CONTRATAPA

Tú, robot

 Por Leonardo Moledo

Quienes vayan a ver Yo, robot, una película vagamente basada en la novela ídem de Isaac Asimov, a la vez zonza y genial como toda su obra, presenciarán un asesinato robótico (esto es, cometido por un robot) en flagrante violación de las leyes de la robótica, que prohíben a un robot dañar a un ser humano. La verdad es que uno no puede sorprenderse demasiado. Si ya los dioses griegos cometían crímenes cuando se les antojaba (para no hablar de los horrendos crímenes –más políticos e institucionales– del dios judeocristiano), ¿por qué no habrían de cometer crímenes los robots, esa especie de dioses tecnológicos, fabricados, como aquéllos, por la inventiva humana y por lo tanto no exentos de caprichos y exabruptos, tetrabruptos y monobruptos?
Yo, robot era inevitable; al fin y al cabo, el temor al descontrol de las máquinas es recurrente en la era que comienza con la revolución industrial, justamente, un movimiento maquinista que aspira por un lado a transformar a los obreros en máquinas –al estilo de Tiempos modernos– al mismo tiempo que, mediante la expansión imperial, transforma a los habitantes de las regiones conquistadas en esclavos o sirvientes. Y el significado original, en checo, de la palabra robot es, justamente, “sirviente” o “esclavo”, “máquina esclava”. Una síntesis perfecta. Y es que el siglo XX introdujo una variante en nuestra relación con las máquinas, que dejaron de ser símbolo de producción, para aparecer como signo de bienestar, desde el lavarropas, la aspiradora, el microondas hasta la computadora; el robot se transformó así, dentro del imaginario incipiente de la primera mitad de siglo en el nec plus ultra del maquinismo; esto es, la máquina que hace todo y obedece sin chistar, el esclavo perfecto, que permite, sin culpa, y sin molestias por la integridad de otros sujetos, cumplir con el sueño de Aristóteles, permitir a los hombres dedicarse todo el tiempo a pensar o a la política (si se toma el “o” como excluyente), o más modernamente, a mirar televisión.
De todos modos, la máquina convertida en pesadilla o amenaza, desde ya, no es nueva; Un mundo feliz, de Huxley, está allí para testimoniarlo, en cierto modo La máquina del tiempo, de H. G. Wells. Y todos recordamos a Hal en 2001 de Clarke –filmada por Stanley Kubrick–, al Golem (robot teológico), a la criatura del Dr. Frankenstein (robot eléctrico). Pero Asimov introduce una novedad, una vuelta de tuerca en su saga, ahora hecha película de pochoclo embadurnada por el discurso de lo políticamente correcto (el policía perseguidor es obviamente negro), los robots terminan siendo una droga que detiene el progreso y el desarrollo al frenar la imaginación creativa (si fuera así, dada la inmensa disponibilidad de mano de obra cuasi esclava del capitalismo mundial, todo debería detenerse ya). Naturalmente, tanto Asimov como casi con seguridad todos sus lectores y los espectadores de la película optan por la imaginación humana y su creatividad, y la verdad es que, a la luz del siglo XX, con sus genocidios y sus programas de televisión, uno podría preguntarse si esa opción es sensata.
Pero el asunto es otro: comprensible y últimamente, el terror nuclear, e incomprensiblemente la clonación, reactualizaron esos temores a la “rebelión de las máquinas” que fueron temores de siempre: los eclipses, o el capricho de los dioses podían terminar con el mundo en cualquier momento. Eso no es nuevo; que el temor teológico se transforme en un temor ecológico (más controlable) puede ser hasta reconfortante. Es un primer nivel: el pánico ante el descontrol y el apocalipsis.
Pero hay otro nivel de miedo: el terror a los robots y su rebelión es bastante razonable. En realidad, cualquier tipo de vida inteligente o casi, no humana, llámese extraterrestres o máquinas que juegan al ajedrez, aterroriza, porque en cierta forma, los robots son la otredad absoluta: no la otredad de quien come pescado en vez de carne, o se viste con sari en lugar de jeans, sino la otredad de quienes están a lados distintos de la biología –algo así habrán sentido los hombres del Nearden- thal frente al Homo sapiens sapiens– o más apropiadamente, de la tecnobiología. Sujetos, esta vez, no cosas, o cosas que se han transformado en sujetos (pero en otros sujetos, en sujetos por definición incomprensibles), y que son capaces, ya no solo de pensar, sino de decir “Yo”, frente a una especie como la nuestra, que no posee una teoría mínimamente razonable sobre el estado consciente, que no sabe qué diablos es su propio “yo”. ¿Cómo no tener miedo? (al fin y al cabo, el yo de los otros es inescrutable como el de los dioses o el de los orangutanes).
Pero todavía hay algo más: desde el punto de vista de la evolución de las especies, cualquier extraño al grupo, la tribu, la jauría, es potencialmente peligroso (¡cuánto más a la especie!); la naturaleza muestra que entre los animales se libra una lucha y competencia entre grupos que no tiene nada que envidiar a las guerras y las brutalidades humanas, Bush incluido. Así, la exofobia es un rasgo consistente con la preservación de la especie.
Eso, desde el punto de vista evolutivo. Pero también hay una razón cultural: después de haber salido del centro del universo, después de haber salido del centro de la biología, hay un aferrarse a la inteligencia como el único rasgo distintivo, lo único que, en principio nos diferencia es que somos sujetos, sujetos capaces de decir “yo”, y de intuir vagamente lo que tan esotérica palabra significa. Es lógico que muchos se pongan a temblar si algo, aparte de nosotros, es capaz de pronunciar la más terrorífica, la peor de las palabras: Yo.

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