Jueves, 26 de febrero de 2015 | Hoy
Por Noé Jitrik
Con voz pausada, como no queriendo dar mucha importancia a lo que va a contar para engañar fugazmente el tiempo que demora un viaje en auto a Rosario, Maximiliano Tomas, porque la conversación deriva, me cuenta un fragmento de la historia de su familia.
¿Quién no tiene una historia de familia? Sobre todo si su familia resulta de un largo proceso que, propio de este país, tiene en cuenta ese fenomenal hecho inmigratorio del que gran parte de los que andamos por ahí somos resultado y producto, con todo lo que eso significa de olvido y memoria. ¿Será necesario decir que ya numerosas novelas de escritores memoriosos las recuperan? Familias italianas, judías, españolas, alemanas, hasta francesas, sin contar la orgullosa narración de logros y dramas, son el alimento de muchísimos libros, algunos relevantes, otros simplemente evocativos y orgullosos de modestas estirpes.
Por supuesto, igualmente hay lugar, y qué lugar, para historias de familia que no son de esa fuente, pero eso no es lo que me desencadena la que escucho mirando los campos verdes y la ligera bruma que baila a lo lejos. Ahora me detengo en la imagen de un bisabuelo que Maximiliano evoca y que me suscita otras semejantes o conexas o, al menos, colocables en un sitio semejante. Su ancestro se llamaba Leo Moroder; era originario de un pueblo, Ortisei, situado en el Bolzano, norte de Italia, antes del final de la guerra del ’14, entre el Tirol austríaco y el Alto Adigio. Raro lugar, donde se habla italiano, alemán y ladino, ese viejo resto idiomático enclaustrado en ese remoto lugar y tal vez en alguna otra región tan perdida como ésa. El viejo Moroder, entonces el joven –tenía 20 años cuando desembarcó, poco después de terminada la guerra– traía en sus maletas un saber artesanal que, al parecer, sigue existiendo en ese pueblo: la escultura de santos en madera. Según su bisnieto, quedan obras de él en la Catedral de La Plata, donde se las encargaron casi de inmediato, apenas empezó a ubicarse en este mundo, tan diferente de su Tirol natal.
No fue el único en tener esa suerte, aunque no sé de qué modo la iglesia, que no era la de los Borgia, lo recompensó o lo gratificó; era trabajo, era su saber previo, y, por suerte, no debe haber penado como otros inmigrantes aunque queda por determinarse qué lo condujo a este país, no tan raro como el Bolzano pero, para un hablante de ladino, algo impenetrable, de entrada al menos. Otro que no se puede ignorar en parecida línea fue Augusto Ferrari, el reverenciado padre de León, que llegó por primera vez un poco antes, en 1914, pintor y arquitecto y autor de iglesias que la Iglesia le encargó y pudo ejecutar. Están ahí, se las puede ver, León se encargó, con amor filial, de recuperar su obra y mostrarla al mundo con un orgullo tan espléndido como fue su propia persona.
Y, de ahí, otras posibilidades como, ejemplarmente, la que les sirvió a los hermanos Taviani para mostrar cómo ese saber ancestral, heredado, de abuelos a nietos y de padre a hijos, podía integrarse a una cultura en crecimiento, Hollywood y la obra inicial de Griffith, que supo ver en los hermanos Bonnano un talento, lo llamo “saber”, que venía de lejos y que iluminaba una intención.
Inmigrantes, pues, que llegan a tierras extrañas acaso con una imagen del lugar en el que entran, o más bien penetran, pero sin duda con la cabeza llena de fuegos de artificio, de preguntas insidiosas. ¿Qué nos pasará?, se deben preguntar apenas desembarcan, ¿cómo podré vivir lejos de mis recuerdos?, ¿cómo me defenderé?
Debe haber habido unos cuantos inmigrantes de ese tipo, menos quizá que los millares o millones que bajaron de los barcos sin saberes especiales, a lo sumo campesinos, pata al suelo o, en el mejor de los casos, poseedores de humildes oficios, albañiles como los que poblaron de casas chorizos las ciudades argentinas; costureras, como mi madre o peluqueros como sus hermanos, o sin nada entre las manos, como mi padre, pero acaso en todos ellos una voluntad y una determinación que si no una felicidad pudieron descubrir un modo de vida que penetró en sus conciencias y dio formas un porvenir posible.
