Jueves, 17 de abril de 2014 | Hoy
22:30 › PUBLICADA EN OCTUBRE DE 1997
"Nunca en mi vida he hecho frente al espejo algo distinto a lo que hacen las demás personas. Nunca me he preguntado quién soy, porque siempre lo he sabido: soy el hijo del telegrafista de Aracataca", se definió el escritor colombiano en este reportaje exclusivo realizado en Manhattan a fines de la década del '90. En la charla, el autor de Cien años de soledad habla de su rutina cotidiana cuando escribe, de las mediocridades del periodismo actual y de sus múltiples tareas “invisibles” como operador político entre Estados Unidos y los países de América latina.
Por Boris Muñoz *
El mensaje terminante fue enviado con un amigo personal, luego de una semana de cartas infructuosas:
–Dile que, si es un verdadero periodista, él sabrá qué tiene que hacer.
Desde las nueve y media de la mañana, el periodista novato esperaba pacientemente sentado en un sofá del lobby del Hotel Mark. La voz en el teléfono de la habitación le había dicho: “Salió temprano. Usted sabe que se la pasa de agasajo en agasajo”. Pero algo le decía que estaba ahí, en su habitación, leyendo tranquilamente los diarios colombianos, que un hombre con bigotes de charro mexicano acababa de alcanzarle.
A las once y media el veterano Premio Nobel salió del ascensor y caminó hacia la puerta del hotel sin mirar a los lados y con el paso rápido del que no quiere ser descubierto. Iba abrigado con un saco de cachemira negro y, debajo, un suéter deportivo que dejaba ver el cuello de una camisa blanca con rayas negras. Unos diminutos lentes oscuros –redondos, de montura antigua– ocultaban sus ojillos de aceituna negra. La forma de vestir y los inesperados anteojos generaban un perfecto contraste con la celebérrima cabeza de rulos color ceniza y los bigotes de leche. Al borde de la puerta se detuvo. Por fin, después de todo: ahí estaba García Márquez. Era el primer día de un otoño resplandeciente y en las calles de Nueva York hacía un frío que calaba los huesos. El periodista novato dijo:
–Señor García Márquez. Mucho gusto. Lo estoy buscando para hacerle una entrevista.
–¿Para qué me quiere hacer una entrevista? En Latinoamérica hay una magnificación viciosa de la entrevista. Creen que todo el periodismo se reduce a la entrevista. No entienden que la entrevista tiene sentido sólo cuando el entrevistado tiene algo que decir. Y yo no tengo nada que decir. Es mejor que no pierda su tiempo conmigo –dijo buscando con la vista la enorme limusina plateada que lo transportaba a lo largo y ancho de la Gran Manzana.
Controlando su estado de nervios, el periodista novato se atrevió a responder:
–Usted sabe cuál es la misión de un entrevistador.
–Yo nunca en mi vida he escrito una entrevista. Puede buscar en todo lo que he escrito y, si encuentra una entrevista mía, tráigamela que se la compro. Cuando trabajaba como reportero me iba a los lugares, observaba muy bien a su gente, tomaba algunas notas en una libreta y al volver escribía todo, recreando la situación de memoria. Vamos a tener que invitarlo a los talleres de la Escuela de Periodismo para que aprenda algunas cosas del oficio.
–Pero los editores...
–Los editores –dijo elevando su dedo índice hacia el cielo– mándelos a la mierda.
–¿A la mierda? ¿Cómo?
–Bien lejos, a la mierda. Usted no tiene que hacer lo que quieren los editores. –Acto seguido, García Márquez miró su muñeca y se dio cuenta de que había olvidado su reloj en la habitación–. Mire, es muy tarde. Tengo una cita a las once y media y olvidé mi reloj por el apuro. ¿Usted conoce el significado de la palabra ocupado? Yo soy una persona ocupada y lo que menos me gusta es que me pongan en situación de decir que no. No me gusta que me obliguen a decir no.
Todo esto dicho sentenciosamente, mientras tomaba al novato periodista por el brazo y caminaba hacia la limusina.
–Pero usted sí tiene cosas que decir. La semana pasada se reunió con el presidente Clinton. Y el problema de la desertificación de Colombia, en el asunto drogas...
