gremlin thatcheriano y presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, o con las flamantes fotos de la principesca felicidad de Felipe y Letizia (ninguna mostrándolos haciendo más o menos como que trabajan), o con las otras fotos menos posadas de los futuros reyes ingleses, o con Catalunya y Madrid trenzándose en una competencia por el tamaño de banderitas que beneficia a ambos bandos a la hora de humear cortinas cubre-ineptitudes, o con un/otro ministro japonés suicidándose o sucumbiendo a un fulminante ataque cardíaco por no dar la talla con un sentido del honor y la dignidad que no se consigue en Occidente, parece. En medio de tanto asunto terreno, a Rodríguez le ha reconfortado –en los crepúsculos de la pasada semana– broncearse a la luz de los años luz y avanzar por las arenas estelares del infinito y más allá. Despachada la pequeña realidad cotidiana, los locutores de telediarios han tenido tiempo para referirse, con voz casi soñadora, a los treinta y cinco años de edad y tránsito de la sonda Voyager 1 (la Voyager 2 fue lanzada un mes más tarde y con diferente trayectoria). Artefacto que ahora mismo –cualquier minuto o día o mes o año de éstos, imposible precisarlo con exactitud– se apresta a dejar atrás nuestro Sistema Solar para adentrarse en lo desconocido y consagrarse como “el primer objeto de fabricación humana que franqueará este límite para alcanzar el espacio interestelar”. Ese espacio sin límites ni brújula que los mapas antiguos de la Tierra señalaban con un tan práctico como inquietante “Más allá hay monstruos”. La Voyager 1 a 18.000.000.000 de kilómetros de nuestro planeta, en un sitio denominado “región de transición” o “heliopausa” y, desde allí, estiman los científicos, recopilando y transmitiendo datos hasta el 2020 o 2025. Y, por supuesto, llevando en sus tripas el alma de ese disco dorado en el que vamos todos nosotros.
TRES El disco dorado del Voyager 1 fue una de las obsesiones de Rodríguez en esa región de transición que separa a la infancia de la adolescencia. Rodríguez tenía catorce años, de acuerdo. Pero todavía no era ni pequeño ni grande. Espécimen heliopáusico si alguna vez lo hubo. Estudiando casi de memoria el contenido de ese disco fonográfico bañado en oro conteniendo sonidos, músicas, palabras para que alguna forma de vida inteligente (de ser posible más inteligente) lo escuchara y decidiese venir a nuestro encuentro. El cósmico profesional y antólogo/dj del disco Carl Sagan definió en su momento todo el asunto –con lirismo sci-fi– como “mensaje en una botella”. Y, sí, truenos y canto de aves y de ballenas, Bach y Chuck Berry (en su momento, el show televisivo Saturday Night Live bromeó con que se había recibido una respuesta: “Envíen más de Chuck Berry”), complejas fórmulas matemáticas, postales de la vida cotidiana, y el dibujo de un hombre y una mujer desnudos (porque al comité de la NASA le pareció un tanto risqué que fueran fotografías), saludos en 55 idiomas, el sonido de pisadas y de latidos de corazón y de besos y de risas (pero no de llanto) y de ondas cerebrales, “El condor pasa” y “Melancholy Blues”. Todo esto y mucho más apenas disimulando el hecho de que el disco no es otra cosa que un pedido de rescate no económico sino sideral. Un SOS de náufragos a bordo de un planeta que se hunde sin pausa pero, siempre, hasta el último momento, con el optimismo irracional de esos playeros en el paro que hacen muecas para Ola Ola junto al mástil de una bandera por siempre roja.
Porque, claro, Rodríguez piensa que es probable que aquellos que encuentren el disco no posean ya una tecnología tan primitiva como para ponerlo a girar (las fotos lo muestran más LP que CD) y es más probable aún que, golpeado y rayado por micrometeoros nada de lo que allí se dice o se muestra pueda ser ya oído o contemplado.
La ciencia-ficción siempre ha tenido más talento para estas cosas y, recuerda Rodríguez, en el primer largometraje basado en la serie Star Trek se nos revelaba que una de las sondas había mutado –luego de ser rescatada y reparada por aliens habilidosos– a una especie de deidad llamada V’Ger que, contenedora de la solución a todos los misterios del universo, ya no tenía sentido ni propósito alguno. Un dios aburrido y, fundamentalmente, aburrido de nosotros, tan brillantes e inspirados y complejos.
Tal vez, se dice Rodríguez, la solución pase por enviar un nuevo disco conteniendo lo peor, lo más bajo, lo más desagradable del género humano. Discursos de políticos, declaraciones de jugadores de fútbol, recetas de banqueros... Tal vez entonces, ahí sí, ellos decidan venir en nuestra ayuda o ayudarnos a exterminarnos y extinguirnos con más eficiencia y rapidez de las que disponemos hoy. Pero quien no arriesga no gana.
Para empezar, sugeriría Rodríguez, incluir allí unos cuantos episodios de Ola Ola.
Aiiiiiiuuuuuuuuuaaaaeeeepaellaolémarcianitoguirijodé.
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