Martes, 4 de abril de 2006 | Hoy
Por David Viñas
Si el golpe de 1976 es la reducción al absurdo del 6 de septiembre de 1930, se puede inferir –teniendo muy en cuenta las obvias diferencias entre ambas coyunturas históricas– que Galtieri resulta la caricatura de aquel otro general que, manoteando su pistolera amenazante, echó de la Casa Rosada al vicepresidente Martínez. Podría postularse, también, que el dictador en ejercicio durante la guerra de las Malvinas no sólo representa la versión grotesca de aquel protagonista inicial sino su abyecta culminación y, ya al final del circuito militar, su clausura deseable y categórica.
Trato de sugerir, como me parece evidente, una especie de genealogía argentina tan obscena como deplorable. Que nos involucra a todos sin excepción en calidad de emisores o de receptores. Enérgicos/pasivos. Minoritariamente, ay, disconformes, críticos o resistentes. O para ser más preciso si cabe: ir proponiendo una constante cuya matriz no se limita a condicionar escenarios análogos sino, además, a superponerlos a un discurso central con variaciones.
La matriz del continuo discursivo que se tiende entre Uriburu y Galtieri puede leerse en la arenga pronunciada por Leopoldo Lugones en 1924. Fue en el Perú de Leguía con motivo del centenario de la batalla de Ayacucho. Es un texto musculoso e insultante. Y que reverencialmente ha sido comentado, en su núcleo, por generaciones sucesivas de militares argentinos (así como por devotos compatriotas civiles). La médula de semejante alarde oratorio consiste en la proclama de la superioridad castrense y en la certeza indiscutible de la predestinación del Ejército a mandar al país y a sus habitantes sin ningún tipo de restricciones.
La escenografía que sirve de soporte a las egregias declamaciones de Uriburu y de Galtieri es el balcón de la Casa de Gobierno. Aparente detalle. Y allá abajo, una multitud en presunto acuerdo. Equívoco complemento. 1930/1982. El general aristocratizante, satisfecho en la foto lateral junto a Matías Sánchez Sorondo, pretendía avalarse referencialmente con Benito Mussolini. Momento primordial en pleno apogeo del fascismo. Galtieri, condotiero tardío, hasta en sus sobreactuaciones pronosticaba el desastre final.
Apertura y cierre. Un jefe rígido, pionero que, de hecho, estrena los años infames; y otro jefe con quien se evaporan, histriónica y trágicamente, los pruritos del autopromocionado Proceso. Pero la hipótesis de una genealogía castrense argentina puede lucir un par de inflexiones agregadas: Falcón –cuyo gigantesco retrato a lo kaiser Guillermo II adorna la oficina mayor del Departamento de Policía–, eficiente sableador de manifestaciones anarquistas en la etapa de repliegue del “orden conservador”. Dios lo tenga en su gloria. Y Onganía, indeleble carismático, entre las guías enhiestas de Uriburu y el hipo marcial de Galtieri.
“Superioridades” y destinos, sería el balance. O el epitafio. Una constante retórica, en realidad, con sus crispaciones y naufragios. Se podría, de manera consiguiente, agregar una ristra de connotaciones: desde potencias abatidas hasta múltiples deterioros. Quizás en esa franja módica y tan gritona se nos revele, por fin, la esquiva esencia argentina, oficiosamente manipulada por dictadores como Uriburu y Galtieri.
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