–Mi reloj... voy a llegar tarde. Vamos a hacer algo: espéreme aquí en el hotel. Cuando vuelva, hablamos quince minutos. No sé por qué no entienden que uno es una persona ocupada –alcanzó a oír el periodista novato, mientras la cara de García Márquez desaparecía tras el cristal oscuro de la limusina. Antes de arrancar, el chofer (el mismo hombre con bigotes de charro mexicano que dos horas antes le había hecho llegar a la habitación 1451 los diarios del día) salió del auto con un mensaje: “El maestro García Márquez le manda decir que no se vaya”.
LA ALEGRIA DEL GABO
El periodista novato volvió al mismo sofá donde había estado desde las nueve y media. El lobby del hotel parecía la trastienda de un mercado de puerto, donde empleados y turistas pasaban de un idioma a otro en sus monólogos superpuestos: del francés al inglés, del español al árabe, del alemán a un dialecto de la India. Después de cuatro horas, el conserje del hotel, un argentino con destrezas políglotas, se atrevió a expresar su solidaridad al periodista novato: “No se preocupe, tenga paciencia que los inmortales se hacen esperar”.
Era la una y media cuando la limusina se detuvo nuevamente frente a las puertas del hotel. Casi al mismo tiempo salió de uno de los ascensores Mercedes Barcha, la sabia esposa de siempre y quizás el más famoso de los personajes de la vida de García Márquez. Caminaba con el mismo afán de invisibilidad de su marido, pero con paso aún más rápido. En un segundo desapareció tragada por una de las puertas de la inmensa ballena blanca con ruedas. Un momento después apareció García Márquez, calzándose en la muñeca el reloj que había olvidado en su habitación, y dijo:
–Llevo dos horas angustiado pensando que usted está aquí esperándome. Me tuve que quedar más tiempo en el sitio donde estaba y ahora voy saliendo a almorzar. Venga a las cuatro en punto y hablaremos quince minutos. Sólo quince minutos, porque tengo que salir volando al aeropuerto. Pero sepa que así no es la cosa. Así no se hace periodismo. La entrevista no es esto. La mejor entrevista que yo he leído en mi vida fue la que trató de hacerle Gay Talese a Frank Sinatra. ¿Quiere que le cuente?
–Por favor.
–Sinatra citó a Gay Talese en un hotel de Las Vegas. Cuando Talese llegó, a Sinatra no se le ocurrió nada mejor que enfermarse. Durante una semana estuvo Gay Talese tratando de entrevistar a Sinatra y durante una semana Sinatra canceló encuentro tras encuentro. Eso es la entrevista de Talese: la historia de cómo no pudo entrevistarlo durante toda esa semana. Es la mejor entrevista que he leído. ¿Sabe cómo se llama? “La gripe de Sinatra”.
Ahora son las 3.55. El periodista novato está sentado en el mismo sofá que al principio. Ha revisado mil veces la lista de preguntas. Ha chequeado el funcionamiento del grabador. Se siente sin duda listo, aunque un poco agotado física y mentalmente por las horas de espera. García Márquez y su esposa irrumpen en el hotel. Antes de abordar el ascensor, Mercedes le recuerda a su esposo: “Gabo, no te tardes, recuerda que te estamos esperando arriba”. García Márquez toma asiento y mira su reloj una vez más.
–Bueno, ¿de qué vamos a hablar?
–Un segundo. Voy a encender el grabador.
–¡Ah, no, nada de grabadoras! La grabadora es la culpable de muchos de los problemas y desviaciones del periodismo actual. Si quiere, tome notas. Pero, por favor, guarde la grabadora. Cuál es la primera pregunta.
–A dos años del siglo XXI, ¿cómo ve usted la situación de América latina? Pobreza, drogas, violencia, corrupción... ¿seguiremos siendo un callejón de sueños sin salida?
–Sí. Seguiremos siendo un callejón de sueños sin salida. Así será.
–¿Lo dice de verdad?
–¿Qué quiere que le diga? Para contestar a esa pregunta hacen falta tantas horas que el producto de la conversación alcanzaría para llenar una enciclopedia de cuatro tomos. Siguiente pregunta.
