Miércoles, 20 de julio de 2016 | Hoy
Por Eva Giberti
Si hablásemos de palabra terapéutica nos referiríamos a aquella que emite el profesional; pero la accción terapéutica no solo puede desatarse porque la universidad garantizó el decir, sino, en oportunidades una persona que habla, repara momentáneamente a quien está devorado por la angustia, entusiasma al bajoneado, o limita al desbocado.
Fue Platón quien creó la psicoterapia verbal mediante el “logos”, o sea la palabra, eludiendo los ensalmos y las impetraciones a los dioses que regulaban las creencias de aquellos griegos fundacionales. Esquilo, en su obra Las Coéforas, escribía lo suyo: “Una palabra puede tener la fuerza de una flecha y penetrar hasta lo más profundo del alma de quien la escucha”. Y Sófocles, en Edipo en Colona: “Los discursos bien compuestos, ya encanten, ya irriten o enternezcan otorgan prestada voz al silencioso”.
Los antiguos griegos nos dejaron palabras, filosofías y también fueron respetuosos y otras tantas veces desafiantes con sus dioses. Los historiadores nos contaron sus avatares cuando guerreaban y los traductores actuales inventan ciclos inexistentes: el guionista del film Troya modificó el lugar tradicional de los hechos para darle a Brad Pitt, que jugaba a ser Aquiles, la oportunidad de morir frente a la cámara. Las palabras de Homero son tan potentes como para sobrellevar deslizamientos olímpicos.
Las palabras que cumplen una labor sanadora disponen de múltiples oportunidades para expresarse, sobre todo cuando se hacen cargo de desentrañar secretos. Así como la ausencia de palabra esclarecedora puede envolver la existencia de miles de personas porque lo no dicho, el silencio que amputa el conocimiento de una historia de vida puede erigirse en sufrimiento futuro, en malestar permanente. Allí donde hace falta la palabra sanadora que aclare, informando y serenando.
El comentario surge porque el número de consultantes que han sido “adoptados” durante su niñez, e inscriptos como hijos propios de determinadas matrimonios, aumenta considerablemente. Quizás no tanto porque persista la malévola práctica de traficar niños sino porque se trata de adultos de 50 años y más que han llegado a una edad en la que no logran conformarse con “saber” que son “adoptivos”, cuando en realidad no lo son, sino víctimas de sustitución de identidad. O sea, han transcurrido su vida engañados sistemáticamente. Si hay adopción es porque es legal, de lo contrario se trata de sustitución de identidad, de apropiación de esa criatura. Así se procedía en décadas anteriores. Esos bebes crecieron y padecen el secreto de la palabra silenciada, de “la verdad oculta” que ningún miembro de la familia puede aclarar, porque transcurieron muchos años; y los que estuvieron entonces, cuando se realizó aquel “trámite” ya no están. Eran quienes podían emitir la palabra sanadora, contando, descubriendo, recordando, o, lo que es más grave aún, pueden decir: “Yo sé que te trajeron a casa de tus padres pero ellos nunca contaron nada”. O bien: “Sabemos que te fueron a buscar a casa de una mujer que se ocupaba de atender muchachas que no querían quedarse con el hijo y entonces ella los entregaba a distintas familias…Yo no sé cuánto les cobraría…”
La palabra sanadora de los parientes que podrían hablar se enturbia cuando recuerdan aquellas andanzas que se tramitaron 50 años antes, pero suele ser lo único que escuchan estas personas que anhelan encontrar un punto de sostén para poder registrar “algo” de su historia personal. Anhelan una palabra capaz de esclarecer, mínimamente, pero aun así sanadora cuando alguien cercano aporta una pista.
Es notable la reiteración de los pedidos de estas personas que solicitan “si tan solo tuviese una palabra como guía…”; momento en el que se comprende esa función sanadora de la palabra que informa.
Aun viven algunos de aquellos que disponen de esa palabra sanadora, y quizás no imaginan hasta dónde podrían aliviar, pronunciándola. Las palabras sanadoras cuentan con horizontes múltiples, pero en esta oportunidad, el desasosiego y la permanente desazón de este universo de seres apropiados siendo niños para la satisfacción de los adultos que no imaginaron cuánto daño podrían producir, clama a quienes insisten en “guardar el secreto”.
Moralmente los convoca la obligación de pronunciar la palabra sanadora que ingrese en lo “más profundo del alma de quien escucha”, de aquellos a quienes les asiste el derecho de saber, aunque sólo se trate de una mínima referencia al origen de su historia de vida.
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