Jueves, 26 de febrero de 2015 | Hoy
PSICOLOGíA › GéNEROS Y DIVERSIDADES EN LA SOCIEDAD ACTUAL
“¿Por qué es más importante con quién me acuesto que qué carrera estudio?”, pregunta un joven de la generación de los que –según la autora de este trabajo– “rechazan la idea de construir identidad sexual, rechazan hacer del rasgo totalidad identitaria y suelen ver, en esa totalización, totalitarismo”.
Por Ana María Fernández *
La variedad de modalidades en las conexiones amorosas –entre personas de distinto o del mismo sexo–, la diversidad en las elecciones de partenaires eróticos, las diferencias en las modalidades de establecer vínculos, las múltiples identidades sexuales y de género, las intervenciones quirúrgicas de “adecuación del sexo al género”, las rápidas disoluciones de conyugalidades, las luchas por el matrimonio igualitario y la Ley de Identidad de Género, las transformaciones en los posicionamientos respecto de las maternidades y paternidades, el avance de las tecnologías reproductivas, el preocupante incremento de la violencia de género y los femicidios, los significativos cambios en los hábitos de crianza de hijas e hijos en la actualidad, son algunos rápidos ejemplos de un cuadro de situación que nos sorprende una y otra vez en la vertiginosidad de sus mutaciones.
Estas prácticas sociales han ido más rápido que las teorías: ponen en interrogación los conocimientos que las ciencias humanas, sociales, médicas, la psicología y el psicoanálisis habían construido dentro de los paradigmas binaristas modernos. Estos modos de subjetivación-objetivación que se despliegan en las vidas cotidianas instituyen un fuerte desafío a las investigaciones y también a los abordajes clínicos. Se hace necesario construir e implementar categorías conceptuales y metodológicas que puedan captar las lógicas de la diversidad en las que se despliegan estos modos de subjetivación contemporáneos.
Así por ejemplo, a causa de la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo en la Argentina, en los debates en los foros públicos se presentaron opiniones y posicionamientos ideológicos y religiosos tan precarios y desinformados que nos alertaron sobre la perentoriedad de producir y divulgar conocimientos que permitan pensar más allá del prejuicio o la mera opinión. La complejidad y la diversidad de elecciones de objeto amoroso y/o sexual han vuelto reductivo el distinguir sólo dos opciones sexuales. Hoy muchas y muchos jóvenes no fijan una opción sexual y se resisten a ser nominados con una identidad única. Comparten espacios con jóvenes que mantienen clásicas identificaciones sexuales, como “heterosexualidad”, “homosexualidad” y “bisexualidad”. En esta línea, tanto las organizaciones militantes que luchan por la igualdad de derechos de las llamadas minorías sexuales como los estudios queer y los movimientos LGTTBI han objetado los modos en que la academia ha nominado sus prácticas eróticas y las significaciones que les son específicas. Sus contribuciones han puesto en evidencia las dimensiones políticas de esas diversidades y la importancia también política que adquieren los modos de nominar (J. Butler, Cuerpos que importan, Buenos Aires, Paidós, 2002; también L. Berkins, “Anatomía del cuerpo travesti”, MU. El periódico de Lavaca, Buenos Aires, 2008). Resulta imprescindible tomar en cuenta los importantes aportes que estos espacios colectivos han realizado en los últimos años. Es necesario indagar desde qué lógicas de la diversidad resisten las definiciones identitarias clásicas.
¿Qué parece haber estallado con la visibilización de las llamadas diversidades sexuales? Entre otras cosas, se desnaturaliza el orden sexual moderno y sus modalidades específicas de producción de identidades sexuales. Pensar la sexualidad en clave identitaria ha configurado un particular ordenamiento por el cual las prácticas sexuales otorgan identidad. Así, según el sexo del partenaire, se dice que alguien es “heterosexual” o que es “homosexual”. Esta operatoria define la identidad por el rasgo: toma un rasgo, en este caso el tipo de elección de partenaire sexual, como totalidad que define y otorga identidad, operando entonces en el orden del ser.
Esta modalidad de construcción de las sexualidades en clave identitaria se denomina binaria porque fija sólo dos términos (hombre-mujer; heterosexual-homosexual). Es atributiva, porque atribuye determinadas características y no otras a las personas que portan tal identidad. Pero también es jerárquica, porque ha posicionado las opciones sexuales no heterosexuales como “la diferencia”. Este modo, propio de la modernidad, de pensar la diferencia como negativo de lo idéntico, en el mismo movimiento que distingue la diferencia instituye la desigualdad social y política de tales diferentes. Produce y naturaliza un ordenamiento jerárquico que establece la diferencia como negativo de lo idéntico y que sitúa a las y los diferentes como inferiores, peligrosos o enfermos, es decir, como anomalía. En escritos anteriores (“Hacia los estudios transdisciplinarios de la subjetividad”, Revista de Investigaciones en Psicología, Facultad de Psicología, UBA) he denominado a estas configuraciones “diferencias desigualadas”. Esta lógica binaria diferencia desigualando a los varones de las mujeres, a los “heterosexuales” de los “homosexuales”, a la etnia blanca europea del resto de las etnias, etcétera.
Sexualidad, heterosexualidad, homosexualidad, bisexualidad, así entendidos, configuraron el dispositivo de la sexualidad moderna, que “ordenó” los imaginarios sociales y las prácticas eróticas, amorosas, conyugales y parentales. También estableció los principios de ordenamiento de sus saberes científico-conceptuales, sus taxonomías, abordajes e intervenciones profesionales, valoraciones morales y estéticas.
