Martes, 25 de septiembre de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINION > DEMOCRATIZAR Y REDISTRIBUIR
Por Luis Lozano y Diego de Charras *
La Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual o “ley de medios” sostuvo un nuevo paradigma que puso, en primer lugar, a la información y la comunicación como un derecho humano y no como un negocio. Desde esta tesitura, la nueva norma obtuvo un acompañamiento impensable años antes, encabezado por cientos de organizaciones sociales. No obstante, desde su aprobación, el horizonte estuvo plagado de obstáculos. Se afectan intereses poderosos. Democratizar y redistribuir implica no sólo crear nuevos medios sino también que algunos dejen de tener la prevalencia actual. Sacar a unos para dar a otros. La cuestión es a quién se le quita y a quién se le da. En el caso de la “ley de medios”, se trató de culminar un legado de décadas de beneficios a los sectores privados comerciales concentrados, para empezar a reconocer a otros actores con derecho a la voz propia.
Nadie dijo que sería fácil. En este punto hay, por lo menos, dos aspectos a considerar. El primero tiene que ver con las dificultades de aplicación de la normativa: la adjudicación de nuevas licencias, la desconcentración y digitalización del sistema para poder readjudicar espacios en las diferentes grillas con el fin de cumplir las reservas dispuestas por la ley –por ejemplo el 33 por ciento para medios sin fines de lucro–, el cumplimiento de las cuotas de pantalla y los límites a la transmisión en red. Un camino nada sencillo y con riesgos a considerar: desde las posibles falencias en los llamados a concurso o las desavenencias entre unidades estatales, hasta las dificultades presupuestarias e infraestructurales de los organismos encargados de llevarlo a cabo. Es claro que los llamados a concurso para nuevas licencias deben contemplar los requerimientos de los nuevos sectores incluidos por la ley, de modo que no se desarrollen exclusiones por vías económicas y/o burocráticas. Aun así, a lo largo de los últimos dos años, se otorgaron autorizaciones para las universidades nacionales, provincias y municipios; se llamó a concurso para otorgar licencias de TV digital –hoy suspendido para reelaborar los pliegos– y se convocó a presentar propuestas para 687 licencias de FM. A esto se suman las 200 emisoras que se están instalando en escuelas secundarias en el marco del programa “Radios Escolares - Centros de Actividades Juveniles” y la asignación de licencias para la prestación de servicios de televisión por cable a cooperativas, hasta ahora excluidas. El cambio que traen aparejadas estas políticas, en un país donde apenas siete grandes ciudades cuentan con más de una señal de televisión abierta, refuerza los argumentos que impulsaron la sanción de la Ley 26.522 con un inédito apoyo social y político, en el cual confluyeron los reclamos de diversos colectivos sociales que bregaban, desde la recuperación de la democracia, por mayor pluralismo y diversidad de voces.
El segundo aspecto a considerar es, a nuestro juicio, más importante y tiene que ver con la necesidad de cambiar la perspectiva acerca de la comunicación y los medios en la Argentina.
En los últimos tiempos hemos leído afirmaciones del tipo “¿quién carajo va a escuchar una radio de los wichís?”, “la palabra no es gratis”, la ley “resulta inaplicable (...) Las compañías de comunicación no son sustentables por debajo de determinada escala”, u otras reclamando publicidad oficial o planteando que la norma no prevé la sustentabilidad de los nuevos medios. Desde esta perspectiva, la Ley 26.522 eludiría la viabilidad económica de un sistema compuesto por medios públicos y privados con y sin fines de lucro.
Lo que demuestra el primer tipo de afirmaciones es que son muchos los que no asumen que hay un cambio de paradigma. Se sigue pensando el funcionamiento de los medios desde la lógica noventista, propia de los medios comerciales. Suponer un determinado tamaño de las empresas o una necesaria porción mínima del mercado es no (querer) entender la comunicación como un derecho.
Por su parte, en la otra línea, se expresan (¿por izquierda?) quienes reclaman al Estado el sustento de los nuevos medios. Sin embargo, es necesario recordar que, aunque la ley no los contemplara, los medios no comerciales existen, al menos, desde la década de 1980 aun contra las prohibiciones legales. Y si acaso muchos de ellos perecieron en el intento, muchos otros gozan de buena salud y subsistieron a tiempos de decomiso de equipos y economía de subsistencia. Eso no significa que tengan el futuro garantizado. Implica, por el contrario, que poseen un piso donde ponerse de pie. No es poco.
Digámoslo de una vez: la ley no elude nada. El artículo 153 faculta al Poder Ejecutivo nacional a “desarrollar líneas de acción destinadas a fortalecer el desarrollo sustentable del sector audiovisual”. Y se ha hecho. Desde el Ministerio de Desarrollo Social, desde el Programa de Polos Audiovisuales, el Banco de Contenidos Universales Audiovisuales Argentino (Bacua), el Arbol de Contenidos Universales Argentino (ACUA) y el Incaa. En el mismo sentido se inscriben medidas recientes, como el decreto 1528 de 2012, que asimiló la producción audiovisual a cualquier otra industria incluyendo a las productoras digitales y cinematográficas públicas, privadas o mixtas. Esta política se complementó con el decreto 1527 que elevó el monto de los subsidios a las películas nacionales de alto presupuesto de 3.500.000 a 5.500.000 pesos, según las evaluaciones realizadas por el Incaa, que contemplan, entre otras cosas, la cantidad espectadores estimada y las posibilidades de exportación.
