Martes, 3 de noviembre de 2015 | Hoy
Antonio Dal Masetto colaboró con Página/12 desde el lanzamiento del diario. Durante mucho tiempo realizó una contratapa semanal, después prefirió evitar la presión del compromiso, pero siguió enviando sus formidables minificciones sin obligación temporal. A fines de la semana pasada recibimos un mail con la que ocupa esta página. Nadie, ni él ni nosotros, imaginó que sería la última. Sirva entonces esta publicación como reconocimiento a su talento y dolorosa despedida.
Por Antonio Dal Masetto
Recibo la visita del licenciado Santoro. Acaba de terminar el borrador de una novela, su primer libro. Solicita que le dé una mano en la corrección final. Le digo que eso le costaría cierta cifra. Acepta, me adelanta cien dólares y convenimos en comenzar dentro de una semana. Ando escaso de fondos así que apenas se va me corro hasta la cueva de un fulano del barrio que conozco para convertir los dólares en pesos. El fulano me explica que no puede aceptar el billete porque alguien, con un resaltador, dibujó una aureola como de santo alrededor de la calva de Benjamín Franklin. Esto no lo invalida, pero ocurre que la gente se niega a recibir billetes con marcas. Me dice: “Con los nacionales no hay problema, corre cualquier cosa, pero tratándose de plata extranjera solamente te aceptan billetes impecables”. Entonces me acuerdo que le debo cien dólares al amigo Orlando, lo llamo y le entrego el billete con el San Franklin.
Y ahí se terminaría la historia si no ocurriese que tres días después me tocan timbre y aparece Charles Ontivier, un falso francés que se dedica a vender cuadros falsos, quien viene a pagarme una antiquísima deuda de cien dólares. Es un dinero que había dado por perdido y considero el acontecimiento como extraordinario, sobre todo conociéndolo a Charles. Así que me sorprendo más que mucho y la sorpresa aumenta cuando descubro que el billete con que me paga es el mismo que tres días antes le entregué al amigo Orlando, aquél con Franklin convertido en santo. Inmediatamente disco el número de Orlando y me entero que también él pagó una deuda con esos cien. Le explico lo sucedido y entre los dos nos lanzamos a rastrear el recorrido del billete. Al cabo de algunas horas y numerosos llamados telefónicos llegamos a la conclusión de que el billete pasó exactamente por las manos de doce personas, a cada una de las cuales le debían dólares y que a su vez debía dólares. El último pago le fue efectuado por un abogado de San Isidro a Charles Ontivier, saldando la venta en cuotas de un pequeño Quinquela (falso, según confesión del propio Charles).
De vuelta en mi casa, mientras medito sobre la sorprendente calesita del San Franklin, recibo un llamado del licenciado Santoro quien me dice que anda cerca y necesita verme. Aparece unos minutos después, me informa que lamentablemente debe suspender el proyecto de la corrección del libro, me expone una serie de razones que harían lagrimear el corazón de una piedra y me pide que por favor le devuelva los cien dólares. Meto la mano en el bolsillo y le entrego el billete. El licenciado Santoro me asegura que soy un caballero y se retira.
Quedo nuevamente solo y pienso largamente en esos cien dólares que llegaron y se fueron como una mágica alfombra voladora, que casi no existieron, pero gracias a los cuales doce personas cobraron lo que se les adeudaba o parte de ello, pagaron sus propias deudas o parte de ellas, quedaron en paz con sus almas y recuperaron o conservaron amistades y confianzas. Me devano los sesos con este enigma. Y hay algo más. En esta extensa operación el movimiento no fue en realidad de cien dólares, sino de mil doscientos (lo abonado por los doce deudores). O de dos mil cuatrocientos, si se le suma lo recibido por las mismas personas en su calidad de acreedores. Hice las cuentas lápiz en mano y confío en no haberme equivocado, aunque dudo, no soy bueno para los números. Ya oscureció y sigo reflexionando sobre lo mismo. A las especulaciones y al misterio se ha ido sumando una sensación molesta. Me pregunto: ¿En este ir y venir del billete de cien dólares, finalmente, no habré terminado perdiendo plata?
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