Domingo, 19 de junio de 2016 | Hoy
Por Horacio González
En Borges, dentro de su preciso pero caprichoso pensamiento, hay una distinción respecto a los dos planos de toda historia: una ocurriría en un ámbito criminal, otra en un ámbito escénico. Incendios de un lado, y fábulas del otro lado. Lo cierto es que si Borges quiso condenar la historia que le era contemporánea con esa disociación, en su obra no es así. La obra de Borges, salvo para los fetichistas borgeanos, consiste en un brusco borramiento de la separación entre crimen y fábula. Por eso, su obra conmueve y sus declaraciones públicas mueven a una risa complaciente y tolerante. Son sus ficciones las que interesan, pues tienen el signo de la “brusca sangre”. En ese sentido Borges puede ser considerado un escritor de la criminalidad. No alguien que se desplaza cómodamente por el género policial; eso lo hacen muchos y de alguna manera Borges también. Pero hay algo más, el gusto por la sangre, que debería intimidar, como intimida toda verdadera literatura que se vuelca hacia las pasiones malvadas con el propósito de amenazar al lector. Provocándolo con la sangre, el otro nombre del honor.
Los que festejan a Borges coleccionando sus dichos estrepitosos o burlones, inocentemente despreciativos, ingenuamente insolentes, lo abandonan en el celofán de unos ingenios de geometría literaria que nunca se explica muy bien porqué perturban. “Borges”, la palabra Borges, conviene ahora al idólatra oficial, inhibido de comprender lo que esa palabra suscita en cuanto a sus “variaciones en rojo”, para señalar cómo la sangre –es decir, la idea de que hay sangre en la fábula–, se conjuga con un no sé qué de Walsh. Por eso evocamos el nombre “borgeano” de aquellos cuentos walsheanos publicados en la antigua Colección Rastros.
Lo que perturba de Borges es la profunda criminalidad de su metafísica. Se trata de una pregunta por lo “demasiadamente humano” a través del vislumbre de la sangre. Allí hay una metafísica (que siempre es lo inexplicable, lo carente de nombre y persiste en atormentarnos) que lleva al deleite de la muerte como momento en que la verdad se desata. Es cierto que no siempre la muerte es violenta en Borges, como es notorio en el caso de Beatriz Viterbo que “murió una candente mañana de febrero después de una imperiosa agonía”. Ahí mismo en el Aleph, catálogo enloquecido de burlonas insensateces, el narrador ve “la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo”, y ve “la circulación de mi oscura sangre”. Parece evidente que Borges se siente aprisionado entre la ironía de ver los restos de quien conoció en vida y simultáneamente el interior de su propio cuerpo activo y vital. El tema de la sangre recurre en todas las páginas de Borges. No se priva de decir cosas muy llamativas del “yo” de “Hitler”, en la voz del oficial alemán del gran relato “Deutsches Requiem”. Ese “yo” ignoraba lo que sí sabían “su sangre y su voluntad”. La sangre es un órgano o una lavadura del conocimiento. A propósito, en la perspicaz y sobradora revista “Crisis” (nueva época) hay una nota sobre la última novela de Martín Kohan donde se derraman observaciones sobre las narraciones que toman la voz de los hombres abominables. Se juzga que esa práctica es un “disco rayado” de la literatura argentina. No es así, se debe leer mejor “Deutsches Requiem”.
La sangre, entonces, es una contraparte del yo de todo ser viviente (de los “ellos” o “mía”), y es además, inevitablemente, un hilo conductor más importante que la conciencia despierta para enhebrar la memoria histórica. En el afamado ensayo “El escritor argentino y la tradición”, Borges proclama que todos sentimos la historia argentina “porque por la cronología y la sangre está muy cerca de nosotros”. Luego afirma que “todo está en el tiempo y en la tradición familiar”. No habla de todos, habla de él, que puede exhibir o invocar una genealogía de espesura épica. La “sangre”, en este artículo, desmiente el motivo por el cual tantas veces se lo ha mencionado a este escrito como el mayor síntoma del universalismo cultural borgeano. Incluso, cuando habla de los irlandeses ilustres que innovaron la cultura inglesa y fueron descendientes de ingleses (Shaw, Swift), dice que les bastó “sentirse irlandeses sin tener sangre celta”. Es decir, la sangre es tan pegajosa que puede ser reemplazada por un sentimiento. Pero Borges, a diferencia de lo que creen los cronistas ardientes de su letra, juega con la indiferenciación entre sangre y sentimiento. No entenderlo así, disminuye la comprensión de Borges.
