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El cuento por su autor

Este relato fue publicado en el libro Villa Celina (Norma, 2008), donde ocupa el lugar 17 del índice de capítulos, un número que, como es sabido, representa la desgracia, al menos en los números de la Quiniela. El flaco Víctor, oriundo de Aldo Bonzi, formó parte de una extraña cuadrilla municipal que yo también integré durante los años ’90. El apodo del protagonista tiene que ver, particularmente, con su trabajo: Víctor recolectaba animales muertos de la calle, por atropellamiento o cualquier otra causa.

Pero el tema del cuento no es sólo la muerte, sino, sobre todo, los animales, la vida de los animales del barrio. Me gusta pensar esta historia como un homenaje a aquellos amigos de la naturaleza: a los gatos que saltaban en los techos del almacén de la Juanita; a los perros de las calles muertas; a las liebres, teros y perdices del campito.

Igual que en otros barrios del conurbano, las zonas edificadas de Celina estaban rodeadas de baldíos y descampados. La idiosincrasia del conurbano bonaerense es y ha sido una mezcla de la ciudad y del campo. En esos paisajes, los animales fueron compañeros de aventuras en la infancia, compinches de las travesuras a orillas del río Matanza y en los alrededores del Mercado Central.

En aquella época, casi nadie sacaba a sus perros con correas ni les daban alimentos balanceados. Los animales andaban sueltos, comían los restos de guiso, de sopa, de arroz de los almuerzos y las cenas y después andaban sueltos a su voluntad, pegados a las barras de pibes en las esquinas o internándose junto a ellos más allá de los terrenos de Banco Hipotecario.

Uno de esos perros, “el Viejo”, dormía en la entrada de casa, alimentado día a día por una de mis hermanas. Nadie supo de dónde vino ni a dónde se fue cuando desapareció. En esta historia, se cruzará con Víctor en un día muy especial, del hombre y su amigo el animal, en medio de la vida, de la muerte, de la calle y los vecinos que salieron de sus casas para ver.