Martes, 2 de junio de 2015 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO “¿Solita?”, le decían los hombres –con voz de papel atrapamoscas y silbidos más potentes que los de una real final Barça-Bilbao– a las chicas de ese Buenos Aires que Rodríguez visitó durante su adolescencia. “¿Solito?”, le decía a Rodríguez su prima, la ahogada y fantasmal Mirta, en broma y con voz de “mosquita muerta”. Y Rodríguez, picado y casi salido de sí mismo, no sabía dónde meterse. Y ahora, ahí metido, introspectivo, de nuevo en el baño, se acuerda de todo aquello y de toda aquella a la que nunca olvidó ni olvidará. Solito y a solas. A las tres de la mañana. En su aquí y no en su allá. En su lugar exacto y en su sitio injusto donde sostiene una sopapa como si fuese un cetro y en lugar de contar los corderos de su insomnio cuenta las moscas de su desvelo.
Las moscas que –lo supo hace poco, contrario a lo que se piensa– no viven apenas 24 horas, sino entre 15 y 25 días. Las moscas cuya habilidad para esquivar el manotazo no es un simple e instintivo reflejo automático sino que –según investigaciones que se han interesado en “los orígenes evolutivos del miedo”– se asustan por “el temor a los organismos superiores”. Una “actitud defensiva persistente” que las hace vivir constantemente alertas. Y que, al ser envueltas por una nube de spray venenoso, seguramente, las hace pensar una última palabra. Y esa palabra es “solita”. Es decir: llegamos solos y nos vamos a solas. Y entre un extremo y otro nos las pasamos zumbando. Como solistas y solitas mosquitas soñando con que una mañana se despiertan y descubren, extáticas, que se han metamorfoseado en casi invulnerables cucarachas.
DOS Y no: Gregor Samsa nunca fue cucaracha. Fue un escarabajo cuya variedad exacta fue identificada por el obsesivo de los insectos Vladimir Nabokov para sus clases de literatura en la Cornell University antes de ser liberado cortesía de una mariposeante nínfula de nombre Lolita. Un escarabajo –se enteró también Rodríguez, no hace mucho– como esos utilizados, a lo largo de más de una década, para otro experimento, determinando que... No comprende muy bien... Algo en cuanto a que “el sexo es beneficioso para la salud genética de la especie”. Y que “la competitividad entre los machos por aparearse y la elección de las hembras protege frente a las extinciones”. Y que, inconscientemente, se cuida más de las hijas, porque es de ellas de quien depende la producción de las crías. Y que no se sabe cómo es posible que a esta altura del asunto no hayan desaparecido los hombres y todo se reduzca a mujeres capaces de autofertilizarse y reproducirse asexualmente y... La explicación parece ser que en la variedad –en el uno más una, en la práctica constante del 1-2– está la respuesta para eliminar taras genéticas y defectos milenarios. Y todo con escarabajos. Rodríguez no entiende. Pero algo le queda claro: las cosas a solas acaban generando degeneración y corrupción y FIFA. Tal vez, claro, es que no hace tanto que fueron las últimas (pero no las últimas) elecciones de este 2015. Y Rodríguez está muy sensibilizado al respecto. Ya se sabe: “Una fiesta de la democracia” donde se elige y se aparea, sí. Se introduce la voluntad del pueblo por una ranura para que después los vencedores hagan lo que se les venga en gana y jodan a diestra y siniestra, desde la derecha y desde la izquierda. Pero ahora no es tan sencillo: a pactar que se acaba el mundo, que volverá a acabarse en las autonómicas y catalanas de septiembre, y en las elecciones generales antes de fin de año. Como bien puntualizó un Rajoy en campaña y con otro de sus extraños dichos: “Los españoles son muy españoles y mucho españoles”. Lo que tal vez equivalga –una vez decodificado– a un “Estos, después de cuarenta años de Franco, aguantan todo. Incluso a mí.” Entonces –Rodríguez ya estuvo tantas veces allí– sólo queda hundir la cabeza en el suelo. Pero, ah, otro mito que se le ha venido abajo: ayer su hijo le informó que no es que los avestruces escondan la cabeza bajo tierra sino que, apenas, la bajan a ras del suelo. Después su hijo le preguntó si sabía lo que era el plumbking. Rodríguez le respondió que no. Su hijo le informó entonces que era meter la cabeza en el inodoro. Y que te tomen una foto. Y subirla a internet. A Facebook o a Twitter. Como lo del junkie en Trainspotting, como el livin’ la vida Jackass, como el balconing: otra forma de autodestrucción; pero online. Y Rodríguez –pensando en que la hiper-conectividad y la maxi-comunicación ha resultado en la mega-estupidez– se dijo que exactamente así se siente ahora, solito, en el baño: se siente como la mierda.
TRES Ah, luego de milenios de cambios físicos y siglos de avanzada tecnológica se llega a esto: a una fotito cabeza abajo en un inodoro. A una pose guantanamera. A unas ganas reprochables pero indisimulables de poner a otros ahí. A todos los que hace dos domingos han descubierto que ya no están solitos entre ellos y que se ven obligados a estar acompañaditos por otros. Ingobernantes y asustados. Como moscas. Como escarabajos que arrastran bolas de estiércol. Como avestruces degollados. Súbitamente perdidos en el espacio y fuera de su terreno. Y, de nuevo, la mente de Rodríguez asciende y supera la órbita de la Luna que –Rodríguez se siente tan Ripley a estas horas– contrario a lo que se cree no tiene lado oscuro y desde la que no se ve la Muralla China. Y el otro día leyó una entrevista a un tal Seth Shostak, director de un organismo latiendo en el corazón de Silicon Valley llamado SETI, siglas de Search for Extra-Terrestrial Intelligence. De nuevo: ¿hay alguien ahí? Cuando a Shostak le preguntan a qué se dedica contesta “Arreglo coches”. Es menos complicado, despierta menos suspicacias, enarca menos cejas, arranca menos sonrisitas, se justifica. El SETI empezó a buscar en 1990, fue cancelado apenas un par de años después por un recorte presupuestario gubernamental, para luego ser rescatado por varias de las más poderosas mentes de la industria informática. Ahí, Shostak y los suyos, con las antenas paradas, escuchando. Ellos están seguros que –teniendo en cuenta los avances tecnológicos– en los próximos veinte años se oirá... algo. Un día, están seguros, llegará esa señal. ¿Será un zumbido, un rumor de tenazas, un líquido centrifugar de inodoro cósmico? ¿Qué pasará entonces? ¿Florecerá el defensivo temor a los organismos superiores? “Será noticia por unos cinco días; y luego cada uno volverá a lo suyo”, comentó Shostak antes de, mejor, seguir hablando de automóviles. Rodríguez no está tan seguro de que vaya a ser tan así. Algo, entonces, deberá cambiar. Siempre y cuando lo que se vaya a oír no sea algo así como “Los tralfamadoreanos somos muy tralfamadoreanos y mucho tralfamadoreanos; y cuando no tenemos nada mejor que hacer nos gusta meter la cabeza en los sitios donde cagamos”. Y después (su creador, en una novela titulada Matadero-Cinco, describe a los nativos de Tralfamadore como parecidos a “sopapas con una mano en lo más alto y, en su palma, un ojo verde”) susurrarnos un alienígena y pegajoso y pitado “¿Solitos?”
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