Jueves, 17 de abril de 2014 | Hoy
Por Eduardo Jozami
Las primeras intervenciones políticas y los trabajos académicos del joven Ernesto Laclau, que se radicaría en Europa después del golpe de 1966, ya habían dejado huellas en la generación que entró en la política después del derrocamiento de Perón. En las décadas siguientes, aunque volvió a visitar el país luego del restablecimiento de la democracia, su vinculación con la Argentina no fue importante y, por lo tanto, nada podía hacer prever que en el nuevo siglo habría de convertirse en uno de los intelectuales más influyentes en el debate político y cultural argentino y que su obra desataría afectos y odios que no suelen despertar los trabajos académicos.
Aquellos primeros textos de quien había militado en el Socialismo de Vanguardia mostraban un manejo tan riguroso como creativo de las categorías del marxismo (recuerdo su intervención en el debate, por entonces convocante, sobre los modos de producción en América latina) y una valoración positiva de los movimientos nacionales y populares que mostraba la influencia de Jorge Abelardo Ramos pero también un fuerte interés por el debate con sectores de la nueva izquierda. José Aricó advertía la marca inequívoca de la pluma de Laclau en el escrito fraternal y polémico que, en 1963, Lucha Obrera, el periódico de la Izquierda Nacional entonces dirigido por Laclau, dedicara a la nueva revista Pasado y Presente.
A mediados de los años ’80, la publicación de Hegemonía y Estrategia Socialista, editada antes en Londres donde residía Laclau, tendría fuerte repercusión en nuestro país. Allí Laclau definía su pensamiento como posmarxista, considerando la doctrina de Marx como una, pero sólo una, de las fuentes en que debía nutrirse el pensamiento emancipatorio. Cuestionaba en ese libro –escrito junto con Chantal Mouffe– la visión esencialista que hacía de la clase obrera el protagonista necesario de la revolución y postulaba un sujeto político a ser constituido en el que debían aunarse diferentes demandas y agrupamientos sociales. La democracia que había convocado en el marxismo italiano de la segunda posguerra muchas discusiones, alentadas por quienes se negaban a considerarla meramente como el momento burgués de la lucha socialista, llegaba en el razonamiento de Laclau y Mouffe a conformarse como un espacio aún más comprensivo que el del socialismo. La lucha democrática no podía limitarse a la transformación de la economía y el Estado, sino que debía abarcar también reivindicaciones de feministas, minorías raciales, diversidad sexual, ambientalistas y otras.
Aunque entonces ya se preanunciaba la caída de los socialismos reales, esta obra que hacía un riguroso análisis de los derroteros y polémicas del marxismo para rescatar lo que aún consideraba vivo, resultó demasiado heterodoxa para una izquierda que no pensaba aún en revisar sus presupuestos. Más atención le prestaron quienes se planteaban entonces la búsqueda de nuevos caminos para la democracia, pero ni los intelectuales agrupados en el Club de Cultura Socialista ni los que llegarían, por el camino de la renovación peronista, a crear el Frente Grande advirtieron plenamente, en la mayoría de los casos, que la “radicalización de la democracia” reclamada por Laclau seguía siendo un proyecto emancipatorio que mal podía compatibilizarse con la patética convocatoria de la Alianza.
Más allá de las adhesiones políticas, el texto abrió un camino fecundo. Laclau y Mouffe introducían nuevamente a Gramsci en el pensamiento político argentino. Héctor Agosti había hecho el primer intento publicando, en los años ’50, las obras del pensador turinés con el propósito de aligerar las trabas que una ortodoxia marcada por la influencia soviética ponía al debate y la creación en el seno del comunismo argentino. Una década después, Aricó y Portantiero iniciaron otro rumbo y, revisando en parte la lectura de la obra gramsciana que había impuesto el PC italiano, leyeron esos textos tanto para reflexionar sobre la condición obrera y centrar en las fábricas la acción revolucionaria, como para acercarse años más tarde al peronismo montonero en los días vertiginosos de 1973. El Gramsci de los consejos obreros de Turín podía servir para la primera lectura, el teórico que buscaba en la historia de la cultura italiana las raíces de lo nacional popular aportaba a la segunda.
