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Ningún pibe nace machista

 Por Claudia Fernández Chaparro *

El primer contacto que tuve con la violencia de género fue a los 11 años, cuando una amiga de mi madre que frecuentaba nuestra casa fue asesinada a manos de su ex marido. El la esperó a la salida del colegio de sus hijos, la tomó por detrás y le asestó varias puñaladas hasta matarla. Recuerdo particularmente la difusión de la noticia: “Crimen pasional”, titulaba el periódico. Este episodio fue en plena dictadura. Hablar de género y poder conectarlo con violencia era algo impensado para la época. Muchos años después, ya en democracia, estábamos reunidas con un grupo de amigas de edades similares y una contó un episodio de abuso intrafamiliar. Como si fuera un efecto dominó, una a una fuimos relatando hechos similares que nos tenían como protagonistas. Fue la tercera vez que tomé contacto con la violencia, la segunda no sabía de qué se trataba.

La violencia había atravesado nuestras vidas, algunas no sabíamos cómo ponerlo en palabras, cómo salir de la vergüenza de pensar que la habíamos provocado. Pero al ponerlo en palabras pudimos entender qué nos había pasado y en qué contexto de país y de sociedad se habían producido. Los diarios no hablaban del tema, en las familias era imposible denunciar o acusar a un pariente. Y cuando había respaldo, no había dónde hacerlo. En la televisión, las novelas y los programas de entretenimiento no nos dedicaban el mejor papel. Mientras, en los ’80, la novela Amo y señor iba en ascenso como los golpes que Alonso Miranda (Arnaldo André) le propinaba al personaje Victoria Escalante (Luisa Kulliok). El tema de violencia de género estaba bastante lejos de tratarse en ámbitos sociales, familiares, laborales o institucionales. La doctora Cecilia Giubileo había desaparecido en Open Door.

En los ’90 era asesinada María Soledad Morales. En la televisión, el Manosanta de Alberto Olmedo posaba sus manos sobre el cuerpo de La Bebota, personificada por Adriana Brodsky.

Ya en 2001, Francella hacía el sketch de “La Nena”. Durante ese año, Fabiana Gandiaga, que había llevado a su hijo al GEBA, se perdió en las instalaciones y fue violada y asesinada por dos obreros que estaban refaccionando el club.

Mientras las muertes de estas mujeres ocupaban kilómetros de papel y cientos de horas de televisión, a nadie se le ocurría plantear qué se estaba consumiendo en ese momento en la televisión argentina. Y aún no se discutía plenamente el tema de las violencias.

El asesinato de María Soledad Morales marcó un antes y un después en la vida política de Catamarca. Las marchas del silencio tuvieron tal contundencia que desentrañaron los vínculos y la impunidad del poder político. Si bien el gobierno de Saadi llegó a su fin, ese marco no dejó lugar para la discusión de fondo que era la violencia y el asesinato de género. María Soledad en ese momento también fue víctima de la violencia mediática. Y aún hoy su madre, Ada Morales sigue pidiendo justicia porque considera que los encubridores no fueron juzgados.

Puesto a la distancia, hoy no toleraríamos un programa de violencia explícita como el de Amo y señor, pero sí soportamos con un alto rating las cortaditas de pollera de Showmatch o consumimos los medios de comunicación que estigmatizan a las mujeres. La expectativa por la marcha #NiUnaMenos es alta, pero somos conscientes del discurso patriarcal que nos asiste, que está anidado, enraizado, que no hay manera de desterrarlo si no es con mucha y buena formación en perspectiva de género.

El futuro son los niños y las niñas. Hagamos lo imposible para educarlos en igualdad. Ayer en Facebook vi una frase: “Ningún pibe nace machista”.

Qué cierto.

✱ Especialista en infancia.

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