EL MUNDO
El silencio de los inocentes
Por Leonardo Moledo
Por alguna razón misteriosa, ése era el peor momento. No después de la cena, en ese pequeño respiro de satisfacción que parece contingente, pero que en verdad es todo lo que contiene la vida. No. El asunto era ahora, aunque anoche había sido particularmente difícil, y se desvió para no pasar por el café. Como todos los días desde hacía tres semanas, evitaba entrar al café, porque aquella vez José se burló de él, y agitaba los cigarrillos delante de sus narices, invitándolo. José, en realidad despreciaba su esfuerzo titánico por no fumar, y su puntual asistencia al grupo de autoayuda, y sus relatos reiterados sobre el esfuerzo, y el esfuerzo de sus relatos, y el monotema, y la descripción, minuto a minuto de su relación de décadas con el tabaco; cómo se había ido preparando, bajando de a poco, y cómo Manuel, del grupo, había recaído, y cómo Silvana se mantenía, como él, firme. José se reía de que sus comentarios sobre Silvana –de apenas veinticinco años– se limitaran a lo que fumaba o no fumaba. Pero en el fondo era envidia, creía él, ya que todos estaban dejando de fumar a su alrededor. Su mujer ya lo había hecho hacía dos años y Arturo, el mayor, que antes fumaba a escondidas, lo consideraba una cosa superada, algo del pasado, un tanto ridículo si se tiene en cuenta que tenía la edad de Silvana. ¿Qué clase de pasado se puede tener a los veinticinco años? Sonrió, y volvieron las ganas, punzantes, irresistibles. Nunca había pensado que iba a ser para tanto.
No fumar, no fumar, pensaba obsesivamente mientras apretaba el paso, pero conservando el ritmo para no llegar demasiado temprano y no tener que esperar y tentarse y comprar un cigarrillo suelto. En las dos últimas semanas, no podía hablar ni concentrase en otra cosa, siguiendo las indicaciones del curso de autoayuda; tantos caían, como Miguel, o Rosa, en la primera semana, y él, bueno, la verdad es que una vez se llevó un cigarrillo a los labios, y estaba por encenderlo, ansiando que ese placer inmenso lo inundara como una ola, cuando retiró la mano, y si no lo hubiera hecho, ahora estaría fumando y fumando.
Trató de pensar en los caños, en el trabajo del día, en que la pared le daba trabajo, quién sabe qué habían metido allí a dentro, lo cierto en que entre tres no podían llegar hasta el caño, una pitada apenas, hasta el caño desde donde la mancha de humedad se extendía y esa tía, esa mujer que los miraba con aire de “¿vieron? Yo decía. Para hacer, tienes que saber”. Una pitada, una pitada solamente.
Una pitada, solamente, se le nubló la vista, y perdió el control. Quería seguir, pero no respondía a sí mismo. Retrocedió, volvió sobre sus pasos entró al café, y lo buscó a José, pero José no estaba. No había nadie fumando, el cáncer y todo eso, pero ya no era su cerebro, era todo el cuerpo, que vibraba pidiendo nicotina, dicen que el rapé, pero dónde se consigue rapé.
Una pitada y nada más. Sobre la barra había unos Marlboro, interrogó al Joaquín, el camarero, sacó un cigarrillo, y ahí se detuvo. Tuvo un arranque de voluntad y salió velozmente del café, pero todavía tenía el cigarrillo entre los dedos, lo dejó caer y lo pisó, ¿iría a llover? Los caños, los caños, esa mancha maldita contra la que hacía ya tres días estaban luchando.
Subió, se alejó de los fumadores, aunque aspiró la nube de humo que ellos dejaban, y le produjo un saludable bienestar; últimamente detectaba a alguien fumando aunque estuviera a cien metros, en el otro extremo del tren. Todo empezó a moverse ahí afuera, primero despacio, luego a un ritmo acompasado, y veía pasar las casas, pero no podía verlas, sólo pensaba en un cigarrillo, lo sentía como una necesidad de su cuerpo demandando nicotina. Y entonces vio una colilla en el suelo del vagón.
Una pitada. Tan sólo una pitada. Arturo, Lucía, Pilar. ¿Cómo lo habría logrado Pilar? Los caños, la colilla. La colilla. Y entonces supo perfectamente, con una certeza que iba más allá de su voluntad, y de su deseo, de la voluntad de todos, de todo lo que ocurriera en el mundo, que esta vez no iba a resistir. Tan solo una pitada. Levantó la colilla y la acercó a los labios, sacó los fósforos, ¿por qué llevaba siempre fósforos encima? Raspó el fósforo, que no se encendió: ¿qué habían dicho en el curso para situaciones como ésta? Resiste treinta segundos, coño, y luego resiste treinta segundos más, y la ola de la necesidad pasa. Miró el reloj. Diez segundos, veinte, el brazo alejó el cigarrillo; la punzada de la abstinencia comenzó a ceder; se concentró en el reloj, en cualquier cosa, los caños, la humedad, las casas que pasaban, las elecciones del domingo, alejó el cigarrillo, pero no lo dejó caer, treinta y nueve segundos, cuarenta, disminuía, disminuía, repitió en voz alta la frase que le enseñaron en el grupo: “nunca más, nunca más ¿vale?”, cinco segundos y ya está.
Y en ese momento todo voló por los aires. Un trozo de hierro hizo impacto en su pecho, lo desgarró y derramó las vísceras, lo traspasó y lo tumbó sobre el piso, mezclándose con vísceras ajenas, mientras el borde de una manija le arrancaba una mano y un pedazo afilado de vidrio se incrustaba en su cabeza y una fracción de segundo antes de dejar de existir, junto a muchos otros cuerpos destrozados, alcanzó a pensar algo que se perdió para siempre.