ESPECTáCULOS › PAGINA/12 PRESENTA EN EL ANIVERSARIO DEL GOLPE, EL DOCUMENTAL “SOL DE NOCHE”
Testimonios de una lucha que no se apaga
El notable film producido por Eduardo Aliverti reconstruye la lucha conmovedora de Olga, una mujer que todos los jueves, sola, ronda la plaza del pueblo Libertador, en Jujuy.
Por Silvina Friera
El miedo paralizó al pueblo Libertador General San Martín de Jujuy. Cuando se extendió y se multiplicó, cuando atrofió cada uno de los músculos vitales del cuerpo social, cambió su fisonomía por el rostro del terror, que se encargó de cerrar el círculo. El ingenio Ledesma de la familia Blaquier –el más grande de Latinoamérica–, con su monstruosa penetración sobre la vida y el destino de sus habitantes, se tragó dos veces a Luis Aredez, médico y ex intendente del pueblo. La primera fue el 24 de marzo de 1976. La detención de Luis no fue “violenta”, según recuerda Olga Márquez de Aredez, su esposa. Miró, tranquilo, a los gendarmes y les pidió que lo dejaran vestirse, antes de que lo subieran a la camioneta blanca con el logotipo del ingenio azucarero. Pocos meses después, las luces de Ledesma se apagaron para que el Ejército y la Gendarmería secuestrara, torturara y matara. El 27 de julio, la Noche del Apagón, arrancaron de sus viviendas a unos 400 trabajadores, de los cuales 30 permanecen desaparecidos. Aunque a Luis lo liberaron el 5 de marzo de 1977, los Blaquier (los terratenientes más grandes de Jujuy, con un activo superior a los 500 millones de dólares) nunca le perdonarían que los haya obligado a pagar impuestos durante su gestión municipal. La segunda desaparición de Luis ocurrió el 13 de mayo. Desde entonces, Olga marcha todos los jueves alrededor de la plaza de Libertador. Ya no la insultan, ni le gritan “loca” ni le dan vuelta la cara. Pero esa mujer se quedó sola: nadie se arrima para acompañarla porque el terror silencia y ahuyenta los recuerdos en un pueblo tan aletargado, inmovilizado y desmembrado como lo estuvo durante la dictadura militar.
El documental Sol de noche, que Página/12 presentará con su edición del próximo miércoles, a 28 años del golpe militar, reconstruye la lucha conmovedora de Olga, una mujer que todos los jueves, sola, ronda la plaza del pueblo Libertador, como forma de lucha y recuerdo por la Noche del Apagón, uno de los hechos más bestiales que cometió la dictadura militar, y que demuestra la simbiosis entre el poder económico y la represión genocida. A las imágenes de los zafreros, que continúan trabajando bajo un sistema de esclavitud, en un feudo detenido en el siglo XVIII, se superpone el relato de Olga y los testimonios espeluznantes de Aurelio Giménez, que fue cura de Libertador, y de Mario Paz, ex jefe de relaciones públicas del ingenio Ledesma. Pero este film, que cuenta con la producción ejecutiva de Eduardo Aliverti y la dirección de Pablo Milstein y Norberto Ludin, da un salto cualitativo fundamental al poner, por ejemplo, el dedo en la llaga de la clase media argentina que, ya sea por omisión o por acción deliberada, permitió que los militares se convirtieran en dueños de la vida y la muerte. “A mí siempre me obsesionó que la historia de la dictadura fuera contada al estilo de un manual de primaria, sin contexto, como si los militares hubiesen devenido de una flotilla de platos voladores de los que bajaron para asesinar gente porque sí. Esta historia individual demuestra exactamente lo contrario: de qué manera los militares fueron el preservativo del poder económico, más allá de su responsabilidad absoluta, de un modo que una historia general probablemente no lo hubiera podido contar nunca”, señala Aliverti, a cargo también de la voz en off del documental, que fue estrenado en julio del año pasado, estuvo seis meses en cartel en todo el país y sumó más de 20.000 espectadores (fue uno de los documentales más vistos de 2003).
