Jueves, 26 de febrero de 2015 | Hoy
Por Federico Falco
Hay cuentos que salen fácil. Son como un ovillo del cual uno tira un hilo y no tiene más que seguir tirando. La historia se va desenrollando sola, los personajes se presentan, las acciones se organizan, el hilo no se corta y de pronto uno tiene un cuento sobre la hoja, terminado y vivo.
Esos son los cuentos fáciles.... y después están los otros, los que son mayoría, los cuentos que dan pelea, que obligan a ir desenmarañándolos en medio de tinieblas, que no se muestran.
“El perro azul” es uno de esos cuentos, un cuento que dio trabajo.
Lo primero que apareció fueron los personajes y la frase del principio. Un matrimonio con miedo a morir por la noche. Y la cosa quedó allí. Sabía que era invierno, pero los personajes todavía no tenían nombres. Podía escucharlos hablar, podía escucharlos discutir, podía escuchar sus silencios cuando no querían hablar sobre algún tema. El problema era que no sabía muy bien qué pasaba con ellos, aunque sí sabía que no hablaban sobre eso.
Después apareció la casa. En general, cuando escribo necesito tener una casa en mente, saber dónde viven los personajes, qué tipo de muebles tienen, cuánta luz entra por las ventanas y cómo es la circulación entre los ambientes. En general, también, nada de eso queda en el cuento y la mayoría de las veces ni siquiera lo escribo, pero por alguna razón conocer a la perfección el lugar donde viven los personajes me ayuda a organizar las cosas, a ver por sus ojos, imaginar sus movimientos, sus modos de caminar, de tocar: si tienen casa, los personajes tienen cuerpo.
Casi siempre recurro a casas que conocí en algún momento de mi vida, casa de amigos, de padres de amigos, casas donde pasé unas vacaciones, casas de parientes lejanos, casas donde viví por un tiempo. En este cuento la casa se la tomé prestada a los padres de unos amigos de mi infancia. Hacía mucho tiempo, años enteros, que no la visitaba, pero podía recordarla a la perfección: para entrar nunca usábamos la puerta del frente, sino la del costado. El terreno era mucho más largo que ancho y la casa tenía varios patios. El primero embaldosado, con macetas. El segundo con una parra y un minitaller lleno de herramientas. En el tercero había césped, flores contra los tapiales y una huerta. En el fondo, detrás de un alambrado cubierto de siempreverdes, estaba el gallinero.
Lista la casa, aparecieron rutinas, movimientos, preocupaciones. Supongo que porque siempre me cayó simpática la gente que habla con los animales, en algún momento apareció la perra, que al principio era un perro.
Después todo se enredó. Como no sabía qué hacer con los personajes los metí a presión en una novela que estaba escribiendo. Pensé que encajaban y trabajé mucho tiempo en eso. Los obligué a hacer cosas que nunca hubieran hecho, los sumé a aventuras, los separé y los volví a unir. En la novela había varias historias que se interconectaban por una camada de perros azules –o a lo mejor en ese momento todavía eran de otro color– y ahí apareció el cachorro y en ese momento el perro de Juan Carlos y Nilda se volvió una perra. Como la perra era central en la novela, escribí una larga historia sobre ella y sobre cómo Nilda la había encontrado en la calle, etcétera, etcétera.
Por supuesto, fui el último en darme cuenta de que esa novela era un verdadero desastre. O me daba cuenta, pero prefería negarlo y reescribía y movía comas con la esperanza de salvarla. Hasta que por fin la novela fue a parar al tacho de la basura y con ella Juan Carlos y Nilda y la perra y la camada entera de cachorros azules. Para entonces yo ya los odiaba profundamente, así que desaparecieron de mi vida por bastante tiempo.
Lo que volvió a aparecer, dos o tres años más tarde, fue la casa. O mejor dicho, los dueños de la casa. Me los encontré un día, de casualidad, y me contaron de sus hijos, a los que yo casi no había vuelto a ver desde la adolescencia, y me contaron de sus nietos, y me contaron que la casa había cambiado, uno de sus hijos había construido en la planta alta y vivía allí con su familia, en el patio ahora tenían una pileta, ya no había más gallinero ni huerta. Fue una alegría encontrármelos. Y al mismo tiempo, en la parte más profunda y desagradable de mi conciencia, a medida que los escuchaba, sentía que todo lo que me contaban en relación con la casa me ofendía profundamente.
Seguimos charlando un rato más y después me despedí de ellos y no tardé ni cinco minutos en darme cuenta de que lo que me había hecho ruido era mi sentido de la propiedad herido. ¿Cómo pudieron atreverse a alterar “mi” casa –la casa donde yo había pasado tantas horas, tanto tiempo acompañando a mis personajes– sin siquiera haberme avisado, sin pedirme el más mínimo permiso?
Fue entonces que recordé a Nilda y Juan Carlos, y a su perra y a su cachorro azul y a la casa en que los había hecho vivir y a todas sus rutinas y todo lo que había escrito sobre ellos, sobre sus vidas y sus problemas y todo eso que después había tirado a la papelera.
Un par de días más tarde revolví en mi disco rígido hasta encontrar las primeras versiones del cuento. La frase inicial, casi el primer párrafo entero, necesitaban una buena pulida, pero servían. Deseché el resto y a partir de ese primer párrafo empecé de nuevo.
Escribí el cuento en un par de días y salió fácil, se organizó solo, como tirando de un hilo, hasta llegar al final, sin ningún tropiezo.
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