Domingo, 2 de marzo de 2014 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
No hay sino un problema filosófico serio, el suicidio. La frase no es de Sabato, es de Albert Camus. Por su tono melodramático merecería ser del hombre de Santos Lugares, pero esto se explica porque Sabato copió a Camus entusiastamente. Camus era un escritor existencialista, con pobre formación filosófica y prosa brillante. Murió joven, antes de girar hacia la nueva derecha, que era, arriesgo, su coherente trayectoria. Pero vamos a la frase. Puede impresionar (más si es la inicial de un libro que tuvo enorme éxito) a más de uno. Y así fue. ¿Cuál es, sin embargo, su valor de verdad? Camus desarrolla su propuesta diciendo que decidir si la vida tiene o no sentido, merece ser o no vivida, es el problema axial de la existencia humana. No es así. El planeta se vería sacudido por una interminable ola de suicidios si todo aquel que decidiera que la vida no tiene sentido se pegara un tiro. El suicidio es una cuestión menos racional, no tan filosófica. Casi siempre el suicida es alguien apresado por una depresión que no puede superar y lo impulsa a autoeliminarse como única salida. Hoy, la mayoría de las depresiones se curan equilibrando la química del cerebro. Las causas del desequilibrio suelen ser existenciales, pero su restitución tiene un camino psicofarmacológico. Como sea, vemos claramente que los seres humanos no se suicidan al descubrir que la vida no merece ser vivida. O se dedican a los placeres instantaneístas, las drogas, el alcohol, el sexo, o un sarcasmo feroz los lleva a hacer el Mal.
No podemos avanzar más porque no es nuestro tema. Lo es, sí, en relación con lo que queremos plantear. Esto, lo queremos plantear, lo vamos a formular en los términos de Camus: No hay más que un problema filosófico serio, ¿hay o no hay que matar? Desde el punto de vista empírico, la pregunta pareciera arcaica, pues ha tendido respuesta afirmativa a lo largo de la sanguinaria historia humana. ¿Qué pregunta es ésa? Si los seres humanos han matado y seguirán, sin duda, matando. Aparece aquí la célebre frase de Marx que ontologiza la violencia histórica. O sea, hay historia porque hay violencia. En una discusión que despertó el filósofo Oscar del Barco (y que se recopiló en un libro bajo el título de No matar) se buscaron agotar las dimensiones del problema, que son, no obstante, inagotables. Se recurrió abundantemente al filósofo lituano Emmanuel Lévinas y a uno de sus libros fundamentales: Totalidad e infinito. Si quiero plantear una ética basada en la exigencia de no matar tengo que remitir a la importancia del Otro. Matar es matar al Otro. ¿Por qué se mata al Otro con tanta facilidad, por qué las guerras son incontrolables? ¿Por qué han caído nuestras esperanzas de una paz duradera entre los seres humanos o entes antropológicos? El mandato bíblico (No matarás) envejeció y tantas veces fue violado que cayó en el olvido. Ante esta situación, y ante la ausencia de Dios, su silencio, son los hombres los que toman la palabra. Son ellos los que van a declarar los nuevos mandatos. El primer intento es el de la Revolución Francesa, que, sin embargo, no logra rigor universal. Es fruto de una situación transitoria y es la misma revolución la primera en traicionarlo con la aplicación del terror jacobino de Robespierre. Así, en 1948, después de los horrores de la Segunda Guerra, las Naciones Unidas impulsan la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sus primeros, fundamentales artículos son los siguientes:
Artículo 3. Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona. Artículo 4. Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre; la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas. Artículo 5. Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. Artículo 6. Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica. Artículo 7. Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley.
Sin embargo, han quedado tan perimidos como los mandatos bíblicos. Desde 1941 que Estados Unidos no declara una guerra. Esclavitud hay en la centralidad de la Argentina, en la orgullosa CABA. La tortura es el trabajo central de inteligencia. Y que todos son iguales ante la ley es un chiste que despierta dolorosas carcajadas, las peores. Hemos citado una frase de Eric Hobsbawm –en otro lugar– que ahora citaremos enteramente: el último historiador marxista de prestigio afirma que “todas las predicciones del presente no apuntan hacia una evolución positiva continuada, sino a la posibilidad, e incluso la inminencia, de una catástrofe: otra guerra mundial más mortífera, un desastre ecológico, una tecnología cuyos triunfos pueden hacer que este mundo sea inhabitable por la especie humana, o cualquier otra forma que pueda adoptar la pesadilla. La experiencia de nuestro siglo nos ha enseñado a vivir en la experiencia del apocalipsis”. (Eric Hobsbawm, La Era del Imperio, Paidós, 2012, p. 1001.)