Olga resiste
Cuando Luis desapareció, Olga dejó de ser la mujer que protestaba porque su marido no le permitía gastar en cremas para la cara. La cuenta de la farmacia de Libertador tenía un destino que no se negociaba: era para que los obreros pudieran retirar los medicamentos que necesitaban. Olga debía postergar sus arrebatos de coquetería y comprender a ese marido, un radical católico, al que le gustaba hacer asados y tomar vinitos con sus amigos, muchos de ellos obreros del ingenio Ledesma. Pronto esa morocha vivaracha inquietaría la mansedumbre de sus vecinos, muchos de ellos pacientes de toda la vida de Luis. Era la activista, la peligrosa, la “loca”. Nadie la saludaba. Las malas lenguas decían que Luis se había ido a Bolivia con una rubia voluptuosa. Los rumores la indignaban, pero Olga no estaba paralizada. El miedo no pudo con ella. “La jodieron tanto que la tipa se hizo fuerte, reaccionó y ya se los pasó a todos”, explica en el documental uno de los hijos de Olga. Al principio no estaba tan sola. Con las pocas madres y los parientes de los obreros desaparecidos la Noche del Apagón empezó a reclamar. “Al morir Sixta, mi última compañera, entré en la disyuntiva bravísima de caminar sola o irme a mi casa. Porque caminando entre dos, parecía que éramos una multitud”, recuerda Olga en la entrevista con Página/12.
“Cuando éramos muchas, después de caminar, nos sentábamos debajo de un árbol. Ahí, juntas, hacíamos nuestra terapia de grupo, que recién ahora sé que era terapia. Nos contábamos todo lo que pasaba en la semana, las penas, las angustias, las presiones que tenían otras madres. Yo no tenía presión porque mis hijos se habían ido a otras provincias, entonces no dependía de nadie.” Olga tiene 72 años y está enferma de cáncer por el bagazo, el desecho de la caña de azúcar que contamina el agua, el aire y la tierra. Ya le extirparon la mitad de uno de sus pulmones y está en Buenos Aires bajo tratamiento médico. “Tengo la esperanza de no irme de este mundo sin que algún gobierno le exija a la empresa que pongan filtros en las chimeneas y que saquen las montañas de desecho de bagazo que enferma a la gente. Alguien tiene que tomar la decisión: que estos señores feudales paguen sus impuestos. Es tiempo de que algo empiece a cambiar. A mi marido le decían ‘si no te gusta, te tenés que ir de acá y si te quedás nadie te va dar trabajo’. El insistía en que teníamos que quedarnos porque si nos vamos todos nada cambia. Me quedo sola porque la mayoría de mis compañeras se murieron y las dos o tres que quedan tienen presiones de sus familias, que no las dejan salir, o hasta tienen vergüenza de mostrarse”.
“El pueblo sigue igual –previene Aliverti–. El documental no es una foto del pasado, es una foto de Ledesma hoy. Hay el mismo ‘olor a mierda’, se respira la misma prepotencia, sigue estando allí la Rosadita, una réplica de la Casa Rosada que construyeron los Blaquier, perdura el mismo terror a hablar. En todo caso, lo que hay es menos gente dependiendo de Ledesma, porque la tecnología y el mercado se achicaron, pero no hay menos terror de hablar. El miedo al imperio de Ledesma sigue igual.” En Ledesma, la mayoría de los zafreros, que son descendientes de los pocos indígenas sobrevivientes, trabajan entre 12 y 14 horas por jornada, sin derechos de ninguna clase. De los 12.000 trabajadores de planta que tuvo en la década del ‘70, apenas quedan unos 2500 en la actualidad.
