CONTRATAPA
El glamour de los rebeldes
Por José Pablo Feinmann
La foto es conocida: Sartre está en un sofá o sofá-cama (un lugar en que se adivina dormitaría a veces su anfitrión) y se inclina para encender su habano. El que le da fuego está en una silla fuerte, una silla de hombres con mando y poder, y la altura de la silla es mayor que la del sofá, motivo por el que este personaje mira desde arriba al otro, a Sartre. También es más alto. También es más bello, cosa nada difícil ya que Sartre es, decididamente, feo. También es más joven. Admira a Sartre, pero no deja de hacerle sentir que el hombre de acción es él y que, por serlo, la historia es asunto suyo. No en vano es Sartre quien ha cruzado el océano para hablarle, no al revés. El hombre de la silla-poder es Ernesto “Che” Guevara. Extiende su brazo derecho y le da fuego a Sartre: enciende su habano. Hoy, ellos dos, que tanto se equivocaron según gustan señalar a izquierda y derecha todo tipo de voces, que tan superados están, que tanto eluden o silencian los académicos, no citando jamás a Sartre y haciendo del Che una momia devenida, son uno de los pocos símbolos genuinos de la rebeldía humana.
¿Qué más dice la foto? ¿Guevara le da su fuego a Sartre? No, Sartre tenía el suyo propio y valía y quemaba tanto como el del Che. Guevara le da fuego al habano de Sartre, dado que, sin duda, acaba de entregárselo y quiere que se lo fume, que se fume un buen cigarro cubano, que por algo se ha cruzado el océano, se ha molestado tanto, maestro. La foto dice: Sartre y Guevara comparten el fuego. El fuego es el de la opción por los oprimidos. Sartre lo lleva por los caminos de la filosofía y la literatura. Guevara no. Los lleva por los de la acción y, en Bolivia, entre el asma y la desesperanza, o la soledad, y, para peor, equivocado, terminará ardiendo en él.
¡Qué poca sensatez tuvieron estos dos hombres! Sartre, casi ciego, terminará subiendo a toneles en fábricas embravecidas y hablándoles a los obreros palabras fuera de moda. De Guevara, ni hablar. Padeció y murió como un Cristo, asesinado por un sargento torpe y aterrado. Es cierto eso que se ha dicho: la elección de Guevara era crística, quería morir. La de Fidel, política: quiere durar y todavía, casi a tientas, con reflejos cansados de tigre viejo, dura.
¡Cuánto se equivocaron! Así exclaman quienes los miran desde la vereda del poder neoliberal o de la sensatez académica. Vargas Llosa, en un reciente artículo, compara a Sartre con Aron. Ya, en un libro, creo, llamado Desafíos a la libertad, se había ocupado de matar otra vez al Che, declarándolo obsoleto y, muy especialmente, fracasado en cuanta causa emprendiera. Ahora, otra vez (ya que es un tic que tiene), se arroja sobre Sartre y busca ponerlo en su lugar. Le sorprende la exposición Sartre y su siglo que los franceses le han dedicado a quien tanto supo denostarlos al optar por Argelia y no por ellos. (“Ustedes parecen olvidar que tienen colonias y que allí se asesina en su nombre”.) De hecho, Vargas ha salido enfermo y confundido de esa exposición, a la que no pudo ver en completud: así es de vasta, desmedida como el hombre al que rinde homenaje. Se consagra entonces a mencionar errores de Sartre, frases algo terribles o decididamente incómodas. (Sartre, es cierto, escribió que un colonizado se humaniza al asesinar a un colonizador. Guevara escribió el casi truculento Mensaje a la Tricontinental. A los dos critiqué en mi libro contra la violencia: La sangre derramada. Pero desde adentro. Una cosa es un canalla y otra, un rebelde que se equivoca.) Lo que más abruma a Vargas es lasoledad de su personaje dilecto. De “su” intelectual paradigmático: Raymond Aron. Según parece también se cumplen cien años del nacimiento de Aron. Vargas escribe: “¿Por qué, entonces, el glamour del ilegible Sartre de nuestros días sigue intacto y a casi nadie parece seducir la figura del sensato y convincente Aron?”