Jueves, 5 de diciembre de 2013 | Hoy
Por Mario Goloboff
Ninguno de los mitos y leyendas que circulan a nuestro benévolo alcance junta de tal modo las fantasías de la epopeya la de la supuesta extinción, las del renacimiento y la de la duración o, mejor aún, las de la tozuda e intolerable permanencia, como el del Ave Fénix. Muchas ideas y concepciones religiosas e ideológicas se nutren de él, y especialmente aquéllas que alientan una supervivencia más allá de todo.
En su célebre y abundante Historiae, cuenta Heródoto que “otra ave sagrada hay allí que sólo he visto en pintura, cuyo nombre es el de Fénix. Raras son, en efecto, las veces que se deja ver, y tan de tarde en tarde, que según los de Heliópolis sólo viene al Egipto cada quinientos años, a saber, cuando fallece su padre. Si en su tamaño y conformación es tal como la describen, su mote y figura son muy parecidos a los del águila, y sus plumas en parte doradas, en parte de color de carmesí. (...) He aquí, sea lo que fuere, lo que de aquel pájaro refieren”.
“Refieren”, en realidad, bastante más, y más interesante aún: Tácito, unos cinco siglos después, sostiene que la tradición ha fijado en mil cuatrocientos sesenta y un años la vida del Ave, y Plinio, en cambio, que ese tiempo corresponde buenamente a un año platónico, es decir, el plazo que necesitan el Sol, la Luna y los planetas para volver a la posición anterior: en pocas cuentas, unos veinticinco mil setecientos setenta y seis años, lo que representa, para nosotros, pobres gentes, poquito menos que la eternidad. Esta inmensa persistencia y sus supuestos fundamentos astronómicos no hacen más que reiterar el carácter de retorno o de repetición en el que se bañaría el Fénix; no sería, así, otra cosa que nuestra propia imagen o la de la historia universal.
Viene ciertamente del Antiguo Egipto, donde se la denominaba Bennu, asociada a las crecidas del Nilo, a la resurrección, y al Sol. Apoyada, además, en la proyección de los estoicos, para quienes el universo nace del fuego, en él muere y renace, y así hasta el infinito. Vuelta cristiana, el Ave habría vivido en el Edén, anidada en un rosal. Cuando Adán y Eva fueron condignamente expulsados, de la espada del ángel que los desterró surgió una chispa que encendió aquel nido, haciendo que ardieran éste y su simpática moradora, el Ave Fénix. Por ser el único animal que se niega a probar la fruta prohibida, se le conceden varios dones, entre ellos la inmortalidad, con la capacidad de renacer de sus cenizas. Lo coronarán, después, Dante, Shakespeare, Quevedo y Milton, magníficamente.
También los occidentales adjudican a los chinos su Fénix aunque se le parece más bien poco: el Feng o Fenghuang es una criatura con cuello de serpiente, cuerpo de un pez y la parte trasera de tortuga y, más que semejarse al Ave egipcia, supone simbolizar la unión del yin y el yang. Para otros, tiene algo del faisán y del pavo real; en tiempos muy remotos visitaba el palacio y los jardines de venerados emperadores en señal del favor celestial, y el macho, beneficiado con tres patas, moraba directamente en el sol.
En nuestra humilde América, los seres y los tiempos más terrenales, más laicos, suelen metaforizar a la famosa Ave, como a todo en estas nobles patrias, dentro de ese poderoso imán que es la política. Y es verdad que aquí se han dado corrientes cuyo nacimiento, crecimiento, decadencia, resurgimiento, inconmovible perennidad hacen pensar naturalmente en ella. Para no hablar sino del último siglo y sólo de algunas pocas, recordemos el PRI (Partido Revolucionario Institucional), que nació en el México insurgente a instancias de la revolución del ’10, y sigue bien plantado en ese vasto país del norte latinoamericano; la Revolución Cubana, devenida de puramente agraria y antiimperialista en socialista, por el convencimiento de sus dirigentes y de las masas que los empujaron e impulsaron; el sandinismo, nacido a partir de la resistencia a las cruentas invasiones y ocupaciones norteamericanas en los países de la América Central y del Caribe; el APRA peruano (Alianza Popular Revolucionaria Americana), uno de cuyos orígenes se encuentra (y aquí suele olvidarse) en nuestra Reforma Universitaria del ’18, en Córdoba, que influyó en su fundador, Víctor Raúl Haya de la Torre. De más está agregar, el peronismo en la Argentina y, ahora, su variante revitalizadora (que es, asimismo, mucho más que eso), el kirchnerismo.
Todos ellos encarnan movimientos colectivos a los que muchas veces oímos llamar “proteicos”. Quizá porque los griegos, que supieron e informaron sobre el singular Fénix no lo incorporaron, como extranjero, a su acervo y prefirieron una creación autóctona: la del dios cambiante de formas, como el mar, Proteo. Y a quien uno de los mayores ensayistas del continente, el uruguayo José Enrique Rodó, dedicó sus ideas sobre regeneración individual y mutabilidad del ser, Motivos de Proteo, obra que, junto con su anterior Ariel, constituyen dos basamentos del pensamiento latinoamericano, fundadores de un trabajo intelectual, de una moral y de una identidad auténticas y autónomas.
No es de extrañar, por eso, que el movimiento originado en la Argentina de los ’40 perdure aún y con singular vitalidad, a pesar del tiempo y de las batallas, ascensos y caídas del tiempo americano. Tal vez por los cambios que supo producir en su inicial identidad, los que le aseguraron seguir siendo “el mismo” siendo a cada paso “otro”. Y haciendo que lo veamos, a tantos años de su fundación, prácticamente invencible a pesar de los vaivenes de sus avances y sus retrocesos, de la satisfacción de los intereses populares y de importantes traspiés con ellos, de los innumerables y poderosos enemigos que tuvo y que mantiene, de los enormes deseos de la restauración conservadora por verlo de una vez en extinción. Aunque, como bien advertía Georges Dumézil, maestro eminente del Collège de France, quien consagró buena parte de sus 88 años al estudio de los aspectos lingüísticos y luego mitológicos de las civilizaciones indoeuropeas: “El país que ya no tenga leyendas, dice el poeta, está condenado a morir de frío. Es harto posible. Pero el pueblo que no tuviera mitos estaría ya muerto”.
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