Martes, 12 de agosto de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO En la orilla, tantos años después, demasiado tarde, Rodríguez decodifica el placer de la playa. La playa que hasta ahora nunca le gustó y que, en su infancia, le daba ganas de irse apenas llegado, con el castillo construido para ser arrasado por la marea y no para durar, con la comida crujiendo de arena entre los dientes, con la piel ardiendo y cubierta de cremas. Ahora, Rodríguez descansa no en paz pero sí en tregua: los ojos cerrados, el rumor del mar y el rumor del mal (de toda esa gente a la que no conoce y que, para colmo, anda por ahí semidesnuda), el sol que calienta y no su cuerpo sino su cerebro vibrando no cerca de él sino dentro suyo. Y le informa que, por fin, lo ha entendido: la playa es ese sitio que recién se aprecia cuando ya no se quiere hacer nada y cuando es mejor no pensar en todo lo que queda por hacer y ya no se hará. En la playa se yace vivo pero como en un cementerio, piensa Rodríguez, mientras su hijo juega con la arena a enterrarlo en la arena...
DOS ...de la terminal playa en la que comienzan sus vacaciones. Una playa que queda a pocos kilómetros de Barcelona pero que luce y suena como invadida por filibusteros ingleses en llamas y en alcoholes. Playa que permite el ir y volver en el día, porque ya no queda kilometraje en el auto ni combustible en el cuenta-euros del banco para arriesgarse a largas travesías. Allí, Rodríguez, mientras es enterrado, deja volar sus pensamientos rumbo al inframundo mental donde todo está en los huesos, donde todos son huesos.
Primero y antes que nada los huesos de ese súbito cadáver político que es Jordi Pujol. Presidente de la Generalitat por 23 años, padre de la patria catalana, auto-ejemplo de moral intachable y ética inmaculada, faro sobre los acantilados donde todos naufragaban, profeta de la autonomía y de la autodeterminación y de la nación propia, Pujol –Yoda que resultó ser Gollum, acorralado por Hacienda– despachó confesión en cuanto a dineros escondidos en Andorra provenientes de supuesta herencia paterna que, en más de treinta años, “lamentablemente no se encontró nunca el momento adecuado para regularizar”. La revelación provocó en la hermana de Pujol una de las frases del año: “¿Pero de qué herencia hablas, Jordi?”. Y, claro, parece que estos milloncejos son apenas la punta de un iceberg de miles de millones repartidos por los siete mares y de una estructura familiar experta en esto de no encontrar el momento adecuado. En resumen, piensa Rodríguez, que los Pujol hacen que los Corleone parezcan los Von Trapp. Aunque, todo parece indicarlo, todos y cada uno de ellos, por turno y despidiéndose antes de irse para siempre a la camita, van a tener que empezar a cantar al regreso de las vacaciones. Por el momento, Pujol se pasea y ha sido despojado de todos los honores por los suyos que se muestran preocupados por el efecto que tendrá todo esto en un posible referéndum separatista y que se dicen sorprendidos y conmovidos (cuando lo de la mordida del 3 por ciento era desde hace décadas una leyenda urbana de lo más creíble), y es arrojado de los paraísos fiscales a un infierno judicial del que ya no le quedarán años de vida para salir. Mientras tanto, por supuesto, desde el gobierno central, Rajoy no deja de repetir que él (con la ayuda de millones de españoles cuyos huesos se blanquean a lo largo del camino) ha desenterrado a España. Y todo va bien y tierra a la vista y al abordaje siempre pero, aquí y allá y en todas partes (en todas partes se cuecen huesos) reyes corsarios y damas bucaneras. Todos en esos barcos con huesos y calaveras en sus banderas y albatros y buitres circulando los mástiles y las cubiertas recubiertas por la carroña de tantos años de navegar a la deriva sobre un mar sin fondo ni fondos, cantando y haciendo la que se les canta. Porque –yo-ho-ho y una botella de ron– todos son piratas.
TRES Y Rodríguez se trajo La isla del tesoro. ¿Por qué? La idea era que su hijo empezara a leerlo (su hijo está muy ocupado luchando contra los esqueletos cúbicos de Minecraft) pero acabó releyéndolo él. Qué bueno que es, qué bueno que era, qué bueno que siempre será. Y Rodríguez se pasó la pasada primavera viendo la primera temporada de Black Sails, serie de tv/precuela de la novela de Stevenson, reordenamiento del mito luego del feliz mamarrachismo cortesía de Johnny Depp y opción más comprensible a la para él cada vez más difícil de decodificar Juego de tronos. En el Caribe de Black Sails –como en el Westeros de George R. R. Martin– hay mucho hueso y carne y culos y tetas y sables desenvainados y sexos mojados. Pero hay algo más: la celebración del galante y engaleonado caballero de fortuna sin tierra firme ni nacionalidad, pero tanto más ético y justiciero que sus mareadores descendientes a bordo de botes de goma tan fáciles de pinchar y desinflar. Esos que ahora acuden a Wall Street para señalar índices y llenar sus respectivas Bolsas y viva la patria, la patria chica, tan chica que sólo entran y caben ellos y los suyos. Ese sitio que en lugar de La Tortuga debería llamarse La Liebre, porque ahí son todos muy rapiditos para mandarse sus mandados. Pero Rodríguez prefiere no pensar en eso, en ésos. Rodríguez, fiel y perruno y mejor amigo de sí mismo, prefiere –la arena ya lo cubre hasta la cintura– pensar en otros huesos. Huesos limpios y nobles calaveras a besar y por las que brindar con ron en la taberna Black Dog.
CUATRO “Puedo contar todos mis huesos”, se afirma en uno de los Salmos. Y Rodríguez cuenta los suyos como otros cuentan ovejas, medio dormido y enarenado hasta el cuello. A contar, a morder, a saber... Los limpios huesos de guerras sucias. Los huesos de Federico García Lorca y los huesos de Miguel de Cervantes Saavedra en los suelos de un convento madrileño (y Rodríguez se acuerda de esa viñeta del mexicano José Guadalupe Posada en la que un Quijote esquelético cabalga hacia los molinos de sus pensamientos). Y los huesos perdidos de la asesinada Marta del Castillo y los huesos encontrados de los hijitos asesinados por José Bretón que ahora se devuelven a su madre luego de años de exhibirse como evidencia de lo insoportable en tribunales. Y Rodríguez se acuerda de los nuevos antiquísimos huesos neandertales recién excavados en la Sima de los Huesos de Atapuerca, Burgos, y de ahí hay un salto hasta Jasón luchando contra los esqueletos, a los esqueletos danzantes de aquella Silly Simphony de Walt Disney, a los esqueletos alienígenas diseñados por el recientemente fallecido H. R. Giger y los restos de Ricardo III descubiertos en los bajos de un parking de Leicester y a los de la mexicana Laia de 12.000 años de edad. Y Rodríguez ya no puede respirar y descubre que está enterrado por completo y prematuro, como Ray Milland en aquella película en la que los sepultureros silbaban entre las tumbas. Pero todo entierro es prematuro para el enterrado y Rodríguez se siente, cubierto, tan expuesto. Y no es casual que huesudo rime con desnudo y que no se pueda estar más al desnudo que un esqueleto, ¿no?
En la toalla de al lado –amarilla y roja y a rayas– alguien, con acento muy catalán, habla de Jordi Pujol. “Le rompería todos los huesos”, dice.
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