Frente a esta asignatura pendiente que se remontaba a los inicios de la radiodifusión en Argentina y al carácter centralizado que adoptó el sistema comercial financiado casi exclusivamente por publicidad, el surgimiento de emprendimientos conjuntos de producción y distribución de contenidos impulsados por el Estado nacional, pero con un fuerte anclaje comunitario y federal, permite sentar las bases de un nuevo modelo. El Bacua y el ACUA destacan como experiencias pioneras en este sentido. Estas medidas se complementan con una clara restricción a la formación de redes, que impide la repetición automática de contenidos producidos en Buenos Aires, como ocurrió a lo largo de los últimos veinte años. En la actualidad, los canales y emisoras radiales que quieran conformar redes deberán solicitar autorización a la Afsca y suministrar toda la documentación necesaria para demostrar que la transmisión en red no supera el 30 por ciento de la jornada de emisión diaria de ninguno de los integrantes de la cadena. Ante este tipo de prescripciones, contenidas en la ley y plenamente vigentes en la actualidad, resulta fácil entender por qué para algunos es mejor caracterizar la ley como “inaplicable”.
Es cierto que la economía de los medios no comerciales requiere financiamiento para sobrevivir y mucho más para crecer. Existe una gran confusión sobre el significado del concepto “sin fines de lucro” que se asocia algunas veces a la ausencia de actividades comerciales o económicas de sostenimiento, condenando así a estos medios al amateurismo. En cambio, la ausencia de finalidad de lucro define a la actividad que no persigue la obtención de ganancias para su acumulación o su distribución entre socios, su compromiso es que la totalidad de los recursos que obtengan deberán ser invertidos en mejoras que garanticen la continuidad en la prestación del servicio y el desarrollo de su propuesta comunicacional. Pero no es menos cierto que ese apoyo no debe pensarse sólo en la disyuntiva entre comercializarse para obtener publicidad privada o mimetizarse con el entorno político para recibir publicidad estatal.
La legislación debe reconocer, y en el caso de la Ley 26.522 lo hace explícitamente, el derecho de las entidades sin fines de lucro a asegurar su sustentabilidad económica, independencia y desarrollo, a cuyos efectos deben poder obtener recursos de subsidios, donaciones, aportes solidarios, auspicios, patrocinios y publicidad privada y oficial. En muchas legislaciones del mundo los medios sin fines de lucro son discriminados, pero no es lo que ocurre en la Argentina.
Sin dudas, es necesario propulsar con mayor intensidad una política de fomento al pluralismo y la diversidad mediática como existe en muchos lugares del mundo. Es el caso de Australia, el Reino Unido, Canadá, Sudáfrica, Irlanda, Francia y España, entre otros. El aporte de parte del Estado también se puede traducir en beneficios impositivos y/o apoyo a la compra de equipamiento. Las experiencias demuestran que no es sencillo. Debe considerarse el sostén de los medios existentes, pero también el impulso a los emergentes. Los fondos aportados por el Estado no deben superar ciertos umbrales, el proceso de selección debe ser participativo y con involucramiento de los interesados y demás consideraciones.
En cuanto a la necesaria regulación de la pauta oficial, está claro que la discusión atraviesa a todos los poderes del Estado, a todos los niveles de gobierno y a todas las tipologías de medios de comunicación. Sin embargo, la remanida identificación de manejos arbitrarios no encuentra su correlato en análisis o propuestas abarcativas que planteen soluciones realistas para el complejo entramado de relaciones económicas que se establecen entre el Estado y los medios de comunicación y que exceden, por mucho, la asignación de la pauta publicitaria oficial. Ayudas directas o indirectas, que muchas veces se manejan con absoluta discrecionalidad pasan desapercibidas mientras se pone el foco en la pauta. Muy pocas voces se han alzado para cuestionar las millonarias desgravaciones brindadas a los medios audiovisuales entre 1989 y 2005, a través de resoluciones del viejo Comfer basadas en la aplicación del art. 100 de la antigua Ley de Radiodifusión; las condonaciones de cargas impositivas a cambio de espacios publicitarios; o las cuantiosas deudas acumuladas por los medios en concepto de aportes previsionales computados como créditos fiscales para la liquidación del IVA gracias a una disposición del ministro Domingo Cavallo que Néstor Kirchner derogó en 2003.
Los proyectos presentados en el Congreso han mostrado graves falencias en la definición del objeto a regular, así como en los criterios de asignación de la pauta. Pensar la distribución o el nivel de audiencia del medio como única variable a tener en cuenta habla de una concepción restrictiva de la comunicación pública. Desde esta perspectiva, el Estado, en lugar de asignar recursos para fomentar el pluralismo informativo y la diversidad de voces, viene a sostener y profundizar las asimetrías que ya existen en el acceso al debate público mediante la erogación de recursos en concepto de publicidad. Así ha funcionado durante las últimas tres décadas.
En este sentido, la Relatoría para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha optado por escindir la regulación de la publicidad oficial de las políticas destinadas al fomento del pluralismo y la diversidad. Al respecto, afirma:
“Los Estados deberían establecer políticas y destinar recursos para promover la diversidad y el pluralismo de medios a través de mecanismos de ayudas indirectas o subsidios explícitos y neutros, diferenciados de los gastos de publicidad oficial. La pauta estatal no debe ser considerada como un mecanismo de sostenimiento de los medios de comunicación”.
Desde esta perspectiva quizá resulte interesante evaluar las experiencias de Holanda, Canadá, Italia y Portugal, entre otros, donde el sistema de distribución de pauta publicitaria establece mecanismos claros, transparentes y no discriminatorios, a la vez que se enlaza con una política de fomento al pluralismo. Sólo así será posible dar cuenta del cúmulo de relaciones económicas que se establecen entre el Estado y los medios y pensar políticas que configuren un real proceso de democratización de las comunicaciones masivas.
* Docentes e investigadores en Políticas de Comunicación (FCS-UBA).
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