EL PAíS › EL ACUERDO CON BRASIL Y LA VISITA A LA ESMA, HECHOS HISTORICOS
El chenco está de licencia
Una fábula, para amenizar la velada, la del chenco, azote de las pampas. Río de Janeiro: un éxito político. Cómo ve el gobierno argentino a Lula y ciertas prevenciones sobre ciertos desdenes. La entrada a la ESMA, o de cómo resignificar la historia. Y una reivindicación de la política.
Por Mario Wainfeld
Opinion
La fábula del chenco se atribuye al sacerdote y escritor Leonardo Castellani. Muchos la conocemos rememorada por la prosa de Arturo Jauretche, en Los profetas del odio. Cuenta la leyenda que un pájaro hembra se sentía nerviosa, tensa, desasosegada y que explicaba esa sensación a su macho. Ninguno sabía el motivo de esa ansiedad y nerviosismo. El chenco, que estaba tan cerca como para escuchar el palique conyugal, se comidió a darles una explicación:
“Es que la señora está por desovar. Y, siempre que está así, se pone inquieta”.
“¿Y usted, cómo sabe?”, le preguntan los otros bichos.
“Es que yo me como los huevos que pone la señora”, replica el chenco.
La moraleja que proponía la dupla Castellani-Jauretche se resume así, “mala cosa es que te conozca mejor que vos el que te come los huevos”.
La nota que acaba de empezar propone que el chenco, símbolo cabal de muchos políticos argentinos de primer nivel, está de licencia. O algo por el estilo.
Los dos hechos más potentes producidos por el Gobierno durante la semana –la “Declaración sobre la cooperación para el crecimiento económico con equidad” firmada con Brasil y la visita a la ESMA con sus sobrevivientes– desafían largamente el marcode la crónica semanal. Se inscriben en eso que, de modo pomposo e impreciso, suele definirse como “políticas de Estado”, esto es, decisiones destinadas a trascender la lucha partidaria y la duración del mandato del presidente de turno. O, si usted prefiere la jerga de raíz militar de tiempos idos, decisiones estratégicas, allende las tácticas cotidianas.
Este gobierno, Néstor Kirchner lo sabe y lo predica entre sus allegados, será juzgado por el modo en que ataque el desempleo y la pobreza. Sin negar esa centralidad, sus dos acciones de estos días marcan un rumbo, novedoso y positivo que sería nefasto desandar. La unión estratégica con Brasil y el repudio, desde el vértice de un gobierno democrático, al terrorismo de Estado son hitos que ningún argentino de bien debería olvidar.
Proliferan en las tribunas políticas y académicas quienes se preocupan o hasta escandalizan porque Kirchner abunda en gestos para la tribuna o para la foto. Se equivocan feo. Bien hace Kirchner en prodigar gestos si éstos subrayan hechos relevantes. Hechos de relevancia casi imposible de exagerar como cerrar filas junto a Brasil o entrar con las víctimas al mayor centro de tortura y de exterminio de Argentina. Decisiones de enorme potencial simbólico que merecen una foto y hasta un cuadro que las enmarque.
Na praia
“Néstor demostró otra vez su liderazgo latinoamericano. Lo condujo a Lula a la declaración conjunta. No fue fácil, en el gobierno brasileño coexisten dos líneas bien diferentes y Lula tenía sus dudas. Hubo discusiones duras y hasta ácidas, pero al final Lula se inclinó para el lado correcto. Su relación con Kirchner pasa por el mejor momento.” Dos negociadores argentinos de primer nivel que sudaron la gota gorda en Río de Janeiro y no por falta de aire acondicionado resumen, horas después, su saldo de la visita.
Es cabal que la relación entre ambos presidentes está, en términos relativos, en un punto alto. Cabe repetir: en términos relativos. El propio relato oficial y un mínimo repaso demuestran que dista de ser un romance, al menos si desde las pampas se mira.
Kirchner conoció personalmente a Lula en campaña por la presidencia, a instancias del entonces titular del Ejecutivo, Eduardo Duhalde. Fue entre la primera y la segunda vuelta. Duhalde gestionó el encuentro para mejorar las chances de su aliado pingüino. Lula entonces dijo que, si fuera argentino, votaría por Kirchner.