–Desde hace algunos años la enseñanza del periodismo ha sido un interés central en su trabajo intelectual. ¿Por qué le preocupa tanto el periodismo? ¿Cuál es el papel que le asigna en la actualidad y en el futuro de Latinoamérica?
–Cada día nos olvidamos más de la ética. Las escuelas de periodismo enseñan todo lo que tiene que ver con el periodismo, menos el oficio. El reportaje, que es el género que amo, ha sido degenerado a la entrevista. El reportaje es la reconstrucción de un hecho tal y como sucedió en todos sus detalles. Y eso es cada vez menos frecuente en el periodismo: cada vez hay menos reportajes y reporteros en Latinoamérica.
–Pero se publican buenos reportajes en todos los países de América latina, y además, hay también excelentes especialistas en reportajes.
–Nómbreme uno.
–Sin ir más lejos en Colombia están Germán Castro Caycedo y Mauricio Vargas. Y aquí está Alma Guillermoprieto...
–Ah, pero usted me está haciendo trampas. Me está nombrando a los buenos, y ésa no es la regla sino la excepción.
–Pero el problema del periodismo no es responsabilidad exclusiva de los periodistas y las escuelas, sino también de una concepción contemporánea de los medios de comunicación.
–Los periódicos han priorizado el equipamiento material e industrial, pero han invertido muy poco en la formación de los periodistas. La calidad de la noticia se ha perdido por culpa de la competencia, la rapidez y la magnificación de la primicia. A veces se olvida que la mejor noticia no es la que se da primero, sino la que se da mejor. En otros casos, se le pide al periodista que escriba un reportaje y luego llega una publicidad y el reportaje se ve reducido a una columna. Lo que creo es que debemos volver a la vieja manera del oficio. Eso es lo que tratamos de meterles en la cabeza a los periodistas que van a Cartagena. Llevamos a periodistas de mucha trayectoria para que les hablen a los jóvenes desde su experiencia directa en los medios. La ética y el oficio son los ingredientes principales.
–Al leer sus crónicas recogidas en Textos costeños sorprende la naturalidad con que asumió el oficio de periodista. La crítica habla mucho de cuáles fueron sus influencias literarias pero poco o nada de sus influencias periodísticas.
–Es muy sencillo. El reportaje era para mí un género literario. Yo llegué al periodismo con vocación y aptitudes de escritor. Lo que hice fue aplicar al periodismo las mismas técnicas de la literatura. No hay otro secreto que ése. ¿Está tomando notas?
–Lo estoy grabando... Con la mente, no con el grabador, no se preocupe.
García Márquez no contesta, pero mira su reloj, y el periodista novato se apresura a pasar a la pregunta siguiente.
–Este año se cumplen cincuenta años de la publicación de su primer cuento, treinta de Cien años de soledad, quince del Premio Nobel. ¿Se ha detenido a pensar por un momento qué significa esto? En sus años de La Cueva de Barranquilla, ¿sospechó alguna vez que todas estaban grabadas en la palma de su mano?
–No tenía nada grabado en la palma de mi mano. Yo sabía cómo y qué quería hacer, y lo hice contra viento y marea. Quería contar historias reales o ficticias y siempre lo supe. Nunca he ganado un centavo sin la máquina de escribir. Nunca me dejé seducir por algo que no fuera lo que yo quería hacer: contar historias en el periodismo, la literatura o el cine. Lo de la fama, las ventas de libros y el dinero vino después de que hice muchos reportajes que nadie leía y escribí algunos libros que nadie compraba. He sido feliz, y el secreto de la felicidad ha sido hacer siempre sólo lo que me gusta hacer: contar historias.
–Usted, que es mediador entre Washington y La Habana, ¿cómo ve en este momento las relaciones bilaterales? ¿Será posible un cese al bloqueo antes del año 2000, algo así como un borrón y cuenta nueva?
–Esa me parece una afirmación alegrona.
–¿Cuál?
–La de que yo soy mediador entre Cuba y Estados Unidos.
