Viernes, 22 de febrero de 2013 | Hoy
Por Juan Forn
En la Neue Nationalgalerie de Berlín hay un retrato de Joseph Roth, pintado por Rudolf Schlichter, sólo que yace invisible a nuestros ojos debajo de una tela de Otto Dix: dice la leyenda que Dix, que era vecino de Schlichter, necesitaba una tela urgente y golpeó la puerta de su vecino, y Schlichter le dijo que se llevara ésa porque Roth nunca le había pagado por el retrato ni había querido quedárselo. Hay poquísimas fotos de Roth, o quizá lo que pasa es que son todas tan contradictorias entre sí que quienes admiran la extraordinaria prosa que salió de su pluma entre 1920 y 1938 (“Yo no escribo cosas ingeniosas; sólo dibujo las facciones irregulares de esta época”) peregrinan hasta hoy a la Nationalgalerie y vagan de sala en sala tratando de adivinar sus facciones en las telas de Dix, tal como en los tiempos en que Roth estaba vivo y era el cronista mejor pago de su época iban al Romanisches Café de Berlín para verlo aunque fuese a la distancia. En esos casos, si uno se acomodaba cerca de los baños, tarde o temprano se acercaba un rubio flaco de ojos azules, que en elegantísimo alemán austríaco pedía: “Deme rápido 50 pfennigs”. Si se le preguntaba para qué, la respuesta era: “Para no orinarme en los pantalones. Le debo tanto al tipo de los retretes que no puedo entrar. Y no todos los caballeros pueden acordarse de sus viejas deudas”. Ese era Joseph Roth.
“Un hombre como yo necesita dos clases de amigos: porteros y banqueros”, solía decir. “Cuento entre mis amigos a los porteros de los mejores hoteles de Viena y Berlín, pero soy incapaz de tener amistad con un banquero; esas personas no van conmigo sencillamente”. Quizá por eso Roth nunca logró tener piso propio. Le parecían “algo definitivo, una cripta”. Encerrado en una habitación, no se sacaba nunca el abrigo y caminaba de un rincón a otro con las manos en los bolsillos y el sombrero puesto, como un viajero impaciente en una estación de tren. En las mesas multitudinarias de los bares donde se pasaba el día, en cambio, podía decir de golpe: “Ahora quiero trabajar. Pero los señores pueden seguir hablando con tranquilidad, no me molesta. Al contrario; cuanto más silencioso es un lugar, más ruidoso me parece”.
Roth era demasiado nervioso para leer un libro hasta el final. Sostenía que sólo lograba conocer al mundo cuando escribía y que todas las buenas ideas le venían con alcohol (“Enséñenme un buen pasaje de mi obra y les diré a cuál bebida se lo debo”). Cuando el generoso Stefan Zweig ofreció pagarle una cura de desintoxicación, Roth dijo: “Lo hace para librarse de mí. Sabe que, sin alcohol, yo no podría escribir una línea”. Su historia es archiconocida: el pequeño judío pobre, borracho y mentiroso, oriundo de un shtetl de Galizia, que lloró más que todos los Habsburgos juntos el fin del Imperio Austro-Húngaro. Llegado a Viena después de la Primera Guerra, se hizo pasar por ex oficial de la guardia del emperador para conseguir un puesto de preceptor con los hijos de una condesa (en esos tiempos usaba monóculo), cuando mataron a Rosa Luxemburgo se hizo comunista, cuando viajó a Rusia volvió furiosamente desencantado, abrazó y describió como nadie la bohemia de Weimar y olió antes que ninguno lo que significaba para el mundo el ascenso político de ese teutón, austríaco por error, llamado Hitler. Desde el bar de un hotel rasposo de París, en 1933, luego de abandonar su país y romper su pasaporte, escribió a sus compatriotas: “¿A ustedes no les pasa que de repente no saben si están en un cabaret o en un crematorio? Lo dijo Heine mucho antes que yo: donde se queman libros se queman personas, más temprano o más tarde”.
El problema de Roth era que su visión del futuro desembocaba en un desesperado anhelo de pasado: quería restaurar la monarquía de Hasburgo en Austria. Quería convencer a Francia y a Inglaterra de que sólo así se frenaría a Hitler, y a la vez intentaba, con el mismo escaso éxito, convencer de su destino imperial al orondo príncipe Otto, que la pasaba bomba en el exilio y sólo de vez en cuando acudía con desgano a las reuniones secretas de los legitimistas en París, una pandilla de ancianos vestidos con el desdén intencionado del aristócrata, que olían a Yardley y a coñac y a naftalina, y lloraban tiesos como estacas cuando Roth los llevaba con su verba a la cripta de los capuchinos donde yacían los restos de su amado emperador: “Duerme en un sepulcro sencillo, aun más sencillo y austero que la cama en que solía dormir en el palacio de Schonbrunn. Yo lo visito porque es mi infancia y mi juventud, y el futuro que quería. Kaiser de mi niñez, te he enterrado pero para mí nunca estarás muerto”.
Además de escribir las más extraordinarias crónicas de su tiempo, Roth inventó, en su novela La marcha Radetzky, un personaje increíble, un cabo polaco que salva al emperador en la batalla de Borodino y el emperador lo hace noble (“Desde hoy serás Joseph von Trotta”). El cabo Von Trotta sólo atinó a voltear toscamente al emperador de su caballo cuando lo vio alzar unos binoculares cerca de las líneas enemigas (el reflejo lo haría presa instantánea de los francotiradores), pero en los libros de lectura se describe la hazaña como si el conde Von Trotta en su corcel hubiera entrado a los sablazos en un círculo de salvajes soldados enemigos que había rodeado al emperador. Von Trotta se pasa la vida intentando en vano que se corrija la historia como Roth se pasó la vida intentando en vano volver a su patria: a ese pasado donde se podía ser a la vez judío pobre, falso oficial imperial, comunista desencantado, disipado impenitente sin domicilio fijo, cronista sin par de su tiempo, católico monárquico, profeta del derrumbe.
El día en que Hitler anexó Austria al Reich, en 1938, Roth dijo: “A los ojos de Europa sólo parece que un pequeño país ha sido sojuzgado por uno más grande. Europa apenas se da cuenta de que todo un mundo ha sido aplastado por un coloso tan vacuo como monstruoso”. Un año después estaba muerto. Había inventado un mundo cuando creía que sólo estaba describiéndolo; y se lo creyó a tal punto que terminó pensando que de ese mundo lo habían exiliado, no de la vida real. No era el único que se lo creía: en 1950, en Estados Unidos, luego de una larga noche conversando, Yehudi Menuhin dejó a un lado su violín y se sentó a escribir un guión de cine sobre una novela de Roth (La epopeya del santo bebedor) y Albert Einstein ofreció todo el dinero que tenía en el banco para que pudiera filmarse. No alcanzó la plata, no lograron interesar a nadie, se secaron la garganta explicando en vano que en las páginas escritas por ese judío borracho y mentiroso se cifraba la identidad de todos los mitteleuropeos que quedaban en el planeta. Joseph Roth era lo único que les quedaba de ese mundo que habían perdido. Quizá por eso, porque tenía tanta gente adentro, no hay foto de Roth que consiga retratarlo por entero, y no queda más remedio que andar adivinándolo debajo de una tela de Otto Dix.
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