El bonaerense sí admira al brasileño, a quien ve como una suerte de “revival” del peronismo obrero, plebeyo, ligado a un partido de masas que quizá nunca existió. Seguramente falte una autocrítica que tienda un puente entre esa fascinación y la actuación del propio Duhalde desde 1983. Pero así son, de ordinario, las cosas de la vida, bichocas a la linealidad.
Si Duhalde persuadió a Kirchner de usar la foto de Lula en su carrera a la Rosada, no le pudo transmitir su fascinación personal. El actual presidente siempre desconfió de su par brasileño, a quien alguna vez, en la intimidad de su mesa chica, decretó sospechoso de ir camino de ser un clon de Carlos Menem. Suspicacia que se agigantó cuando Lula acordó un superávit recontraalto con el FMI y que tocó su clímax cuando el brasileño no levantó el teléfono para animar a Kirchner en su pulseada con el mismo Fondo en septiembre de 2003. El pico de animadversión fue cediendo cuando Lula se disculpó por esa gaffe y por los acercamientos en sucesivas reuniones. Y fue derivando a una mayor comprensión cuando el brasileño comenzó a prodigar gestos de comunión con Argentina de cara “al mundo”, léase al Grupo de los 7 y el FMI.
El cónclave carioca de esta semana aportó distensión y buenas ondas. De todos modos, el Presidente no termina de enamorarse del brasileño. Tal vez incida en alguna medida el origen de la relación, “deberle” esa manito en la campaña electoral, algo que puede incordiar, bastante, a Kirchner. Pero lo básico es que no termina de haber confianza política. Prima entre los argentinos la impresión de que a Lula hay que traccionarlo, empujarlo a tomar las decisiones adecuadas.
Esa impresión, a esta altura, parece pecar de exagerada o prejuiciosa. A punto tal que lo que comentan los argentinos en los pasillos se viene pareciendo, por suerte, bastante poco a las acciones comunes que se van plasmando con los vecinos brasileños. El mapa brasileño que se traza desde la Rosada y suburbios reconoce dos líneas dentro del gobierno del PT: la ortodoxa comandada por el ministro de Hacienda Antonio Palocci, y la más afín a Argentina, encarnada entre otros por el jefe de la Casa Civil (algo así como jefe de Gabinete y ministro del Interior) José Dirceu y el asesor presidencial Marco Aurelio García. Algunos detallistas colocan a la Cancillería brasileña, Itamaraty, en un tercer sector, tibiamente acorde con Argentina pero cauteloso ante su ala económica. Esa cartografía es correcta, pero resulta más opinable la caracterización que se hace de Lula como una especie de líder desangelado y dubitativo tironeado por las dos facciones. Todas las últimas medidas de Lula lo han mostrado definiendo en pro de posiciones comunes con Argentina y no sugieren apenas a un presidente titubeante arrastrado por los argentinos.
Vale recordar que Marco Aurelio García, hombre que desde hace décadas está al lado de Lula, fue el elegido por éste para pilotear en el día a día la relación con nuestro país y es un convencido de la necesidad de una fuerte relación entre Argentina y Brasil. Amén de un cuadro político de primerísimo nivel, que conoce nuestro país mejor que muchos argentinos, que habla su lengua de maravilla y hasta puede cantarse varios tangazos como el porteño más cabal. Ese hombre no fue puesto donde está por distracción y su presencia mucho dice acerca de la concepción estratégica de Lula sobre Argentina. Criterio que el líder del PT expuso incluso en su propia campaña electoral hacia la presidencia, mientras su competidor José Serra describía a la Argentina como “un fantasma para Brasil”.
El Gobierno fue con una decisión nítida e inteligente a Río y logró plasmarla. Fue un éxito de la gestión Kirchner. Es sutil la distancia que media entre ser consciente de la propia fuerza y caer en el triunfalismo. Pero esa distancia existe y es aconsejable no recorrerla.
