CONTRATAPA
El Señor K., la multitud y el Estado
Por José Pablo Feinmann
Ese apelativo kafkiano que se le ha adosado al Presidente debiera tener, creo, una relación más profunda que la de la simetría abecedaria. Si Kirchner se llama como se llama, es decir, Kirchner, no se requería demasiado ingenio para empezar a decirle “el señor K”, como Kafka (también “el señor K”) nombra al personaje de El Proceso. Si tuviéramos que encontrar una lectura fundamental de la literatura kafkiana sería la que sigue: cualquiera por cualquier cosa en cualquier momento puede ser integrado al bando, siempre en expansión, de las víctimas del Estado represivo burocrático. De ahí el comienzo de El Proceso: “Seguramente se había calumniado a Josef K., pues, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”. El señor K. es presa del Estado, el Estado se lo apropia y no hay ninguna explicación para tal medida salvo la omnipotencia del Estado apropiador. Y aquí vemos la diferencia entre Josef K. y Néstor K., ya que, muy al contrario de Josef, el señor K., lejos de aparecer como una víctima del Estado, como alguien apropiado por un Estado apropiador, pareciera, increíble, sorpresivamente, haberse apropiado del Estado, haber saltado sobre él y haberlo puesto a funcionar en la dirección de sus proyectos. Así, en tanto Josef K. se nos presenta como una víctima del Estado, Néstor K. viene ostentado una pericia acaso vertiginosa para, lejos de ser oprimido-apropiado por el Estado, instrumentarlo en su beneficio y en el de ciertos proyectos políticos, demandas que pareciera haber leído en la llamada base real de la sociedad. Nada que ver Josef y Néstor. El primero vive al Estado como “orden infernal”, como “jaula de hierro”, como “maquinaria burocrática” o como “razón instrumental” al servicio de la dominación. (Leer, sin dilación alguna, la reciente novela de Noé Jitrik, Evaluador.) El segundo le ha pegado un zarpazo al monstruo burocrático (sometido al raquitismo durante la deconstructiva década del noventa, que diseminó, sin más, lo poquito de nación que nos restaba y lo rifó al capital financiero y se robo hasta el último de los vueltos) y se ha consagrado a demostrar que Estado, aunque poco, todavía hay. Y que uno de los proyectos de recuperación de este país es agrandarlo y terminar con el verso videlista-neoliberal de achicarlo para “agrandar la nación”. (A propósito: ¿qué nos quedó de “nación” luego de haber achicado durante 25 años al Estado?) Así las cosas, sorpresivamente, el surgimiento de Néstor K. introduce variantes en las primeras líneas de la novela de Kafka: “Seguramente se había calumniado al Estado argentino, pues, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”. Aquí el verbo “detener” significa que el Estado fue detenido, arrestado, arrojado a las mazmorras por los neoliberales de la linealidad dictadura-democracia. Pero “detener” tiene otro sentido, el sentido que inaugura el señor K.: “detener” el “achicamiento” del Estado, ya que es cierto que se había calumniado al Estado argentino culpándolo de todos los males de una sociedad que anhelaba la liberalidad absoluta para sus buenos negocios. Se lo calumnió y se lo fue arrastrando hacia el abismo. Aquí, el señor K., “detiene” al Estado. No lo vamos a tirar. No va a caer al abismo. Vamos a “detener” su deterioro absoluto y averiguaremos si todavía tiene algo que ver con la vieja y querible y necesaria idea de la recuperación de un espacio nacional, soberano, que se constituya en relación a los otros espacios nacionales que en América se han entregado a la aventura sin límites de darse el ser. Porque América Latina tiene, sencillamente, que volver al ser, hasta tal punto se había nihilizado por la avaricia y por el canallismo delincuencial de sus gobernantes “achicadores”.
Volvamos al señor K. ¿De dónde vino, cómo apareció, cómo se lanzó tan osadamente sobre el Estado? La cuestión es compleja. El señor K. es unhumilde político patagónico que ganó unas elecciones con el 22% del electorado. En más o menos dos meses de gobierno las encuestas le dan el 80%. No es un milagro. Hay una explicación y es, creo, transparente.
