Miércoles, 16 de enero de 2013 | Hoy
Por Adrián Paenza
Un matrimonio no muy publicitado es el de la magia con la matemática. De la unión surgió lo que se conoce con el nombre de “matemágica”. Conviven desde hace muchísimos siglos y se han llevado siempre muy bien. El problema es que históricamente el papel dominante de la relación lo ha llevado la “magia”. La “matemática” ha quedado con un rol casi invisible, muy pasivo, transparente.
A los magos (y con toda la razón del mundo) no les gusta develar sus secretos. De esa forma, defienden (y definen) su profesión. Pero, al mismo tiempo, mostrar cómo la matemática es el motor escondido o subyacente en varios de sus trucos, serviría para hacer un poco más de justicia y exhibir el costado lúdico de una ciencia que no ha tenido buena prensa. O para decirlo de otra forma: no siempre recibe el crédito que le corresponde.
Me apuro a decir que no estoy afirmando que sin matemática no habría magia ni magos, sino que me gustaría exponer algunos trucos que forman parte del arsenal de un buen mago y explicar por qué o cómo funcionan.
El caso que quiero presentar acá es uno en el que un mago intenta hacer creer a sus interlocutores que tiene el poder de leer la mente. Contiene además un atractivo extra: no funciona siempre. Es decir, es un truco que tiene una muy alta probabilidad de que salga bien, pero no es infalible.
De por sí, esto solo ya es un hecho notable, porque un mago tiene que aceptar presentarse ante el público, invitándolo a que le crean que él puede leer la mente de quien será su interlocutor, pero exponiéndose a que quizá no lo pueda conseguir o, lo que es lo mismo, exhibirse vulnerable. Si no anda, sería el caso de un mago que no hace magia.
Pero la matemática le da algunas garantías: no garantiza infalibilidad, pero el porcentaje de veces en el que sí funciona supera el 84 por ciento. Es un porcentaje alto, por supuesto, pero el mago acepta correr algunos riesgos. Empecemos juntos y verá que las reglas son muy sencillas. Mire la figura que acompaña este texto: allí se ven los 52 naipes de un mazo completo de cartas francesas. Están ordenadas en seis filas porque no caben todas en una sola hilera: la primera es el nueve de trébol, la segunda el as de pique, la tercera es el ocho de pique y así siguiendo hasta llegar a la última que es el seis de diamante.
Ahora, piense un número cualquiera entre uno y diez.
Como usted no está aquí mientras yo estoy escribiendo estas líneas, voy a suponer que usted eligió (y no me dijo) el número ocho.
Empiece a contar cartas de izquierda a derecha hasta llegar a la octava carta. Resulta ser un seis (de corazón). Lo que importa es el número, y no el “palo”. Como llegó hasta un seis, cuente ahora seis cartas hacia la derecha a partir de allí, y si no le alcanzan las cartas, siga con la fila de abajo. ¿A qué carta llega? A un siete (también de corazón). ¿Qué hace ahora? Cuenta siete cartas a partir del siete de corazón, hasta llegar a un nueve (de pique). Y así siguiendo. Ahora tendría que contar nueve cartas a partir de allí y seguir con el proceso.
Como usted advierte, llegará un momento en que no podrá avanzar más porque se le van a acabar las cartas y no podrá seguir con el proceso. Cuando llegue hasta allí, retire esa carta del mazo.
Una observación más (muy importante): si al ir avanzando usted se tropieza con una carta que no tiene número sino una letra (o sea una J, una Q o una K), en ese caso haga de cuenta que llegó a un cinco y cuente cinco cartas hacia la derecha.[1]
Esas son todas las reglas: ahora le toca usted.
Elija un número entre uno y diez, detenga acá la lectura, vaya hasta la figura anexa, inicie el recorrido y cuando tenga la carta en la mano, vuelva acá que yo la/lo espero.
¿Ya está? Bien. Yo puedo anticiparle que sé cuál es la carta que tiene en la mano. ¿No me cree?
Vea, usted tiene en la mano el seis de diamante. ¿Es así?
Como usted advierte, yo no tengo manera de saber cuál fue la última carta a la que usted llegó y no pudo avanzar más, porque yo no sé cuál fue el número que usted había pensado originalmente y por lo tanto, no puedo saber desde qué carta empezó a contar.