–Pero usted ha tenido varias reuniones con el presidente Clinton y es, además, amigo personal y cercano de Fidel Castro. Si no me equivoco, ha estado muy activo en los trámites de devolución del Canal de Panamá por parte de Estados Unidos. Y hace algunos años intervino para solucionar la crisis de los balseros cubanos...
–Nunca he sido mediador. Esa palabra es incorrecta.
–Al menos sí ha sido un observador...
–Observador sí, pero no mediador.
–Como observador, ¿considera usted que es posible poner fin al bloqueo?
–No lo sé. Lo único que sé es que ése es un bloqueo injusto y sin derecho. Tiene casi cuarenta años y no les ha servido para nada. El bloqueo de Estados Unidos sobre Cuba es un gran fracaso. Desde hace mucho tiempo. Cuba lo quiere tumbar, pero no hay señales del otro lado. A partir del día en que termine el bloqueo, la situación de los dos países fluirá instantáneamente. De eso sí estoy seguro.
–Dicen que hay dos tipos de escritores: aquellos para los cuales la literatura es una esposa y aquellos para quienes es una amante. ¿En cuál bando se ubicaría usted?
–¿Quién dice eso?
–Me dijeron que lo dijo Carmen Balcells, su editora.
–Se equivoca, Carmen Balcells no es mi editora, es mi agente literario.
–Perdón, su agente literario. Pero ¿en cuál bando se ubicaría?
–Las mejores esposas son siempre las grandes amantes. La literatura es mi esposa, mi amante, mi tía, mi hija y mi abuela.
–Si tuviera que contar una historia de amor en este momento, ¿cómo sería?
–Ya la he contado.
–El amor en los tiempos del cólera, por supuesto. Pero si tuviera que contarla en este momento...
–La contaría igual. Sólo que esta vez, en lugar de narrar su vida hasta los setenta años, la narraría hasta los noventa.
–Todo escritor tiene una historia que siempre ha querido escribir y que tal vez nunca escribirá. En su caso, ¿cuál es esa historia?
–Me surgen ideas a cada rato. Pero no tomo notas, porque si tomo notas les presto más atención a las notas que a la historia. Muchas de las ideas se van, otras siguen dándome vueltas. Las que resisten esa prueba son las que escribo. La historia, cuando es buena, se impone por sí misma.
–¿Y cómo ve el amor en este momento?
–Igual que a los quince o dieciocho: como la cosa más maravillosa sobre la Tierra.
–Usted ya no tiene quince ni dieciocho. ¿No ha cambiado el tiempo su ideal del amor?
–No crea que hay tanta diferencia. Como dice un amigo mío, que tiene ochenta años: el índice de mortalidad infantil es muy elevado, mientras las tasas de longevidad crecen día a día. El amor mueve con la misma fuerza a cualquier edad.
–Es cierto. ¿Se enamora usted todavía? ¿Se ha vuelto a enamorar?
–Y qué tal si yo le dijera que eso pertenece a mi vida privada. ¿O usted es un paparazzo?
–¡He estado esperándolo en la misma silla del lobby de este hotel hace ocho horas, y con su autorización!
–¿No será un paparazzo de esos que buscan detrás de la vida de la gente para...? –siguió García Márquez, ignorando al periodista novato, y desenredando el aire con los dedos, como si su mano nadara en una piscina imaginaria.
–No, no soy paparazzo. Soy estudiante y periodista. ¿Qué hace en el momento justo antes de sentarse a escribir?
–He logrado una rutina. Me despierto a las cinco de la mañana. Leo en la cama entre las cinco y las siete. A las siete me levanto, me baño y tomo el desayuno. Después me visto, como un empleado de banco que va a la oficina, y me siento a escribir. Escribo siempre vestido, nunca en pijama. Apenas me siento, reviso lo que hice ayer y continúo escribiendo lo que estaba haciendo. Porque al terminar el día anterior ya sabía por dónde seguir. Es una rutina que cumplo todos los días, no importa dónde esté, pues no sufro de bloqueos ni del terror a la página en blanco. Trabajo siempre hay y muchísimo.
–Entonces, ¿cuál es su mayor problema al escribir?
–El mayor problema es saber cuándo uno se miente a sí mismo. Porque cuando te mientes a ti mismo le mientes al lector, y la mentira es algo que el lector nunca perdona.
