CONTRATAPA

Lo que es del César

 Por Juan Sasturain

En estos días se cumplieron veinte años de que César Fernández Moreno muriera en París sin aguacero, sin consuelo, sin Vallejo ya ni Cortázar siquiera. Se fue a los apurados 65 –era del ’19– y cuando estaba una vez más de funcionario, agregado cultural de la embajada argentina, como había sido antes hombre de la Unesco allí mismo, en La Habana y otros lares. El inquieto que escribía de y en aeropuertos se pasó los últimos veinte años de su vida afuera; y sin embargo, pocos poetas tan de acá, alevosamente tan de acá: “argentino hasta la muerte” dijo, citando al barbado y olvidado Guido Spano para la historia.
En la literatura de estas latitudes rioplatenses hay una sola Alfonsina, un solo Macedonio, una sola Marosa, un solo Oliverio, un solo Felisberto, un solo Celedonio, un solo Baldomero y ninguna flor. Sin embargo, a diferencia de otros casos, hay varios Fernández Moreno que viven y han vivido por escrito; primero a la sombra y después a la intemperie de un nombre y apellido doble y largo que vino con chapa de médico en la puerta y con chapa de poeta en la literatura argentina del siglo: el sencillismo paterno fue un yugo nada sencillo de romper. Y si no, que lo digan César, Manrique, Clara, Inés, la fila –probablemente incompleta– de dos generaciones de escritores que han cargado estoica, amable o jodidamente con siete decenas de balcones eternos.
El primero que se hizo cargo del Viejo fue César, el mayor. No le quedaba otra. Como un artesano que comparte primero y luego hereda el taller familiar, fue poeta durante y después de ser y ejercer tanto de hijo como de abogado. Para procesar el amable peso lapidario de Baldomero, el Pequeño César se refugió en la endeble estructura generacional del cuarenta, una promoción que “se salva” por lo que luego harían sus excepciones: Enrique Molina, Wilcock, Girri y él mismo. Después, en una época en que los pibes Murena, Jitrik, Sebreli y los Viñas ejercían el parricidio explícito con Lugones, Martínez Estrada y otros ídolos, él encaró un literal parricidio interior que suponía el entierro con homenaje –Introducción a Fernández Moreno es su primer ensayo largo– y el despegue con propia voz a partir de Argentino hasta la muerte (1954), caído con la contundencia de un ladrillo en el formal charco de la lírica nacional. Este libro y este poema, junto con Al público de Leónidas Lamborghini y Violín y otras cuestiones de Gelman, inmediatamente posteriores, hacen que la poesía argentina –en sus diversos registros– se largue a conversar y a contar cosas.
Desde ahí, César Fernández Moreno comenzó un trabajo de tupida producción poética en un registro en el que no estuvo solo sino bien y mejor acompañado: el grupo Zona de la poesía americana –homenaje a Apollinaire y declaración de pertenencia regional– integra a mediados de los sesenta a César, Brascó, Jitrik, Vanasco y Urondo más invitados que van de Madariaga a Gelman o Casasbellas, homenajes a Girondo, Juanele y Discépolo... Mientras, en diferentes latitudes de América, grandes comoNicanor Parra o Ernesto Cardenal –y tantos otros– elegían el mismo camino de la expresión directa, equívocamente “antipoética”, coloquial. En el caso de César, de los más laxos y jodones entre pares, se impuso contar, transmitir la inmediatez de hechos y sensaciones con medios de uso común que no soslayaran el juego y el humor. Lo que llamó (con perdón) “poesía existencial”, sin el mínimo asomo de solemnidad, mal de tantos y tontos.
Simultáneamente, Fernández Moreno el (siempre) Joven hizo un desprejuiciado y original ejercicio del ensayo. Desde la Introducción a la poesía en FCE a La realidad y los papeles de Aguilar, teorizó e hizo historia sin acartonamientos. Así, leyó el desarrollo de la lírica criolla como la oposición de dos líneas, una “culta” y epigonal y otra popular, más genuina, que reconoce su inicio en Bartolomé Hidalgo, un poeta que –no se priva del chiste– cómo no iba a ser coloquial en su expresión poética si era peluquero... Una muestra ejemplar de su estilo, de su manera de asumir la poesía.
Sentimientos completos tituló sin mentir la antología personal de 400 páginas editada por De la Flor a principios de los ochenta, la última vez que juntó sus poemas: cincuenta años de versos acumulados, revisados, releídos, de la adolescencia formal a la madurez –por suerte– nunca del todo consolidada. Cuando hacia 1999 Jorge Fondebrider reunió en dos tomos la Obra Poética en edición tapa dura de Perfil, recogió hasta lo último, incluso los inéditos. Ahí, entre éstos, aparece un título ejemplar y sintomático: Conversaciones con el Viejo, en que dialogan poema a poema, en páginas enfrentadas, Baldomero y el Hijo. “Qué lejos nos pusieron / yo debería haber nacido contigo y no de ti”, había escrito César en La tierra se ha quedado negra y sola. Juntos en la historia grande de la poesía argentina, entreverados o contiguos en las antologías, el diálogo continúa.

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