Y entonces, ¿cómo puede ser? ¿Cómo puedo saber yo desde acá su carta final? No sabe cuántas ganas me darían de poder estar junto a usted para ver su cara de incredulidad y asombro. Al menos, eso es lo que me pasó a mí, y a la abrumadora mayoría de las personas con las que puse esto en práctica.
Antes de avanzar, le sugiero que me siga en este razonamiento: la carta que usted tiene en la mano (seis de diamante) es una carta que dependió del número que usted pensó de entrada (un ocho). ¿Cómo podría haber sabido yo con qué número habría de empezar usted? Es obvio que no tengo manera.
La pregunta inmediata que uno podría hacerse es: ¿y si en lugar de haber empezado con un ocho, hubiera empezado con un cuatro? ¿o con un uno? ¿Qué habría pasado? ¿A qué cartas hubiera llegado? La/lo invito que haga la prueba y verá lo que sucede (vaya y pruebe, vale la pena que lo haga con un par de números hasta llegar a alguna conclusión). Con todo, recuerde que escribí al principio que el truco no funciona siempre.
¿Y qué descubrió? ¿No es notable? La carta a la que uno llega al final, ¡no depende del número original que uno piensa (salvo una excepción)! Cualquiera sea el número con el que usted empieza, la carta del final es el seis de diamante, y la excepción es si usted pensó un cinco. En ese caso, el truco no funciona (la carta final en ese caso es la J de diamante), pero igualmente el resultado es impactante, porque funciona con nueve sobre diez posibles elecciones de números al comienzo.
Para haber llegado a descubrir su carta final, yo hice el mismo proceso que usted. Elegí como número “secreto” al número uno, lo que me obligó a empezar con el 9 de trébol y seguí desde allí.
Naturalmente, me imagino que usted debe estar pensando: ¿y qué pasaría si yo distribuyera las cartas de otra manera? Es decir, yo elegí una forma de distribuir las 52 cartas y usted tiene derecho a dudar sobre lo que sucedería si cambiáramos el orden. Vaya y hágalo. Mezcle el mazo tantas veces como quiera, distribuya las cartas en el orden que quiera, y empiece el proceso de nuevo. La probabilidad de que vuelva a suceder algo parecido es muy alta.
En general, si usted va a practicar el truco con alguna otra persona, es mejor empezar pensando el número uno como número clave o secreto. Esto incrementa ligeramente la posibilidad de acertar al final.
Para terminar, los créditos a quienes les corresponde. Este truco es tan famoso que tiene nombre. Fue inventado por el matemático y físico norteamericano Martin Kruskal (1925-2006) y popularizado por Martin Gardner. Sus aplicaciones no se detienen en la magia, sino que también es muy utilizado en criptografía y sirve para romper códigos y/o claves secretas.
El resultado está basado en un fino cálculo de probabilidades que es la que garantiza el éxito final en alrededor del 84 por ciento de los casos. Obviamente escapa al objetivo de este texto el exhibir la demostración de por qué la probabilidad de éxito es tan alta, pero para quienes se hayan quedado intrigados, les sugiero que vean los links que figuran más abajo[2].
En todo caso, es bueno saber que la matemágica –en tanto que sociedad entre magia y matemática– se han llevado tan bien durante tanto tiempo, y de paso, más allá del entretenimiento y la sorpresa, es capaz de proveer herramientas que podríamos estar usando en la vida cotidiana y que nos son totalmente transparentes.[3]
[1] Esto es sólo una convención. Podríamos adjudicarle un valor cualquiera, pero en realidad hay una consideración un poco más profunda para hacer: si uno tomara los valores once para la J, doce para la dama y trece para el rey, si bien el truco sigue siendo atractivo, la probabilidad de que funcione disminuye, no mucho, pero disminuye.
[2] Para aquellos lectores interesados, referencias a trabajos en esa dirección son los siguientes:
1) http://www.singingbanana.com/Kruskal.pdf
2) http://arxiv.org/abs/math/0110143v1
3) http://divisbyzero.com/2010/03/15/a-card-trick-solution
4) http://faculty.uml.edu/rmontenegro/research/kruskal_count/kruskal.html
[3] Quiero agradecer al doctor Juan Pablo Pinasco, profesor en Exactas (UBA) quien fue el que me sugirió que escribiera sobre el Contador de Kruskal mientras preparábamos la temporada 2013 de Alterados por Pi.
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