. (Un desvío: hay aquí un fallido. Sartre, para Vargas Llosa, no es “ilegible” hoy, lo ha sido siempre. Nunca conocí al escritor peruano-español-ciudadano del mundo. Será porque jamás fui a alguna de las innumerables cenas-homenaje que se le hacen. Pero, en caso de encontrarlo alguna vez, tendría un par de preguntas que hacerle. Porque, sospecho, Vargas conoce a Sartre, no por su pensamiento filosófico, magnífico, que llegó a su punto más elevado en la critique, al mixturar a Marx y a Heidegger en una dialéctica crítica, una dialéctica de la libertad, sino por sus obras de teatro, sus novelas y, sobre todo, sus actitudes y declaraciones públicas. Es decir, no lo conoce, Habla de él como enemigo político. Semeja, así, a la junta argentina -.neoliberal hasta los huesos– que anunció la muerte de Sartre, en 1981, como la de un “subversivo”. Qué honor tan merecido, maestro. Aquí, en la Argentina, lo mejor de una generación fue masacrada al amparo de ese concepto.) Volvemos a Vargas: ¡qué adjetivos tan escasamente glamorosos le ha endilgado al pobre Aron! Ha escrito: “El sensato y convincente Aron”. ¿Qué admira tanto en Aron? La lozanía y la actualidad de su obra. ¿Dónde las encuentra? Con vulnerable ingenuidad, confiesa: “(En) su defensa tenaz de la doctrina liberal, de la cultura occidental y de la democracia y el mercado (sic), en los años en que el grueso de la intelectualidad europea había sucumbido al canto de sirena del marxismo”. Agrega, por si hiciera falta, que todo esto se confirmó, que la historia bendijo estas ideas con “la caída del Muro de Berlín, símbolo de la desaparición de la URSS, y por la conversión de China en una sociedad capitalista autoritaria”(?). ¿Cómo es, entonces, posible que Aron esté olvidado, que no tenga glamour para nadie? Y recuerda la célebre frase de los años sesenta: “Es preferible equivocarse con Sartre que tener razón con Aron”.
Oscar Terán, en un texto que publicó en Radar, también se indigna por la frase que elige el error junto a Sartre antes que la razón junto a Aron. Pero Terán conoce bien a Sartre. (Lo sé porque fuimos compañeros de estudio y cierta vez, creo que él tiene algunos años más que yo, me impresionó en el Bar Florida de la calle Viamonte hablando sobre el maestro “del agujero en el seno del Ser”.) Terán, a lo Vargas, dice que, hoy, la frase sobre Aron es patética e impúdica. Caramba, qué duro. Esto, sin embargo, no le impide hacer otro balance que el de Vargas. Observemos su justeza: “En el balance primó la defensa de los oprimidos no sólo del Oeste sino también de quienes padecían el poder comunista (...) la de estar habitando un mundo crasamente burgués de rasgos insoportables que tenía su base en la ‘escasez’ (el preciso uso de este concepto revela que Terán, sí, leyó a Sartre) de los más frente a la enorme saciedad de los menos, y ante el cual el intelectual debía como la conciencia fenomenológica ‘estallar hacia el mundo’ para encontrarse ‘en el camino, en medio de la muchedumbre, cosa entre las cosas, hombre entre los hombres’”. La muerte filosófica de Sartre –a partir de mediados de los sesenta– se acompaña con la pulverización de la conciencia, que ya no estalla “hacia afuera” sino hacia ninguna parte. Como los intelectuales, que sólo estallan dentro de las academias, en medio de papers, becas, subsidios y seguridades varias. Los hombres ya no son “hombres entre los hombres”, son elementos de las estructuras o son relegados por los juegos del lenguaje, los que, como todo juego, son infinitos y no “estallan hacia afuera”. Duermen la siesta íntima de la seguridad académica.
¿Por qué Sartre y Guevara tienen más glamour que Aron? Porque eligieron la causa de los oprimidos. Porque se equivocaron muchas veces (¿quién no se equivocó en la catastrófica historia del siglo XX, quién no viotraicionados sus sueños o envilecidas sus opciones?), pero siempre desde la orilla de los oprimidos. Si Sartre se equivocó con la “revolución cultural” de Mao, peor (y más mediocremente) se equivocó Aron en su defensa del “mercado” o de la “doctrina liberal”. Por eso, hoy, todavía, uno prefiere equivocarse con Sartre a tener razón con Aron. Y sobre todo con Vargas Llosa. Que, además, no la tiene.