La expresión “efusión de brusca sangre” se encuentra varias veces en sus cuentos. La palabra efusión, por otra parte –él, que con su fino oído se burló de tantas palabras de moda, satirizando no un modo de hablar, sino que el mero hecho de que los otros hablen–, es una palabra reiterada en lo profundo de sus escritos, y tiene un confuso valor despreciativo. En “Emma Zunz”, el empresario Loewenthal suelta de sus “labios obscenos” una de esas efusiones. Es una “efusión de sangre”. Lo mismo ocurrirá con Fergus Kilpatrick, que es un nombre que actúa como bisagra. Un fileteado especular de dos funciones contrapuestas que hacen de su “yo” una simultaneidad irracionalmente binaria. Es el “traidor y el héroe”, con su figura meramente sintáctica que señala los guarismos dobles de su conciencia fija. Muere de un único disparo en su “doble pecho” y apenas pudo articular “palabras ya previstas entre dos efusiones de brusca sangre”. Asimismo, la india rubia de “Historia del guerrero y la cautiva”, para mostrar que hay un destino ya trazado hacia la barbarie, le muestra a la otra dama inglesa que ella ya no debe volver, y bajando rápidamente de su caballo, “bebió la sangre caliente” de una oveja recién degollada.
En “El fin”, una escena final sigue apabullándonos. Es la escena que ve Recabarren, el testigo, luego que el negro, en la doble incerteza de alterar la leyenda nacional y la dificultad del propio espectador ficticio para observarla, acierta con “una puñalada profunda que penetra en el vientre” de Fierro, un Martín Fierro imaginario, pero que queda inmóvil en el suelo. El negro “limpió el facón ensangrentado en el pasto”. A diferencia de estas muertes, cuando no hay sangre en un crimen, el ejecutante dispara “con sumo cuidado”. En “El fin” la agonía fue laboriosa. Pero en “El jardín de senderos que se bifurcan”, Albert se desplomó “sin ninguna queja”. Ese crimen originó una “muerte instantánea; una fulminación”. En otro lugar de la obra borgeana, “Suárez, casi con desdén, hace fuego”. Las formas del destino pertenecen a una poética criminalística.
La idea de crimen, en Borges, es una idea escénica, sea rápida, lenta o grosera. Corresponde al ámbito del honor. Los dichos políticos borgeanos van en sentido diferente; ya vimos que ahí distinguía entre la teatralidad política (que no le gustaba) y los crímenes (de los que acusaba a los otros). En “El Congreso” se narran muchas cosas, pero un episodio al parecer secundario, da a entender lo que hay en juego en la cuestión del honor: “Fermín Eguren nunca me perdonó haber sido testigo de su aflojada”. Las cuestiones de honor aluden a la fragilidad del yo, a la vecindad inmediata que tiene con la traición, al silencio con el que vemos comportarse a los otros hombres, a lo que imaginamos que ambicionan sin poder confesarlo, al momento de revelación donde por fin se aclara lo nebuloso de nuestras vidas y de repente descubrimos que nada era así. O que sin que lo sospecháramos, habíamos aflojado. O al revés, sacábamos fuerzas sin saber de dónde. El honor lo tenemos sin saberlo, el duelo es nuestra mera presencia en el mundo. Es así, porque en todo momento tenemos que declinar el honor. Entonces mejor no advertirlo en nosotros. Aunque tímidamente lo inferimos. Borges nos importa porque ayuda a comprender –contra muchas de sus opiniones públicas– esta mínima ética de izquierda, la reacción digna ante tantos agravios, a través de la postulación de un “yo” cuya materia efectiva es esa clase metafórica de sangre que se llama memoria. El actual oficialismo borgeano no puede entenderlo, y solo por eso, “casi con desdén”, conmemora.
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