Viernes, 7 de diciembre de 2012 | Hoy
Por Juan Forn
Cuando Alma Reville era chica, en No-ttingham, en 1915, no la dejaban ir al cine para que no volviera con pulgas. Alma iba igual, y se contagió otra cosa, una enfermedad llamada filmitis, que en idioma Alma significaba amor por el cine. Bajo los efectos de esa enfermedad se fue a Londres y consiguió trabajo en los estudios Islington, y muy pronto fue la mejor en lo suyo. Lo suyo era el montaje y corrían los tiempos del cine mudo, así que el montaje incluía también la redacción de las placas de texto que explicaban las escenas. Alma le decía qué escribir a un joven de su edad, que había sido contratado por su buena caligrafía, y por su filmitis también, porque enseguida pescó lo que hacía Alma y empezaron a hacerlo juntos. Lo que hacían era salvar películas: se podía hacer decir cualquier cosa a los actores en las placas, se podía cambiar escenas de lugar, poner el final al principio, todo era posible. Por ese procedimiento, el dúo salvó tantas películas que los pusieron a dirigir una. En realidad lo pusieron a dirigir a él, porque era varón, y a ella de asistente. Pero antes los mandaron a los famosos estudios UFA en Alemania, para que robaran algunos trucos “continentales” de los directores de allá: el cine inglés no podía ser más provinciano, mientras que en los estudios UFA trabajaban Murnau y Fritz Lang.
El dúo volvió e hizo una película llamada El enemigo de las rubias, donde usaban todos los recursos que podían poner en escena (un reloj, el titular de un diario, la culata de un arma asomando de un bolsillo), además de hacer decir a los actores frases muy cortas, fáciles de “leer” en sus labios, para que los espectadores no necesitaran cartulinas de texto entre escenas. El estudio la consideró un despropósito y la archivó, pero cuando se quedaron cortos de material (ir al cine se había vuelto el pasatiempo de la temporada en Londres) la estrenaron a regañadientes. Se convirtió en la película más exitosa del cine mudo británico. Me faltó decir que, en el viaje de vuelta en barco desde Bremen, en medio de una tormenta, el joven director se había aventurado hasta el camarote de su asistente y mentora, abrió la puerta empapado hasta los huesos y con el pelo chorreándole en la cara, le propuso matrimonio. Alma levantó la cabeza del balde que aferraba entre sus brazos, a duras penas alcanzó a escuchar la proposición y volvió a hundir la cabeza en él. Muchos años después, en Hollywood, le contó a François Truffaut que ése fue su primer encuentro con la famosa “calma mística” de Alfred Hitchcock. “¿Puedo tomar ese sonido por un sí, querida?”, fue todo lo que había dicho el joven Hitch antes de volver bajo la lluvia hasta su camarote.
El resto es archiconocido: cuando el cine se hizo sonoro, Alfred y Alma siguieron haciendo cine a su manera, y cuando se fueron a Hollywood, también. David Selsznick, el patrón de Universal, se enfurecía mirando los rodajes de Hitchcock. Selsznick quería que los directores acumularan material y después él, en la sala de montaje, hacía lo que se le antojaba. Filmando de a trozos muy cortos, y montando la película en la cabeza, Hitch evitaba que el estudio arruinase su trabajo. Así hacía películas el matrimonio H, sólo que en Londres Alma iba con Hitch al estudio y en Hollywood lo hacía desde su casa, cuando la pequeña Pat ya estaba acostada y su marido había terminado de lavar los platos y ambos podían sentarse a armar pieza por pieza sus historias, hasta que el último detalle encajara. El mito dice que Hitch se aburría durante los rodajes por esa razón; en realidad era que necesitaba reducir las eventualidades al mínimo porque les tenía pavor. Un día cuando era chico, su padre lo había mandado a la comisaría con un papel. En el papel decía que encerraran al niño quince minutos en un calabozo, para que aprendiera, y después lo mandaran de vuelta a casa. ¿Aprender qué? A estar preparado para las eventualidades de la vida. Podría decirse que de ahí viene todo el cine de Hitchcock. De ahí y de Alma.
Truffaut dijo algo extraordinario: que bastaba ver a contraluz la silueta de Hitchcock para entender que era un hombre en perpetuo temor a perder el equilibrio. Toda eventualidad, como mostraban sus películas, podía conducir a cualquiera al crimen, a la degradación, al sexo. Salvo a él: porque él tenía a Alma. Un año antes de morir, cuando la Academia le dio un premio a la trayectoria (por no haberle dado nunca un Oscar), Hitch lo dijo a su modo: “Voy a mencionar por su nombre sólo a cuatro personas que han sido indispensables en mi carrera: la primera es una montajista, la segunda es una guionista, la tercera es la madre de mi hija Pat y la cuarta es la mejor cocinera que conozco. El nombre de las cuatro es Alma Reville”. No lo dijo desde el escenario. Se quedó en su asiento junto a Alma y pidió que pasaran una breve película donde se lo veía parado en ese mismo escenario agradeciendo el premio con esas palabras. Quería evitar cualquier eventualidad, dijo. Yo creo que lo que quería en realidad era estar al lado de Alma cuando ella escuchara esas palabras.
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