Aletargados
El negro Pistán, que fue amigo de Luis Aredez, es un desocupado de Ledesma que mastica hojas de coca para olvidar su desgracia o para matar esa masa abrumadora de tiempo libre del que dispone sin desearlo. “La desaparición de Luis es una injusticia, nunca supe que anduviera en nada raro. Quisiera que todo el mundo fuera solidario, pero como a uno no le tocó... Dios quiera que no le toque a nadie más”, señala Pistán. Para Aliverti, el negro es la foto del aletargamiento de un pueblo y a su vez, por extrapolación, la foto de la clase media argentina, aunque él no lo sea. “Yo tengo entre comillas una decepción con eso. Porque de tantas veces que uno ve el documental, me he dado cuenta de que en las presentaciones públicas la gente no registraba el testimonio del aletargamiento. No sé si es porque lo del cura y lo del capanga del ingenio (Paz) tienen tanta fuerza visual y verborrágica, que se chupa el resto de la película y entonces los espectadores no se detienen en lo que encierran los testimonios más sencillos. Mucha gente no quiere ver que la mayoría de esta sociedad fue el negro Pistán”, subraya Aliverti. “En estos días de aniversario, estoy particularmente interesado en esta cuestión. Me parece que el debate que se está dando en torno del golpe, en este año, pero en general también, está muy cooptado por la cuestión del museo de la ESMA, el retiro de los retratos de Videla y Bignone y nuevamente se está perdiendo la oportunidad de debatir las complicidades activas o pasivas de la sociedad”, advierte el periodista.
El párroco
Al escuchar los testimonios de Aurelio Giménez, que fue cura de Libertador, hay que morderse los labios o putear y contener el impulso de revolear algo contra el televisor. “Todos los días venía una señora que lloraba acá porque quería saber dónde estaba su hijo. Me cansó eso. ‘Mire señora –le dije–, ¿quiere que hablemos en serio? La culpa de donde está su hijo –porque ella no sabía que estaba muerto– la tienen usted y su marido, por la mala educación que le han dado. Ustedes les han dado tanta libertad que se ha vuelto comunista, ¿qué esperan de un hijo comunista?’” Hoy, el camping municipal de Libertador se llama Aurelio Giménez. “Nos enteramos de que mucha gente en Ledesma no podía creer que había declarado eso porque parece que era un cura muy afable”, cuenta Aliverti.
Las propinitas
Mario Paz no hace gala de su apellido: todo en él es brutal y desmesurado. Fue (murió en febrero del año pasado) el alcahuete con mayúsculas de los Blaquier, que apelaba a los diminutivos para ningunear y descalificar al doctor, que “tantos problemas le había ocasionado al ingenio”, según sostuvo este hombre al que Aliverti menciona como “el capanga”. Decía Paz sobre Luis Aredez: “Era un mediquito zurdo, un buen médico pediatra, pero que tenía ese gesto demagógico con el personal”. El gesto demagógico consistía en que Luis Aredez recetaba medicamentos a los obreros de Ledesma que sólo usaban los Blaquier. Había métodos para convencer al poder político: “No pagábamos sobresueldos sino propinitas. Hay coimeros en todas partes, pero hay que saber coimear. Nosotros coimeamos a todos, pero no dejamos las impresiones digitales”. “A Paz lo sentí como una amenaza –apunta Aliverti–. Para mí fue, desde el punto de vista personal y periodístico, una de las notas más difíciles de mi vida. Nos separaba una mesa ratona, y yo me recuerdo muchas veces con los puños cerrados debajo de la mesita y queriendo tirársela por arriba de la cabeza. Soy un tipo con una alta capacidad de abstracción y me daba cuenta de que estábamos logrando una de las mejores notas de nuestras vidas y fue más fuerte el saber lo que iba a resultar al cabo de eso que la necesidad de tener algún tipo de reacción intempestiva. Cuando terminó la nota, que se hizo en Salta, me acuerdo que todos queríamos disparar y dijimos ‘vámonos antes de que este tipo se dé cuenta de lo que acaba de declararnos’. Todas sus declaraciones son una amenaza que refleja muy bien el grado de impunidad con el que operaron desde el ingenio.”