Tal ordenamiento configuró una fuerte amalgama entre sexo biológico –hombre o mujer–, géneros masculino y femenino y sus atribuciones correspondientes, deseo heterosexual –activo para los varones, pasivo para las mujeres– y prácticas eróticas específicas de acuerdo con estas distinciones. En la medida en que se combinaran debidamente sexo biológico, deseo, género y prácticas eróticas y amatorias en una identidad sexual masculina o femenina, el orden sexual estaba asegurado. La contracara –psiquiatrizada-psicopatologizada, anómala y desigualada socialmente, pero reconocida como existente– fue la configuración de identidades “homosexuales”: en el caso de los varones, se remedará a una mujer, el homosexual afeminado, y en el caso de las mujeres homosexuales se configurarán chicas varoniles. Mientras esto fuera así, nada amenazaba la lógica identitaria, binaria y jerárquica, y el orden sexual concomitante se producía y reproducía con los correspondientes circuitos de inclusión-exclusión, legalidad-clandestinidad.
Ahora bien, travestis, transexuales, transgéneros, intersexos, etcétera, así como las transformaciones de las modalidades eróticas y estéticas de los existenciarios “homosexuales” y “heterosexuales” actuales, están desbordando los estereotipos modernos de la sexualidad. Han entrado en acelerada mutación desde sus demarcaciones de lo íntimo o lo privado hasta las estéticas de la seducción. El desacople de sexo biológico, deseo, género, prácticas eróticas y amatorias, con independencia de las opiniones que generen, abre interrogación, cuando no interpelación, a muchas de las conceptualizaciones con las que las psicologías y los psicoanálisis han abordado estas cuestiones.
En el plano de las prácticas sexuales encontramos hoy, particularmente en las muchachas más jóvenes, un gusto en ubicar un modo más activo en la “conquista” del partenaire, disfrutar de varones objeto de deseo y cada vez con mayor frecuencia realizar experiencias amorosas y/o eróticas con otras mujeres; son experiencias que alternan con relaciones con varones, sin que estas prácticas las interroguen sobre su identidad sexual ni consideren que pueden ser ubicadas en un universo lesbiano.
En un mismo sentido pueden encontrarse transformaciones en el mundo masculino joven en relación con sus prácticas sexuales. El mundo gay opera múltiples transformaciones. El afeminado “moderno” va dando paso a un estilo homosexual viril, de gran cuidado estético por el propio cuerpo y en el que parecería difícil encontrar rasgos “homosexuales” de generaciones anteriores. A los más jóvenes les resulta inimaginable que sus prácticas sexuales pudieran tener que circunscribirse a la clandestinidad, suelen informar tempranamente a sus familias, se asombran ante el frecuente desasosiego de sus padres y comienzan a plantear que no se interesan en circular por los ámbitos de militancia o de diversión gay, les resultan guetos, y si bien su vida sexual o amorosa se despliega entre hombres, suelen rechazar que se los denomine homosexuales.
¿Qué rechazan? Rechazan el propio acto de realizar nomenclaturas. Dicen que se sienten cómodos con su sexualidad, que parece no estar atravesada por culpas y desgarros de las generaciones anteriores. Al decir de un analizante: “¿Por qué voy a aceptar que me definan por una característica más entre tantas de mi persona? ¿Por qué es más importante con quién me acuesto que qué carrera estudio?”. Rechazan la idea de construir identidad sexual, rechazan hacer del rasgo totalidad identitaria y suelen ver, en esa totalización, totalitarismo.
Estos modos de subjetivación coexisten con aquellos de los militantes del orgullo gay y con las vidas clandestinas más sufrientes, pero puede decirse que ha comenzado, en muy distintas esferas, un rechazo a las capturas identitarias en las que, como ya he planteado, en el mismo movimiento en que se distingue “la diferencia” se instituye la desigualación. Rechazan constituir diferencia o, mejor dicho, rechazan hacer de la diferencia referencia identitaria. Sin duda que esto es posible porque las generaciones anteriores la constituyeron y, contra la discriminación, dieron importantes batallas legales, políticas y subjetivas que produjeron orgullo y afirmación de sí, permitieron algunas salidas de la clandestinidad y, en algunos ámbitos, tolerancia y respeto.
La categoría política de la diferencia sexual estalla si sumamos el incremento y la visibilización de travestis, transexuales y transgéneros o por ejemplo, en los ámbitos lésbicos, la discusión entre lesbianas que se denominan mujeres lésbicas y otras que se consideran lésbicas pero no mujeres.
Estaríamos en presencia del paso de la diferencia a las diversidades sexuales. Este tránsito no es un mero cambio de palabras; implica la construcción de categorías filosóficas y políticas que puedan dar cuenta de estas transformaciones.
En síntesis, lo que hoy queda fuertemente interpelado es el disciplinamiento de dos sexos, y la categoría misma de “la” diferencia sexual. La lógica –identitaria, binaria, jerárquica– que estableció el paradigma de la sexualidad junto a “la” diferencia como anomalía enferma y peligrosa parece desarticulada, desencajada, dislocada, desquiciada, con el paso de la sexualidad a las sexualidades, con el paso de la diferencia a las diversidades.
* Profesora en la Facultad de Psicología de la UBA. Texto extractado del libro La diferencia desquiciada. Géneros y diversidades sexuales, de reciente aparición (ed. Biblos).
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