Decime la palabra: superávit
La excitación argentina también puede tener que ver con un dato real: fue bien difícil llegar al texto definitivo de la declaración de Río de Janeiro. En especial, a mencionar con todas las letras (son varias) al superávit como un posible obstáculo a la sustentabilidad económica. La polémica en el interior del gobierno brasileño existe y tomó su tiempo que Lula la zanjara.
Mirando en el interior de la comitiva argentina, hubo también algunos reproches, emitidos con sordina, pero que dejaron marcas palpables. El Presidente se mostró disconforme, en los albores de su partida a Brasil, con el estado de las negociaciones previas que incluían acuerdos diplomáticos consistentes y propuestas de obras públicas pero que, a su ver, no abordaban como era debido la posición frente al FMI. Y del superávit, ni una palabra, se enconó Kirchner. Situación que en Cancillería se atribuye a la enorme dureza del ala ortodoxa de Brasil, expresada especialmente por su ala económica y en la ya mentada tibieza de Itamaraty.
Ya en Río, el Presidente incorporó a Alberto Fernández a un rol protagónico en la negociación en Río de Janeiro. Si se quiere bromear, apenitas, como abanderado de incluir la palabra “superávit” en el documento final. El jefe de Gabinete trabajó a la par del canciller Rafael Bielsa y compartió con él, seguramente con mayor presencia, la conferencia de prensa final junto al canciller brasileño Celso Amorim. Algo que tiene su simbolismo, tomando en cuenta que Lula no sumó a Dirceu a esa conferencia.
Fuera de esa reasignación de roles, la comitiva argentina trabajó de consuno, con mucho menos debate interno que la de sus hermanos vecinos. La euforia blanquiceleste fue mucho mayor que la verde amarilla, lo que algunos argentinos tradujeron como un indicador de la falta de plena convicción brasileña. También debería computarse un hecho, ilevantable: Argentina suma un aliado más grande y Brasil uno más pequeño. Los festejos, acaso, sean directamente proporcionales a lo que suma cada cual.
Todo igual, todo distinto
“Está todo igual”, comenta una de los sobrevivientes que entró anteayer a la ESMA, convocada por el Presidente. Pero, según refiere la excelente crónica de Victoria Ginzberg publicada ayer en Página/12, a los sobrevivientes ahora les parece más chico. Es que en un tiempo atroz ese era todo su mundo y hoy, en buena hora, su mundo es más vasto.
También es más amigable. Los sobrevivientes, trémulos, emocionados, no entraban para ser denigrados, sometidos a la tortura por el Estado argentino, sino en condición de ciudadanos plenos reconocidos por un gobierno popular. El Presidente los acompañó para definir de qué lado está la legalidad. Una jugada institucional formidable, justo en un enclave que se ganó merecidamente el rol de símbolo del terrorismo de Estado.
La política democrática en una sociedad de masas se construye, en parte, con gestos simbólicos. Carlos Menem lo sabía, por ejemplo, cuando decía “ramal que para, ramal que cierra”. No hablaba para algunos huelguistas, vencidos de antemano. Interpelaba al conjunto de la sociedad dejando en claro cuán lejos estaba dispuesto a llegar. Pateando para un arco, queda claro.
Kirchner pretende patear contra el otro arco, pero comprende tan bien como el riojano el valor de la política. Sabe que el poder se construye y que lo real es, hasta cierto punto, modificable por la voluntad. Lo real, el poder incluido, no es apenas lo disponible aquí y ahora. Es también lo virtual disponible o inventable. Una lógica mezquina, de contadores públicos o de administradores de alacena, caracterizó a muchos de los políticos argentinos de primer nivel. El sociólogo Lucas Rubinich, en un interesante reportaje concedido días atrás a este diario, explicó cómo el posibilismo fue estrechando los límites de la política. “El margen de la política como espacio de invención quedó reducido –dijo Rubinich–. Esa mirada es heredera del reconocimiento de los poderes como algo infranqueable. Uno de los elementos más rescatables de Kirchner es esa capacidad de salir de la medición casi milimétrica de las consecuencias que puede tener algo fuera del sentido común hegemónico.”
