CONTRATAPA
Contrastes
Por Juan Gelman
Un mañana del año 1949, en pleno estalinismo, el camarada Fan Fanych –también conocido como Etcétera– es arrancado de su departamento en Moscú y llevado a la sede central de los servicios secretos soviéticos donde se le informa que está acusado del crimen más odioso que se puede concebir: la violación y el vil asesinato de un viejo canguro en el zoológico moscovita una noche que la KGB sitúa entre el 14 de julio de 1789 y el 9 de enero de 1905. Así comienza la novela Canguro, de Yuz Aleshkovski. El autor, nacido siberiano en 1929 y emigrado a EE.UU. en 1975, es uno de los más notables de lo que acostumbra a llamarse literatura postsoviética y conoce a fondo la materia de la que habla. No es casual que instale la comisión del crimen entre dos revoluciones.
El relato acumula hechos desopilantes que navegan entre el absurdo y la pesadilla. Una seductora agente de la KGB convence a Etcétera de que el canguro es él, lo juzgan, lo condenan y lo internan en un campo de concentración abarrotado de viejos bolcheviques que tratan patéticamente de mantener sus ideales y creencias pese a la atrocidad que los castiga. La novela es una sátira despiadada de la hipocresía, la crueldad y el fracaso del régimen soviético, y se inscribe en la tradición gogoliana que en la década del ‘20 renovaron Daniil Kharms, Vaginov, Zabolotski y otros miembros del grupo Oberiu (Asociación de Arte Verdadero por sus siglas en ruso) hasta que el régimen consideró que incurrían en “propaganda derrotista”.
La censura y represión del formidable estallido artístico que precedió y siguió a la revolución rusa de 1917 tenían además una envoltura teórica, el “realismo socialista” inventado por Gorki en 1934 y vigilado por el siniestro policía de ideas Andrei Zhdanov al término de la Segunda Guerra Mundial. La conocida frase de Stalin –“los escritores son los ingenieros del alma humana”– no sólo era desmesurada, también intencional: como tales, los escritores soviéticos debían construir con sus ficciones, más que almas, la ficción de un pueblo embargado por el amor al gran Stalin, al heroico Partido Comunista de la URSS y a la inigualable patria socialista habitada, claro, por obreros abnegados, campesinas luchadoras, niños capaces de llevar a cabo hazañas asombrosas para acercar el comunismo. El crítico ruso Alexander Genis definió la empresa en estos términos: “El sueño del realismo socialista era convertirse en el mapa de un texto de Borges; un mapa tan completo y tan preciso que termina por substituir al país que representa”. Y es notorio que la aplicación del “sueño” llevó al fusilamiento, al gulag, al destierro y al silencio a grandes escritores considerados “disidentes”. Como Babel.
Con Mijail Epstein y Slobadanka Vladiv-Glover, Genis es coautor del libro Postmodernismo ruso que explora la literatura actual de su país. El significado y el sentido de la palabra “postmodernismo” es tan difuso en Rusia como en otras partes del mundo y esta obra compila textos y ensayos sobre tendencias disímiles, desde la “poesía excrementicia” de Vladimir Sorokin hasta el “postateísmo” entendido como un minimalismo religioso que alimenta la teología apofántica. No faltan los autores “metarrealistas”, “conceptualistas” y/o practicantes del “estilo cero” que trae ecos de Roland Barthes. Por otra parte, pareciera que lo posmoderno se confunde en Rusia con lo postsoviético y abarca fenómenos que en Occidente ni siquiera son modernos como la reaparición de concepciones sumamente románticas acerca del destino del poeta o, en pintura, el recurso autoparódico para burlarse del realismo socialista. Hay de todo en esta viña de la ex URSS.
Un homónimo del autor de Canguro –por ejemplo– se sitúa al margen de buena parte de la narrativa rusa de hoy. Juan Carlos Onetti inventó la mítica Santa María como escenario de su narrativa y Peter Aleshkovski instala sus novelas en Stargorod, una ciudad imaginaria situada en el frío norte ruso. Esta precisión topográfica, la incursión en la atmósferaprovincial y una cierta mirada a la Rusia del pasado caracterizan a Skunk. Una vida, publicada en 1993 y traducida al inglés en 1998. El joven protagonista padece problemas sociales en el hogar –madre alcohólica, padre ausente– y fuera de él, roba y asesina al jefe adolescente de una banda, viaja al norte y comienza una de esas búsquedas espirituales que no pocos personajes de la literatura rusa emprendieron antes que él. Al margen del rígido verismo y otras variantes del posmodernismo imperante, Peter Aleshkovski mezcla distintos géneros –la sátira, el relato folklórico, la crónica– para brindar una visión desolada de los vacíos de la Rusia postsoviética. Como suele ocurrir, vuelve la vista a la cultura de antes, la misma que llevó a rebautizar San Petersburgo a Stalingrado y no sólo por razones políticas.
Genis afirma que el arte ruso actual, rico y experimentador, es un contraste entre el modelo “col”, que deja el caos de la realidad afuera del texto literario, y el modelo “cebolla”, “cuyo vacío central no es un cementerio, sino una fuente de significado”. Tal vez. En todo caso, no por su sabor a verdura deja de ser una definición.