Jueves, 25 de agosto de 2016 | Hoy
Por Mario Goloboff *
En tiempos de migraciones masivas y de exaltaciones nacionales que recorren la disímil y pluricultural Europa, es bueno recordar o quizás descubrir que uno de los fundadores de la pintura española, si no el mayor de todos, y de no poca influencia en América, fue un extranjero. En efecto, Domenico Theotocópuli, nació en Creta, se calcula que hacia 1541, de ahí que sea conocido como El Greco. Proveniente de una familia acomodada, con una educación artística apreciable, pasados los 25 años se encuentra en Venecia, la Serenísima República “metrópoli” de Creta, en el taller de Tiziano, asimilando ideas de perspectiva y de profundidad, la utilización libre y expansiva de los colores. En 1570 llega a Roma e ingresa en la Academia de San Lucas, fundando a la vez un taller al que concurren algunos discípulos. La atracción de Miguel Ángel, fallecido pocos años antes, era mayúscula; eso no le impide ciertas críticas y una marcada distanciación pictórica del maestro florentino, hasta que parte hacia España, que será su tierra definitiva. Cuando deja Italia, quedan solo algunas trazas de Bizancio en su pincel, y de la escuela cretense, que él mismo en buena medida capitaneó, si bien reflotarán hacia la madurez.
Luego de un corto periplo, se instala en Toledo donde recibirá sus dos primeros encargos: el “Expolio de Cristo” y los retablos del convento de Santo Domingo el Antiguo. En ambos casos, el pedido proviene de la misma persona: el deán de la catedral toledana, don Diego de Castilla, padre de su amigo don Luis. Cuando Felipe II le comanda “El martirio de San Mauricio” para el monasterio de El Escorial (esa “reconstrucción de un templo bíblico”, dicho despectivamente por algún crítico de arte, en cuya decoración estaban participando pintores romanos como Pellegrino Tibaldi y Federico Zuccaro), llevaba diez años allí y era visitado y demandado por miembros de la Iglesia, nobles y señores. Influido por el denso y fervoroso ambiente de “la ciudad de las tres culturas” (católica, judía y musulmana), cambia bastante su estilo respecto del que traía de los aprendizajes italianos: figuras delgadas y alargadas, ciertamente algo sombrías, aunque se depuran con los mantos de colores únicos como son sus rojos, sus azules, sus blancos; llamativas, originales, comienzan a parecerse a seres inmateriales, metafísicos, ausentes de consistencia y atravesadas solo por una espiritualidad altísima. Louis Hourticq agrega “el éxtasis sensual, los ayes de la carne desgarrada: la manera de Caravaggio adquiere un acento de vida que no tenía en los talleres romanos. El Greco fue el primero en revelar en la pedregosa Toledo la gran pintura tempestuosa”.
Aquí se advierten ciertas huellas de las obras de la isla, de esas que se decía realizadas por manos no humanas (acheiropoieta; vera icon que, según tradiciones piadosas, serían imágenes verdaderas de Jesús, ejecutadas milagrosamente, no siendo, por tanto, hechas por la mano del hombre). Cuenta Wladyslaw Tatarkiewicz (Storia dell’estetica): “Las ideas de los italianos pasaron rápidamente a España, donde asumieron las formas más extremas: esto acaeció sea para la poética, sea para las artes visuales, tanto en el campo del manierismo como en aquel del clasicismo. En la segunda mitad del Cinquecento se presenta en España la concepción clasicista –ya conocida desde mucho antes en Italia– de una arquitectura idealmente regular y matemáticamente definida, desde el principio, en una forma más extrema y más compleja que la italiana. La Academia, fundada en 1582 bajo la iniciativa del famoso arquitecto Juan de Herrera (circa 1530-1597), que construyó El Escorial, no era una academia de arquitectura sino de matemáticas”.