En el momento de la oleada inmigratoria, acaso porque muchos de ellos empezaron a pulular por la ciudad todavía colonial, tal vez con sus ropas traídas en baúles primitivos, tal vez porque ofrecían servicios poco prestigiosos, tal vez, más probablemente, porque traían ideas peligrosamente novedosas, anarquismo y socialismo, empezaron a ser mirados con desconfianza y rechazo, como si constituyeran una horda invasora, vociferantes en lenguas extrañas, a punto de instalarse en los sagrados recintos de la recién constituida aristocracia. En la serie de novelas que empezaron a escribirse en las últimas décadas del siglo XIX (Cambaceres, Martel, Argerich y muchos otros) el hálito rechazante es tan evidente que pareciera un llamado a una forma de xenofobia, en la que también había incurrido el propio Sarmiento, tan abierto al factor extranjero. Pero, para los patricios, el extranjero, sin arte ni parte, no era lo que habían esperado o creído y, por lo tanto, la decepción que producían esos humanos rarísimos se traducía en molestia, temor, incomprensión, rechazo, todo lo cual se concentra en una ley, llamada “de residencia”, la contracara legal de lo que había sido una política de puertas abiertas.
Pero lo que esos patricios no vieron eran las consecuencias de ese trabajo humilde y sacrificado, aunque aprovecharan de los talentos que los inmigrantes ponían en movimiento y que si se manifestó en las iglesias y los santos y otras expresiones de gran nivel, silenciosa y secretamente modificó la fisonomía del país. Un trabajo que, dialécticamente, daba lugar a creatividades impensadas en un horizonte rutinario, de pura acumulación de dinero; así, un chacarero que inventaba una cosechadora, un albañil que ponía en movimiento técnicas desconocidas y nuevas incluso para él, un sastre capaz de concebir y realizar modelos que previamente venían de Europa, un ebanista que inventaba muebles, un tipógrafo que modificaba la composición y así numerosas tentativas primero, iniciativas después, estructuras finalmente, expresiones todas de imaginar una vida o un sentimiento definido de “un vivir aquí”.
Sobre esta silenciosa gesta se ha escrito mucho; también acerca de lo que implicó esa intuición creadora en las generaciones que empezaron a sucederse y que fueron olvidando las penurias iniciales e integrándose a una sociedad nueva, llena de matices, cuya suma nos remite a un hoy que parece natural y sin historia. Es más, me atrevo a postular que esa embrionaria creatividad, de la que no dudo pues la verifico apenas escucho la historia familiar de algunos de esos descendientes, es el fundamento de lo que pomposamente se denomina “industria nacional”, con conflictos de clase incluidos, con contradicciones y avatares, con ingenio y con y sin inescrupulosidades, una historia tal vez escrita pero en la que los fundadores yacen en el olvido.
Volvemos a los comienzos, a las imágenes de hombres y mujeres que bajan de terceras clases atestadas y pasan por el Hotel de Inmigrantes y luego a los conventillos o a las colonias que brotan en los campos lejanos, y empiezan a hablar este idioma a los tropezones, para diversión criolla, no a los emigrantes de la posguerra, ni a los orientales que traen dinero, ni a los recientes africanos que venden bijoutería paraditos en las calles del centro, toda esa humanidad es otra cuestión, como la de bolivianos y peruanos que ofrecen un saber callado, de hortelanos o de domésticos. Me refiero a los primeros, a los que se les iba despertando la imaginación a medida que entendían necesidades elementales, buscaban satisfacerlas, acumulaban un poco de dinero y que después de poner un tallercito pasaban a la fábrica y de ahí a sus hijos ya formados e informados a quienes la memoria del pueblo lejano se les había perdido así como los dialectos originales e iban entendiendo eso que se llama capitalismo desde hace un par de siglos.
Me imagino que este esbozo, sugerido por una conversación casual, puede dar lugar a una constatación, la de una veloz constitución de una clase o subclase, que algunos llaman “burguesía nacional”, opuesta, si el adquirido poder económico lo permite, al avasallador capitalismo foráneo. Cosas se han visto, políticas se han implementado, equívocos se han instalado y difícilmente disipado. Sea cual fuere la interpretación que se haga de este concepto, lo que me importa imaginar es ese contraste, que tal vez Moroder y Ferrari no sintieron, entre un desembarco oscuro y lleno de incertidumbre y una creatividad que, forzando un poco las cosas, puede entenderse como el punto de partida de una sociedad que ya no es más la del puerto barroso sino que quiere tener un lugar orgulloso junto a otros países que no tuvieran esa suerte confusa ni ese, a fin de cuentas, único privilegio.
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