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La economía de las desigualdades

Por Joaquín Estefanía *

La desigualdad es uno de los rasgos estructurales de la economía de la globalización. Las diferencias entre los ciudadanos del Norte y el Sur, y en el seno de cualquier sociedad, han aumentado exponencialmente en el último cuarto de siglo, no por casualidad, los años de hegemonía de la revolución conservadora.
La desigualdad no es lo mismo que la pobreza. Para medir la primera hay que comparar los estándares de vida de los extremos de la sociedad. Además, a las desigualdades económicas tradicionales hay que añadirles otras; por ejemplo, las relacionadas con la brecha digital (los ciudadanos que están conectados a Internet –que en ningún caso superan al 6 por ciento del conjunto de la población mundial– y los que no están conectados), los educados y los analfabetos, etcétera; o hipotéticas desigualdades para el futuro inmediato, como la que se puede dar con el uso y la comercialización de los conocimientos vinculados al genoma humano.
Los estudios sobre la pobreza están bastante normalizados. Baste recordar los informes que todos los años hacen públicos el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) o el Banco Mundial. Mucho menos conocidos son los que dedican sus contenidos a la extrema riqueza en el mundo. Y cada vez son más significativos si se comparten las tesis de Paul Krugman de que la concentración de la riqueza en cada vez menos manos explica (se refiere al caso de Estados Unidos) por qué las políticas son cada vez más conservadoras. A medida que se incrementa el foso entre unos y otros ciudadanos, dice Krugman, la política económica se preocupa cada vez más de los intereses de la elite, mientras los servicios públicos para la población en general (sobre todo la educación pública) se ven privados de recursos. Cuando la política favorece los intereses de los ricos y desdeña los intereses generales, las disparidades de renta se vuelven cada vez mayores. Es un círculo pernicioso. Dice el economista citado que los EE.UU. de la película Wall Street, de Michael Douglas, y de la novela La hoguera de las vanidades, ambas de finales de los años ochenta, eran igualitarios en comparación con la situación de ahora: en 1987, el 0,01 por ciento superior de la población ganaba sólo el 40 por ciento de lo que gana hoy día, y los altos ejecutivos, menos de la quinta parte.
Merrill Lynch Banca Privada (banco de inversión) y Cap Gemini Ernst & Young (consultora de negocios) hacen todos los años un Informe sobre la riqueza en el mundo. En el de este año, publicado hace unos días, llegan a la conclusión de que, en términos globales, la fortuna de los individuos con elevados patrimonios creció en 2002 un 3,6 por ciento hasta alcanzar un total de 29,5 billones de dólares, a pesar de la volatilidad de los mercados. En ese año continuó el crecimiento del número de personas con patrimonios muy elevados –aquellas que superan los 30 millones de dólares en activos financieros líquidos, excluyendo inmuebles– hasta alcanzar las 58.000 personas en todo el mundo. Explica el informe que el aumento global de la riqueza fue posible gracias al crecimiento del PIB mundial (3 por ciento en 2002 frente al 2,3 del año anterior) y a las fuertes tasas de ahorro, que contrarrestaron el efecto de la caída del 16,9 por ciento de la capitalización bursátil mundial y el descenso del precio de las acciones.
Paul Krugman se ha atrevido a escribir lo que muchos piensan: la negación de la evidencia de la desigualdad es una industria de proporciones considerables y bien financiada: los comités asesores conservadores producen numerosísimos estudios que tratan de desacreditar los datos, la metodología y, no menos importante, los estudios de quienes informan de lo obvio: que la desigualdad está creciendo en proporciones geométricas. El esfuerzo concertado por negar que la desigualdad aumenta es, en sí mismo, un síntoma de la creciente influencia en la realidad de las capas más acomodadas.

* De El País. Especial para Página/12.

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