En ese combate de tendencias se inscribe la obra de El Greco. Las fogatas de la Santa Inquisición arden todavía, así como sus terribles controles y acechanzas. Quienes pintan escenas muy aceptables, tal vez no sean tan adictos al dogma como lo exhiben. Y manifiesten su disidencia no estentóreamente sino en la forja de la obra, en las entrañas de su producción. De la difícil adaptación de El Greco al medio, habla un hecho singular, que quizás diga tanto de la formación de una dura estética española como de él mismo: es el rechazo por parte de la Corona del trabajo que se le había encomendado, “El martirio de San Mauricio”, para El Escorial. Se murmura que, asustados por su extraño erotismo, tanto el monarca como algún canónigo opinaron que “ese cuadro inducía a todo, menos a rezar”. Es justamente bajo Felipe II “el Prudente”, que se consolida el Manierismo, final del Renacimiento español, identificado con la Contrarreforma, sus ideales de espiritualidad y el contemporáneo Concilio de Trento. ¿Qué papel cree jugar en todo esto El Greco? Cualquier calificativo de su pintura lo limita; se lo dice manierista y hasta maestro del Barroco, pero él escapa, por su indudable autonomía, a tales encasillamientos. Con modalidad ciertamente manierista, intentó transmitir las tensiones religiosas del medio. Saliendo ya de la representación realista de la forma humana (alcanzando un nivel que bien podría ser el de un precursor del Expresionismo), y de la perspectiva obtenida con el Clasicismo, distorsionó las proporciones, desarticuló el espacio, atormentó los pliegues de las vestimentas, estiró los cuerpos y los hizo sufrir junto a los rostros. Sus colores extraños y discordantes, la anatomía prolongada, la perspectiva irracional y, sobre todo, esa luz (lunar, lunática), abandonan toda escuela, pertenecen sólo a él.
No es extraño que el soviético Sergéi Eisenstein, uno de los mayores directores de cine que tuvo el siglo XX, realizador de El acorazado Potemkin, Alexander Nevsky, Iván el Terrible y otras grandes películas, haya parado mientes en El Greco y considerado el pintor de mayor influencia sobre el séptimo arte por el dinamismo, el montaje, la perspectiva y el aliento de su obra: “El Greco manejaba igualmente a la perfección el arte de reflejar con claridad su tema, tanto por su manera de tratar el asunto como por la actuación de los personajes, por la composición y por el encuadre. ¿Qué cineasta podría hoy en día tener la audacia de vanagloriarse de lo mismo? ¿No es mi voz la única que, año tras año, reclama esto? ¡Clamando en un desierto!”, se indigna Eisenstein. Y sigue sosteniendo: “Son cuadros no representados, sino actuados. Cada representación respira la inmediatez de una actuación apasionada, de la ardiente emoción de aquel que, al reencarnarse, se imprime a sí mismo en la tela”.
Tampoco resulta extraño que nada menos que José Lezama Lima, para quien el comienzo de América fue indudablemente barroco, haya hablado, escrito y aludido a él en las conferencias que forman La expresión americana, en “La pintura mexicana”, en “Valoración plástica” y varias más. Pero en Tratados en la Habana (1958) hay una anotación que, por su forma “lezamiana”, conmueve: “Cuando muere el Greco, Góngora y Paravicino entrecruzan sus sonetos laudatorios para guarnecer el túmulo. Los principios de esos sonetos parecen batir albricias por las opulencias del nacimiento cretense, y el oriente que allí tocan los hace como aludir a joyas y presentimientos. La alegría de su nacimiento y la majestad de la marcha en esos sonetos, parece como si aún acompañara al Greco, cuando crece como ese pedazo de ráfaga de materia que prolonga alguna de sus figuras, y después lo fuéramos recomponiendo por el hechizo de aquellas palabras amistosas, que son las primeras que vienen a ocupar un lugar cuando la sombra se levanta”.
* Escritor, docente universitario.
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