Volvamos a Lévinas. Podemos hacerlo por medio del lingüista Ferdinand de Saussure. De Saussure armaba un sistema de signos en que cada uno se hallaba en relación con otro. No hay un signo solitario, que se valga por sí mismo. Todos están dentro de un sistema, todos remiten a todos. Todos necesitan al Otro para existir. De aquí surge el concepto de diferencia. Si necesito al Otro para existir, y el Otro es diferente a mí, tengo que vivir en la diferencia. Lo diferente (el Otro) me hace existir. No soy una presencia absoluta. Si vivo un sistema y en ese sistema vive también el Otro no me basto a mí mismo para existir. No soy completud, soy carencia. El Otro marca una despresencia en mi presencia. El Otro me completa. ¿Cómo habría de matarlo? A esto apunta una consigna que lanzó el gobierno de Cristina Fernández: “La patria es el Otro”. Pocos la entendieron. Debió decir: “Las patria también es el Otro”. Es el centro del espíritu de la democracia. Todos nos necesitamos a todos porque todos encontramos nuestra completud en el Otro. Muchos se rieron de esto. “¿Qué significa?”, dijeron. En una sociedad dividida entre la sorna y la injuria desdeñosa, llena de odio, con antagonismos que uno a veces ignora por qué han surgido o, al menos, a qué se debe su desbocada virulencia, su odio, sus agravios, sus insultos fáciles e impunes que se vehiculan a través de Letrinet, la afirmación “La Patria es el Otro” suena como un gesto de buena voluntad pero patético.
Hoy, en Suramérica, la derecha está enceguecida. Cuesta creer que el deseo de cambiar un sistema económico por otro tome a veces la altisonancia de una guerra civil. Venezuela ve peligrar su democracia. Estados Unidos se ve dispuesto a violar todo pacto, toda regla de convivencia. Los opositores venezolanos –a quienes conozco– son títeres tristes e ignorantes. No pueden sostener un debate. Son señorones al servicio de la CIA. Assange ha dicho a Rafael Correa: “Cuídese, presidente. No deje que lo asesinen”. ¿De eso se trata? ¿De asesinatos que ya están en las carpetas de las acciones a desarrollar? Entonces hay una tarea que hacer. La Declaración de los Derechos Humanos de 1948 tiene que recobrar su vigencia. La vida humana deberá ser respetada. La democracia –el sistema de la vida– deberá ser sostenida a toda costa. ¿Sabe nuestra clase media lo que le costará una devaluación masiva? El problema actual con el dólar es viejo. Se ha visto muchas veces. Celestino Rodrigo –ministro de Economía de Isabel Martínez y López Rega– devaluó el peso un ciento por ciento para el cambio financiero y 160 por ciento para el comercial. Lo hizo el 4 de junio de 1975. Seguramente para conmemorar el golpe de Estado que impulsó –desde el Grupo de Oficiales Unidos– el ascenso de Juan Domingo Perón hacia el poder. Isabelita y López Rega estaban detrás de Rodrigo, apoyándolo. Perón les había entregado en herencia el poder del Estado. Eran el peornismo. Hoy están vigentes y dispuestos a devorarse el poder. Ellos, los peornistas. Están aliados con las corporaciones financieras, la Mesa de Enlace, la vieja y la nueva oligarquía, la embajada de Estados Unidos y el poder mediático.
A fines de 1975, a causa de lo que se llamó el “rodrigazo”, los precios subieron un 183 por ciento y el país se hundió en el desabastecimiento. Esto le aguarda a la “primavera suramericana” si triunfa la derecha aliada a los republicanos y a la CIA. Tiene que saberlo nuestra clase media. Los de arriba la usan para llegar al poder. Una vez ahí, la tiran a la basura, a donde no quiere estar, a su peor pesadilla, la pobreza.
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