A diferencia de estas interpretaciones de Gramsci, Laclau no sostenía que la suya fuese la auténtica, no reivindicaba ninguna ortodoxia. A su juicio, diferenciándose de las teorizaciones leninistas que hacían de la clase obrera por definición el sujeto de la hegemonía, Gramsci marcaba cuánto había en el proceso hegemónico de lucha política, de articulación, viendo la creación de un nuevo bloque histórico como algo más complejo e indeterminado que la noción leninista de la alianza de clases. Sin embargo, este aporte de Gramsci queda limitado porque sigue viendo a la clase obrera como el sujeto necesario de ese proceso. En el continente que asiste a las transformaciones posfordistas de la tercera revolución industrial, rompiendo la presencia dominante de las grandes concentraciones obreras, generando sociedades que, lejos de homogeneizarse como creía Marx, se muestran cada vez más fragmentarias y heterogéneas, Laclau señalará que ya no existe un sujeto hegemónico por su propia naturaleza y abrirá las puertas para advertir toda la complejidad que adquiere la política emancipatoria en un momento de declinación de los tradicionales partidos obreros, mientras parecen proliferar movimientos sociales y nuevas culturas.
En su búsqueda por precisar la constitución de la hegemonía, más tarde Laclau aportará la noción de significante vacío, que permite explicar cómo se forman las identidades políticas en un proceso en que ese significante acepta las más variadas lecturas y explica de ese modo cómo la gran mayoría del arco político pudo, a comienzos de los ’70, adherir al retorno de Perón desde muy distintas posiciones. Polémica noción que parece contrariar el sentido común. Difícil pensar como algo vacío esa reivindicación histórica del pueblo argentino; sin embargo, qué útil nos ha resultado para explicar dos momentos contradictorios, la convocatoria multiforme en torno de la vuelta del líder y la crisis irremediable de ese conglomerado al momento de gobernar.
El otro núcleo central del pensamiento político de Laclau tiene que ver con el populismo, reflexión iniciada hace más de tres décadas que culminó con la publicación en 2005 de La razón populista, texto que refuta la condena que había impuesto la Academia, demostrando que lo que se criticaba a los movimientos populistas, la falta de identidad definida de clase, el exceso retórico, la vaguedad de propuestas, la simplificación del espacio político en dos polos, no son sino los modos propios de la política. La constitución del sujeto pueblo que supone la articulación de demandas diversas sólo puede darse si aparece enfrentado con el bloque en el poder. Pero, señala Laclau, los populismos no son necesariamente progresistas ni de izquierda, constituyen un modo de interpelar al pueblo que puede connotar orientaciones muy diversas.
Es interesante releer las declaraciones de Laclau en los años ’90 para advertir que alentó algunas expectativas sobre la evolución de algunos partidos socialdemócratas europeos, porque la radicalización de su pensamiento, que lo llevó a identificarse con el proceso chavista y defender con entusiasmo a los gobiernos populares de la región, no puede, a mi juicio, desvincularse de la profunda decepción que le produjo el giro derechista de esas formaciones políticas. Cada vez más fue identificándose con las democracias radicales de América latina y visitó con mayor frecuencia la Argentina y asistió a debates y actos políticos. Los medios opositores lo consideraron como el intelectual K por antonomasia y él, abandonando su anterior circunspección, salió a responder con salidas que desafiaban todos los patrones de la corrección política, como cuando defendía el derecho de un pueblo a elegir cuantas veces quisiera a sus gobernantes.
Hasta en las recientes necrológicas, esos medios lo siguen acusando de postular el camino chavista para la Argentina y de celebrar la fractura social por la que responsabilizan al kirchnerismo. No se han preocupado en leerlo. Laclau, defensor a ultranza del chavismo, siempre sostuvo que había podido surgir en un país donde se habían roto todas las mediaciones políticas y que no era ésa la situación argentina. También señaló que la lógica populista, la de la constitución del sujeto social, la de la movilización de las masas, debe necesariamente coexistir con una lógica institucional de organización del Estado y el gobierno. No fue un enemigo de la República, salvo que se tenga de ésta la estrecha visión de quienes la confunden con el gobierno de las minorías.
El país que lo vio partir como a tantos que fueron ahuyentados por la represión a la universidad, lo recibió como al hijo pródigo cuando llegó cargado de distinciones y reconocimientos académicos. Para él, que resolvió a su manera la tensión que tiene todo intelectual de izquierda entre el estudio y la vida militante, esta vuelta a la Argentina significó, de algún modo, la sutura de esa escisión. Los miles de jóvenes que lo escucharon en estos años recuerdan hoy al teórico brillante pero también al militante que volvió tras las huellas de su juventud.
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