–¿Se ha descubierto mintiéndose a sí mismo?
–Todos los días. A veces estoy escribiendo y me detengo y me digo: “Mmm, por aquí no es la vaina. Esto no me suena”. Entonces vuelvo atrás y empiezo de nuevo. Hay que tener cuidado, porque mentirse a uno mismo es lo más peligroso que hay para un escritor.
–¿Sigue preguntándose cada mañana frente al espejo quién es y cuál es su lugar en el mundo?
–Nunca me he preguntado quién soy, porque siempre lo he sabido. Soy el hijo del telegrafista de Aracataca. Por cierto, ¿de dónde sacó eso?
–Lo leí en una crónica de Fernando Quiroz que cuenta las rutinas de Gabriel García Márquez.
–Nunca en mi vida he hecho frente al espejo algo distinto de lo que hacen las demás personas. Lo que pasa es que Fernando tiene mucha imaginación y, por supuesto, derecho a usarla.
–Entre Relato de un náufrago y Noticia de un secuestro hay cuarenta años de distancia. ¿Cómo juzga el veterano escritor Gabriel García Márquez al reportero novato, feliz e indocumentado que recogió el testimonio de aquel sobreviviente?
–No entiendo.
–¿Piensa que el reportero novato que escribió Relato de un náufrago hubiera podido escribir Noticia de un secuestro?
–Sí, pero hubiera necesitado los tres años de dedicación absoluta que me tomó a mí Noticia de un secuestro. Relato de un náufrago se escribió en los mismos catorce días que duró el naufragio. Entrevistaba al náufrago por la mañana y durante el resto del día escribía artículos y editoriales. Tenía una presión bárbara. En Noticia de un secuestro tuve todo el tiempo del mundo para investigar y verificar los datos. Mi amigo Antonio Caballero dice que el libro es un reportaje en todo, excepto en una cosa: la falta de presión del cierre que define al reportaje como género. Si tuviera que escribir hoy Relato de un náufrago, lo escribiría igual. Y creo también que, si aquel joven que lo escribió hubiera tenido tiempo y dinero, habría podido escribir Noticia de un secuestro.
–Pero aquel periodista sin la fama y el prestigio de los que goza usted hoy en día no hubiera podido acceder al poder de la misma forma que usted lo hizo.
–No creas. Los periodistas siempre han tenido el poder de llegar al poder. Es cierto que antes era más fácil que hoy en día hablar con un presidente. Pero claro, muchos de los presidentes con los que tengo que hablar son menores que yo. Y eso sin duda me da una ventaja a la hora de llegar a ellos.
–¿Cuál es la frontera que separa al periodismo de la literatura?
–La realidad es el límite. La literatura es, para usar una expresión de nuestra época, la realidad virtual. Pero hay que ser verosímil en los dos campos. La diferencia es que en el periodismo, además, hay que ser fiel a los hechos.
–Le hago esa pregunta porque hay un texto suyo que aparece en un libro como crónica y en otro como cuento.
–¿Qué texto?
–Se llama “Cuento de horror para la noche vieja” y relata su visita y la de su familia a un castillo de Miguel Otero Silva, ubicado en la Toscana. El castillo estaba habitado por fantasmas. Si mal no recuerdo, usted contaba que había dormido en una habitación de la planta baja pero a la mañana siguiente se despertó con su esposa en el segundo piso y en la misma cama donde el antiguo dueño del castillo había matado a su amante. Ese relato aparece como cuento en Doce cuentos peregrinos y como crónica en Notas de prensa: 1980-1984.
–¡Ah, pero eso no es periodismo! Son notas de prensa... y no sólo esa historia, sino todo el libro está lleno de fantasmas. Además, voy a confesarle algo, todo lo que cuento allí ocurrió en verdad. Es una lástima que Miguel Otero Silva no esté aquí para verificarlo.
–Por cierto, ¿qué está escribiendo actualmente?
–Estoy escribiendo tres historias cortas. Bueno, no tan cortas: de unas 200 páginas cada una. Son historias que quería escribir antes de Noticia de un secuestro. Estaban en la cola, pero sólo ahora he podido entrarles de frente. Pero no se preocupe por escribir esto: no es una primicia. Ya ha sido publicado en todo el mundo y en todos los idiomas.
