ESPECTáCULOS › “LAS HORAS DEL DIA”, NOTABLE DEBUT DEL CATALAN JAIME ROSALES

Un Abel que carga con su propio Caín

Premiada en Cannes y en el Bafici, esta lacónica radiografía de un asesino serial se interroga por la naturaleza del mal absoluto.

 Por Luciano Monteagudo

No es fortuito que Las horas del día, ópera prima del director catalán Jaime Rosales (Barcelona, 1970) haya obtenido el premio de la crítica en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes del año pasado y el Premio Especial del Jurado en la última edición del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici). La película de Rosales no sólo es una apuesta extrema por un cine de una radicalidad sin atenuantes, una producción realizada al margen de las especulaciones de lo que habitualmente se llama “mercado” (lo que sin duda dificultó tanto su estreno en salas argentinas). También se trata de un film absolutamente infrecuente en el panorama del anquilosado cine español. Como señala con justicia la crítica madrileña Nuria Vidal: “Siendo profundamente realista, Las horas del día nunca cae en el naturalismo, siendo profundamente moral no juzga ni condena a su personaje central. No hay buenos ni malos en esta historia atroz, no hay intriga ni investigación, no hay psicología ni explicaciones. Hay una buena dosis de cine en estado puro”.
Los dos planos iniciales de la película ya definen su tono y su tempo, tan alejados de la histeria publicitaria al uso. El primero es una toma general de las afueras de una ciudad, un plano distante, donde bajo una luz cruel el director parece sorprenderse de la fealdad y la rutina ciega del mundo. El segundo es un silencioso, prolongado primer plano del protagonista, Abel (Alex Brendemühl, el mismo de otra elogiada película catalana, En la ciudad, de Cesc Gay), mirándose fijamente al espejo, como si se preguntara quién es ese hombre que tiene delante suyo y a quien no alcanza a reconocer.
Quién es realmente Abel, qué piensa, por qué siendo como parece ser un vecino como tantos, como cualquiera, de pronto siente la pulsión incontrolable de matar son preguntas que la película nunca tiene la pretensión de responder. Se conforma con plantearlas, de la manera más brutal, interrogando a su vez al espectador –en quien Rosales confía plenamente– para que intente contestarlas en su propia conciencia o simplemente lo persigan en la oscuridad de la sala. En este sentido, y a pesar de que el plano final es simétrico y equivalente al primero, con esa ciudad indiferente que continúa con su gris cotidianidad, insensible a las monstruosidades que oculta, Las horas del día es una película abierta, que se resiste a manipular a su público, que expone en crudo un fragmento de la realidad y lo deja a la consideración del otro.
Abel, que parece llevar consigo su propio Caín, se levanta todas las mañanas, abre su tienda de barrio de ropa para toda la familia, discute obcecadamente con su empleada, mantiene una conversación insustancial con su madre por la tarde o se aburre con su novia por la noche. Sus horas dan la impresión de ser siempre iguales, las mismas, en todo caso cada vez más pesadas, asfixiantes. Se diría que sus únicos intervalos son aquellos en que de pronto, al azar, eligiendo una víctima no por su edad ni su sexo sino simplemente por su estado de indefensión, mata. Mata sin emoción, sin razón, sin culpa: mata porque tiene manos fuertes y porque puede hacerlo.
Seco, lacónico, riguroso, el film de Rosales nunca se permite tampoco el morbo ni la violencia gratuita. El mal y la muerte están allí, sueltos, pero el director jamás se regodea con ellos. Apenas da cuenta –como si se tratara de un discípulo solitario del cine de Robert Bresson– de que se trata del diablo, probablemente.

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Alex Brendemühl es Abel, un hombre común, que también mata.
 
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