Los movimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001 surgen y consagran modalidades políticas originales: la ocupación del espacio público, los cacerolazos, la organizatividad piquetera, el “que se vayan todos”. Un repudio profundo y agresivo hacia la clase política por saberla sometida al poder económico, testaferra de él y, por consiguiente, corrupta, envilecida por el dinero del capital desterritorializado. Ese que invierte aquí, invierte allá, invierte donde la tasa de ganancia es más elevada y sólo quiere que el dinero produzca más dinero. Es el capitalismo informático y posmoderno del Imperio. Arrasó con nuestro país. De esas jornadas de diciembre del 2001 surgieron las Asambleas Populares. Se unieron a los piqueteros. A los artistas. A los intelectuales. A la gente decente. A los que estaban hartos de la fiesta impúdica y depredadora. Durante el 2002 estos movimientos agonizan. Aparecen las teorías de John Holloway. Y aparecen Hardt y Negri (apoyados por Paolo Virno) con el concepto de “multitud”. Las Asambleas intentan ejercicios de democracia directa. “Este modelo democrático (habían escrito antes de todo esto H. y N.) es lo que Deleuze y Guattari llamaron un rizoma, una estructura en red no jerárquica y sin un centro” (Imperio, p. 278). Negri cree ver en nuestras Asambleas la realización de su concepto de “multitud”. Sea. Porque precisamente lo que no lograron las Asambleas fue lo que no logra el libro de H. y N.: transformar a la multitud en un sujeto político. Es, también, el problema actual de la filosofía: recuperar al sujeto, abandonar los juegos del lenguaje, recuperar la conciencia, la negación, la invención. Cito un formidable texto de Raúl Cerdeiras: “Si tuviera que hacer una crítica política esencial diría que Imperio renuncia a que la política sea del orden de la conciencia y la decisión subjetiva, que esté en el campo de la invención humana” (“Acontecimiento”, Nº 24). No obstante, pese a no haber resuelto sus problemas organizacionales, pese a no haberse constituido en sujeto político, las Asambleas, lo que surgió en el país en diciembre del 2001, es lo que está sosteniendo al señor K. en este momento. Digámoslo así: el señor K. es un emergente externo de diciembre del 2001. Sé que es excesivamente paradójico hablar de un emergente externo. Pero no. Porque aunque el señor K. no “emerge” de ahí, actúa, no obstante, como un emergente, ya que se asume como intérprete de lo que la sociedad expresó en ese momento. Ocurrió lo imprevisto. Ocurrió la política. La democracia directa no dio un liderazgo, acaso por esencia no pudiera darlo. El rizoma deleuziano –por su vocación horizontalista, por su abominación del pensamiento arborescente, por su postulación de varios centros y su desdén por lo Uno– no alcanza aún a hacer de la “multitud” un sujeto político con protagonismo direccionado. Surge, entonces, el “emergente externo”. Viene de “afuera”. Pero hace lo que pedían los de “adentro”. Y sabe que su poder –su único verdadero poder– es ése. En serio, no podemos no verlo: si hoy el señor K. tiene el 80% en las encuestas es porque se largó a hacer lo que la sociedad pidió a partir de diciembre de 2001. Si no, nada se entiende. No hay milagros, hay políticas. La organizatividad que (aún) la multitud no generó desde sí la asumió este inesperado patagónico que vino del frío y atrapó al Estado con las redes de los deseos de la multitud. Ahí está su poder. Con ese poder ya lo superó a Duhalde. Dejó atrás a todos los otros. Que se fueron, como pedían los asambleístas. Y llegó el protagonista inesperado, llegó de afuera y se metió adentro. Mi poder (se dijo) será ubicar en el centro del Estado los reclamos de las multitudes de ese diciembre de 2001. Hasta ahora es así.
Acaso (con alguna malignidad o desembozada sorna) se me acuse de “oficialista”. Caramba, qué injusto: yo no me volví oficialista, eloficialismo se volvió como yo. Es la primera vez que me pasa y también a muchos de los que forman ese 80% y ya andan diciendo: “Si este gobierno sigue así y lo empiezan a querer joder, salimos todos a la calle, eh”. Frase que revela –inapelablemente– que la multitud se está constituyendo en sujeto.