Claro que es imposible sembrar en un suelo del todo estéril. El debate sobre los derechos humanos en Argentina ha tenido en estos 20 años un enorme progreso, entorpecido pero no frenado por las leyes de la impunidad. Los hombres y mujeres que, tomados de la mano, con su cruz a cuestas, entraron a la ESMA una tardecita de marzo de 2004, en 1984 tuvieron terribles dudas de declarar en el Juicio a las Juntas. Cargaba aún sobre ellos el estigma o la ignorancia de buena parte de la sociedad. Y no estaban convencidos de que fuera mejor contar su calvario que soportarlo en silencio el resto de sus vidas. Tras todos estos años, la conciencia colectiva sobre el terrorismo de Estado creció, merced a la acción inclaudicable de los organismos de derechos humanos. Hoy los que tienen que sentir vergüenza, como debe ser, son los torturadores, los asesinos y sus cómplices calificados de la política y el pensamiento.
La correlación de fuerzas ha cambiado. Por eso la derecha argentina, salvo un puñado decreciente de excepciones, ya no niega el terrorismo de Estado. Y no lo justifica, sino de modo elíptico y culposo. Puesta a la defensiva, no pide impunidad para sus centuriones sino una inaceptable paridad con quienes tomaron las armas en los ‘70. Se cobija en metáforas patéticas (“justicia con un solo ojo”, “hemiplejia moral” u otras sandeces organicistas). Cuando no en argumentos de tipo comunal, como el de exigir que determinados centros de aprendizaje imprescindiblemente deben funcionar donde se torturaron y desaparecieron seres humanos. ¿Se resentirá la transmisión de saberes si se la intenta en lugares menos contaminados por la última de las bajezas humanas?
“Que lo parió”, repetía Kirchner una y otra vez, según contaron los sobrevivientes. ¿Se sorprendía por algo que no conocía? Seguramente no, se sorprendía de corroborarlo. O, mejor aún, tomaba (retomaba) medida de la dimensión de lo que pasó. Aun los que no olvidaron ni se hicieron los bobos, aun los que siempre reclamaron verdad y justicia andando el tiempo “se fueronacostumbrando”. Revisitar la ESMA, como corresponde, con las víctimas de la mano del gobernante representativo revive y resignifica el pasado.
El cronista que escribe una reseña semanal anhela siempre que su relato, alguna vez, aluda a hechos que trasciendan los pasillos y las entretelas de la política cotidiana. Hechos que tengan que ver con la historia, que recordarán sus hijos o sus nietos por venir. El cronista siempre puede equivocarse, pero tiene la sensación que lo ocurrido el viernes perdurará y hará simiente en la memoria colectiva por mucho tiempo.
Como mínimo, está convencido de que, si perdurara la memoria de lo que nos pasó a todos el viernes, la Argentina será de acá en más un poco diferente. Y, por decirlo con todas las letras, un poco mejor.
Volviendo al chenco
Por demasiado tiempo, dirigentes salidos de la cantera de los partidos nacionales y populares fueron posibilistas, medrosos ante los poderes fácticos. Por añadidura, su lectura de la realidad era pobre, tributaria de los predicados provenientes de los países dominantes. No sólo sabían menos que el chenco, laburaban para él.
Timoratos, colonizados ideológicamente, muchos ni siquiera percibían que otro “les comía los huevos”.
El actual gobierno y, en alguna medida, el anterior vienen modificando esa decadente tradición. Los gobernantes argentinos, por ejemplo, comprendieron su situación económica ulterior a la devaluación mucho mejor que sus contrapartes del FMI. Y eligieron sus propias recetas, dentro de lo que lo permitían las relaciones de poder.
Si algo cabe reconocerle al actual Presidente es su vocación por escapar de la maldición del chenco. Por ahora, su capacidad (aun con errores de juicio o destellos de soberbia como los que en esta nota se glosan) para leer la realidad prima entre la de todos los dirigentes locales.
No le faltan problemas. Ni límites. Ni errores propios. Su centralidad es enorme, quizás excesiva. Su núcleo de confianzas demasiado estrecho. Demasiado radial su modo de gerenciar el gobierno. Demasiadas internas existen en su torno, de cara a escenarios electorales demasiado remotos.
Como fuera, esta semana hizo dos golazos.