CONTRATAPA

Armar y desarmar

 Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Después de tantos años, la obligación o placer o hábito o reflejo casi automático de tener que escribir una de estas contratapas a la semana permite reflexionar sobre ciertas particularidades del sistema en cuestión. La búsqueda y elección del tema, las ganas de que lo coyuntural se cruce con lo eterno, la gracia de que lo público se funda con lo privado. Las contratapas me recuerdan la condición primera de aquellas escolares “Composición Tema Libre” donde a uno se le permitía hacerse el loco siempre dentro de los límites del buen gusto y la razón y pienso y redacto todo esto el domingo y tengo frente a mí un sumario de posibles temas. Las revueltas juveniles en Francia que algunos optimistas relacionan con las del ’68 sin percatarse de que son todo lo contrario: entonces se buscaba ser diferentes y ahora se exige ser parte del asunto. La paradoja que permite al Barça jugar un fútbol tan exquisito que no puede marcar goles. La colosal trama de corrupción destapada en Marbella. La aparición de excrementos de un Lince Ibérico –especie en peligro de extinción– en las afueras de Madrid. Un nuevo triunfo de Fernando Alonso, lo más parecido a un ídolo deportivo que jamás he tenido. El retorno de Sharon Stone en Bajos instintos 2. ¿Cómo elegir alguno de estos temas? ¿Cómo descubrir sus nexos secretos y combinarlos y fundirlos en un todo? ¿Cómo armar algo con estas diferentes piezas? ¿Dónde están los planos, eh?

En eso estaba cuando leí una noticia en el El País firmada por Andrés Aguayo que me llevó a cuestiones muy diferentes sin por ello abandonar a las ya enunciadas. Porque de lo que aquí se tratará es de la crisis del acto de unir pensando. Es decir: tratará de que la empresa danesa Lego está en problemas. Lego se está desarmando. S.O.S.

DOS La naturaleza de los juguetes –su precio y grado de sofisticación– probablemente sea el primer contacto que tienen los niños con la diferencia de clases. Nacido en el ’63, estoy casi seguro de haber tenido la suerte de que mi infancia haya sido bastante unplugged y que en ella, como en la de tantos otros, dejando de lado el ocasional robot a pilas y el control remoto con cable, reinaran Mis Ladrillos (clase baja), Rasti (clase media) y Lego (clase alta). La superioridad de Lego no se cuestionaba: colores más brillantes, un siempre satisfactorio click cuando se unían los pequeños bloques y –detalle importante– eran mucho más duros de morder y deformar. Y, a la hora del holocausto, ardían mucho más lindo. Pero lo importante era que Lego (y afines) era un juguete diferente, mutante y mutable y que se reinventaba con cada nuevo entusiasmo efímero o pasión duradera. Los Lego eran una especie de organismo que absorbía la última película o el último libro y trataba de emularlos aún sabiendo que esto era imposible. Pero en el desafío estaba la gracia y la aventura de –comprendiendo la imposibilidad de la reproducción perfecta con unas pocas variedades de piezas angulares y la ocasional y casi exótica curva– superar al modelo original. Cuando jugábamos con Lego –intuitivo juguete sin instrucciones, libre albedrío– éramos un poco dioses: creábamos y destruíamos, armábamos y desarmábamos y, cada noche, recogíamos los restos del día y los guardábamos en una caja grande que se iba nutriendo de dosis de pequeñas cajitas. Porque nuestros mayores lo tenían bien claro: regalar Lego era regalar el universo.

TRES Ahora ya no, parece. Lego está en problemas y sus rivales son las eléctricas maquinarias de la alegría. Ya saben o ya se imaginan: videojuegos y computadoras y la posibilidad de ser uno con el juguete. Que el juguete juegue con nosotros en lugar de que uno juegue con él. Lo virtual versus lo real. Lo pasivo por encima de lo activo y hoy por hoy, apenas el4 por ciento del mercado español –trasladar el porcentaje a todos y cada uno de los países– está ocupado por “juguetes de construcciones”. Ahora los niños prefieren ver la explosión antes que producirla ellos (ah, el Big Bang de aquel petardo volando por los aires un castillo) y así –sigo leyendo– han bajado las ventas, hay pérdidas millonarias, se despiden a operarios, se cierran fábricas y la empresa busca soluciones de emergencia que a mí, lo siento, me parecen blasfemas. Porque –he seguido su no muy feliz evolución a lo largo de los años– no conformes con haber introducido cada vez más formatos de piezas hasta incluir miembros y cabezas y cuerpos ya listos acercándolo peligrosamente a las fáciles simplezas de la galaxia Playmobil, Lego se apuntó a los video-games en desesperadas pero productivas sociedades con el merchandising de Star Wars o Harry Potter. Lo cual es un absurdo: porque la gracia estaba en que lo de afuera acabara siendo legolizado y no al revés. De ahí el nombre con mucho de único e irreversible mandamiento: Lego proviene de leg godt. Lo que en danés significa: juega bien.

CUATRO Todo esto no impide que su prontuario –desde su génesis en el taller de un tal Ole Kirk Christiansen en 1932, juguetero revolucionario que entonces se pasó de la madera al plástico– todavía sea magnífico y su poderío casi sin límites y sigo leyendo: Lego fue declarado juguete del siglo XX por la revista Fortune, el escritor Norman Mailer todavía conserva intacta la lego-metrópoli que construyó en 1965, 400.000.000 de niños y adultos (estoy seguro de que Lego es aquello a lo que más juegan, juntos, padres e hijos) comulgaron con Lego el año pasado y, en promedio, cada habitante del planeta posee 52 piezas de Lego sin saber pero sí sentir que apenas ocho de ellas alcanzan para crear 915.000.000 de figuras distintas. Aun así, las sombras avanzan y el profesor de Etica y Sociología José Miguel Marinas explica: “Lego es estupendo hasta que hay que recoger las piezas. Con los video-juegos no hace falta hacerlo”. Discrepo: a mí me gustaba guardar los Lego. Es más: me gustaba que se perdieran piezas debajo de camas y sillones y encontrarlas días después como si se trataran de un tesoro perdido o de un tiempo recuperado. Sostener un indivisible pedazo de Lego –parte de algo que hoy podría convertirse en un ladrillo de protesta o en el pie de un futbolista o en un lingote de oro ilegal, o en el volante de un fórmula 1 o en el taco alto del zapato de una asesina sexópata– es para mí el equivalente de hundir una magdalena en una taza de té y que todo haga click.

Y para qué les voy a contar lo que siento si lo muerdo.

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