–¿De qué tratan?
–Son historias de amor entre personas con grandes diferencias de edad.
–¿Una mujer muy joven con un hombre muy viejo?
–Una mujer mayor con un hombre joven.
–¿Podría contar algo más?
–No puedo porque se me empavan.
–¿No es cierto que una de esas historias es el relato de una mujer que todos los años va a una isla a visitar en un cementerio los restos de su madre, y que en esos viajes le es infiel a su marido con un hombre distinto cada vez?
–¡Cómo supo eso!
–Usted mismo lo contó ante una audiencia de estudiantes en la Universidad de Georgetown, en Washington.
–Ah, sí... Pero lo que conté no tiene nada que ver con el resultado final de la historia. En realidad, conté una cosa distinta de la que estoy escribiendo. Esa es una técnica que tengo para probar las historias, que me permite ver las reacciones de la gente: saber qué están pensando, cómo sienten un argumento, si lo que les cuento los hipnotiza.
–¿Escribe doble, entonces?
–Alvaro Mutis, quien siempre lee primero que nadie lo que escribo, a veces me dice, cuando le llevo la versión final de un texto: “Ah, pero tú sí que eres cabrón; esto no fue lo que me contaste”.
–Hay una película que trata de dos amantes que se reúnen una vez al año en una isla, secretamente, para amarse. Los amantes son Jack Lemmon y Shirley Mac Laine, la película se llama El año que viene a la misma hora.
–Los actores son Alan Alda y Ellen Burstyn y no hay ninguna isla. Como ve, conozco la película. Pero en estos tiempos sabemos que no es la originalidad lo importante, sino la manera de contar la historia. Antígona y Prometeo... Cada siglo se vuelven a escribir los grandes mitos de la antigüedad griega porque son historias inmortales.
–Vuelvo a la primera pregunta de este reportaje: a dos años del siglo XXI, ¿cómo ve la situación de América latina?
–Lo único que me interesa es que Latinoamérica vaya adelante y no para atrás. Estamos en busca de la felicidad. Pero por favor no me pongas a hacer teoría política porque hace tiempo que nadie cree en ella, y en estos días nadie sabe qué se debe y qué no se debe hacer. La única certeza es que los latinoamericanos estamos en busca de la sociedad feliz.
–Una pregunta más. ¿A qué se debe que los escritores, pese a todas las debacles, sigan conservando el prestigio y autoridad que los políticos y los otros líderes de la sociedad han perdido?
–Un buen escritor, un buen artista, logra perpetuarse cuando se identifica plenamente con determinada realidad, cuando es un personaje de su lugar y su tiempo...
–“Yo soy yo y mi circunstancia”, como decía Ortega y Gasset...
–Eso lo dice usted, no yo. Usted está interpretando lo que yo digo. Yo no citaría ese ejemplo.
–¿A quién citaría?
–A Dante, Cervantes y Juan Rulfo. Me están esperando arriba desde hace rato –dijo García Márquez mirando el reloj por última vez.
–Una pregunta más.
–Hace una pregunta me dijiste “una pregunta más”, y con ésta son dos. Recuerda: lo más difícil de una entrevista no es saber por dónde empezarla sino dónde terminarla.
–¿Cómo se ve a sí mismo en este momento?
–Más simpático y más guapo que nunca.
Parecía un final jocoso, pero tenía a la vez algo solemne. Los dos personajes se levantaron de sus asientos y se estrecharon las manos en señal de despedida. Eran las 4 y 40 de la tarde: los quince minutos establecidos se habían multiplicado por tres. Un poco confundido, el periodista novato volvió a su asiento para poner las cosas en su sitio, mientras García Márquez permanecía infinitos segundos de pie con las manos en los bolsillos de su saco de cachemira negro, como esperando un ascensor invisible. No se miraban, aunque tampoco se decidían a moverse. Por fin, García Márquez volvió a extender la mano:
–Ahora sí me tengo que ir.
–Nos volveremos a ver.
–Bueno, pero no hoy, ¿verdad?
*Boris Muñoz es periodista e investigador venezolano.
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