Martes, 8 de abril de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Muchos se dejan devorar por el agujero negro de YouTube para ver videos de gatos, de bebés, de sexos de ex bebés, y hasta para buscarse y encontrarse a sí mismos rodando por escaleras. Yupi. Rodríguez, en cambio, desde hace unos días que mira una y otra vez ese video que parece extraído de un programa de cámara sorpresa o de vamosaentregarpremioinesperado. Video en el que un joven de nombre Chao Lin Kuo llama a la puerta de un tal Andrei Linde y le dice: “Tengo una sorpresa para usted. Es 5 Sigma, en .2”. Linde, con el inequívoco aire del que acaba de levantarse de la cama, lo oye y lo mira incrédulo. “What?”, pregunta. Y se tambalea y sonríe como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza –cortesía de una brecha espacio-temporal– con el próximo Nobel de Astrofíscifi o lo que sea. Su esposa, la también física Renata Kallosh, abraza a Kuo. Después todos aparecen en la cocina, brindando. Y Linde, todavía conmocionado, comenta: “Esperemos que no sea un truco”. Ese instante tan histórico y doméstico como críptico y entrañable –verlo aquí: http://blogs.scientificamerican.com/observations/2014/03/17/andreilindelearnshisbigbangtheoryistruevideo/– fue recogido por todos los noticieros de hace un par de semanas. Pero vuelve de tanto en tanto a medida que se aclaran detalles. Y, en su pantalla, Rodríguez no puede dejar de mirarlo, de disfrutarlo y, también, de sufrirlo. Porque repetirlo equivale para él a volver a pensar en cuántas muy pocas personas acceden en sus vidas a ese momento en que les confirman que una cósmica teoría suya muta a práctica y terrena y que, de aquí en más, será enseñada y memorizada en las escuelas del futuro, hasta el infinito y más allá.
Eso sí, claro, como siempre, desde el principio de los tiempos, alumnos eternos: una cosa es memorizar algo y otra muy diferente es entenderlo.
DOS Y, claro, Rodríguez lee y se documenta y no entiende nada más allá de palabras sueltas. Lo que Kuo confirma allí a Linde es algo relativo al Big Bang, cree. Y, sí, parece que un telescopio de nombre BICEP2 había capturado, desde la Antártida, una suerte de eco de eco de –hechiceros o dioses mediante– esa expansión energética del Había una vez, del “Hágase la luz”. Casi en sincro con los festejos por el medio siglo de vida de la Teoría del inmemorial Big Bang, la “inflación cósmica”, esas cosas. Y Linde, que se dedicó a la ciencia y no a la ficción, ahora está muy contento. Como también están muy contentos los responsables de ese nuevo Big Bang que es la obtención de vida de laboratorio a partir de un cromosoma artificial de levadura. Aquello con lo que se hace el pan y la cerveza y nosotros. O algo así.
Y Rodríguez –que ha alcanzado muy pocas certezas en su vida, ninguna de ellas particularmente revolucionaria para sí mismo y mucho menos trascendente para la humanidad toda– siente algo de esa felicidad como propia. Sí, poca cosa ha iluminado y alumbrado Rodríguez. De acuerdo: cree intuir que su prima argentina, Mirta Rodríguez –parte de su pasado irrecuperable, a años luz de distancia, iluminándolo aún como una estrella muerta– era el amor de su vida. Y Rodríguez –desde que regresó de aquel coma accidental– oye todo el tiempo un zumbido entropista y pinkfloydiano: el sonido que hacen España y Europa al deshacerse. Y nada más. Por eso le alegra lo de Linde y de Alan Guth y sus colegas como no hace mucho le alegró lo de la Partícula de Dios. Porque es una felicidad que pertenece al mejor y más seguro modelo de felicidad: es una felicidad incomprensible. Y es entonces cuando Rodríguez junta coraje para comunicarles a los suyos que hoy mismo se estrena en el National Geographic Channel la seriedocumental Cosmos: A Spacetime Odyssey, versión puesta al día de aquel gran éxito de Carl Sagan y ahora conducida por el astrofísico afroamericano Neil deGrasse quien conoció a Sagan de pequeño y fue vocacionalmente inspirado por él. Y, por supuesto, el primer episodio está dedicado a lo primero, al Big Bang. Y no es que Rodríguez vaya a sentirse mejor o más sabio después de verlo. En su experiencia, estos documentales son como comprimidos efervescentes: uno experimenta, como en un burbujeo intelectual, que todo está claro por el tiempo exacto en que demora en disolverse un AlkaSeltzer. Después, todo comienza a desdibujarse. Su familia lo escucha con cierta atención hasta que se dan cuenta de que Rodríguez no está hablando de la sitcom esa, The Big Bang Theory. Y enseguida los suyos –cada vez más ajenos– lo miran como si estuviese loco. Ni locos van a ver eso, le informan. Porque hay asuntos mucho más importantes. Su mujer no deja de consumir tertulias políticas donde se discute en cuanto a que el Rey fue el gran cerebro tras el casi golpe militar del 23F para así decapitar a su alguna vez amigo entrañable Suárez (explicándole que “a ti te puso el pueblo, pero a mí me puso la Historia”). Su hija está obsesionada por lo del avión malayo (y por eso de que a bordo iban cuatro de los cinco dueños de la patente de un chip que dominará a toda nuestra especie). Y su hijo sólo piensa en el partido de vuelta de la Champions entre esos empáticos empatadores que son el Barça y el Atlético Madrid (a Rodríguez el Cholo Simeone cada vez le parece más la versión Dr. Jekyll de Ron “Hellboy” Perlman mientras que el Tata Martino bien podría ser un parroquiano de la Moe’s Tavern en Los Simpson). Está claro que no hay quórum y que la cosa se repartirá equitativamente entre todos menos Rodríguez. Así, un poco de ingenio fabricado por una compañía, Freescale Semiconductor, que suena mucho a tontería de J. J. Abrams, y cuyos derechos de autor ahora pertenecen por completo al multimillonario Jacob Rothschild. Luego, los resúmenes del confesional funeral de Estado aconfesional de Adolfo Suárez al que fueron invitados mandatarios del mundo todo pero al que sólo asistió un dictador africano al que se estrechaba rápido la mano y se seguía de largo escapando a las fotografías. Y, como cierre, unos cuantos magnates de apellidos con menos pedigree que el de Rothschild pateando una pelota y que, cuando mueran, recibirán funerales no de Estado sino de estadio. Los tres Grandes Temas, piensa Rodríguez, parecen fundirse en una noticia de último momento: nuevo disco póstumo del androide Wacko Jackson. En la portada aparece Jackson como metido dentro de un sweater galáctico y nebuloso de cuello alto. El disco se va a llamar Xscape. Y Rodríguez –por amor a los suyos, consciente de que a él no lo puso el pueblo ni la Historia– dice “ah” a lo primero, “oh” a lo segundo, “uy” a lo tercero y “uf” a lo cuarto. Y –escape– sale al balcón. Y –un vecino piensa que Rodríguez aúlla el resultado de un partido de fútbol que no es el que él está viendo– grita: “5 Sigma, en .2”. Y mira al cielo, al mejor programa de todos. Magia. Y de nuevo, Rodríguez no entiende absolutamente nada de lo que sucede ahí arriba, ahí afuera, desde siempre y para siempre o –lo que es lo mismo– hasta el fin de los noticieros de su vida. Pero no es tan grave: Rodríguez tampoco entiende nada de lo que sucede aquí abajo, aquí al lado, ahora mismo.
“Esperemos que no sea un truco”, suspira.
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