Viernes, 28 de julio de 2006 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
37 GRADOS Qué fue primero: ¿el frío o el calor? Se presume que el calor; porque ese estallido iniciático y total que fue el Big Bang, ese multimillonario e irrepetible efecto especial, tiene que haber subido la temperatura de la nada a miles de millones de grados en cuestión de segundos. Y viendo Dios, o pensando una inteligencia superior, o maravillándose el vacío absoluto del azar que eso era bueno, lo que uno u otro u otro exclamaron fue, seguro, “¡Qué calor!”.
38 GRADOS Aquí y ahora, en Europa en general y en Barcelona en particular, el slogan y el mantra y el lema sobre el escudo de armas y el pensamiento como reflejo automático y transpirado es uno y es “¡Qué calor!”. Unos pocos ingenuos o entusiastas de la materia se arriesgan a cambiarle los signos y se preguntan “¿Qué calor?” y, frente a pantallas azules o verdes a las que se les sobreimprimen mapas digitalizados, se contestan una multitud de cosas raras que, aseguran, tienen que ver con los gases en suspensión y el calentamiento global y con saharianos alientos de dragón que llegan al continente en forma de olas de calor y... Hace poco vi una película sobre un meteorólogo. Sobre la vida privada de un meteorólogo. Se llama The Weather Man y está protagonizada por Nicholas Cage y Michael Caine y es, por mucho, la mejor película que he visto en los últimos tiempos. La película tiene esa tristeza sofocante de los relatos y novelas de Richard Yates y acaba revelándonos lo que todos sospechábamos: los meteorólogos de televisión llevan vidas opacas y tristes porque son los encargados de dar malas noticias. Malas noticias aún más inexplicables que las malas noticias de costumbre (ver, por ejemplo, lo que ahora mismo está ocurriendo en la nueva entrega de esa eterna y trágica comedieta mediooriental que podría titularse Querida, ¿adivina quién viene a bombardear esta noche? y la otra noche –el calor– soñé que un misil de Israel alcanzaba a Condoleezza Rice durante su visita sorpresa a Beirut y que su volatilización pasaba a ser considerada “daño colateral”), porque se trata de malas noticias de origen casi divino en las que los “hombres del tiempo” funcionan como oráculos funestos o mensajeros sacrificables. Por eso, se me ocurre, suelen ubicarlos al final de los noticieros. Por eso, en la película antes mencionada, la gente le grita y le tira cosas al meteorólogo cuando lo ve por la calle. Por eso yo, durante todas estas últimas y eternas noches, le hablo y le ruego a mi meteorólogo de cabecera que, por favor, haga algo, solucione la cosa, me dé un respiro. Después de todo, Nicholas Cage fue uno de los candidatos para ser el nuevo Superman. Pero no. Terminó siendo otro tipo de superhéroe: un tipo que nos explica por qué hace tanto calor, pero que, al mismo tiempo, no tiene la menor idea de las razones para que así sea. Igual que nosotros.
39 GRADOS Aquí y ahora, los seres humanos nos dividimos entre los que tenemos aire acondicionado y los que no. Yo no. Y yo vuelvo a preguntarme por qué yo no. Y yo vuelvo a responderme –absurdo, masosurrealista– que el frío que proporciona el aire acondicionado “no me gusta” y que sólo es disfrutable en “dosis homeopáticas” y que la gente que vive con aire acondicionado acaba padeciendo “raras enfermedades crónicas”. A veces voy todavía más lejos y aseguro que la gente que tiene aire acondicionado se parece a esos gelatinosos y fosforescentes peces de las profundidades que jamás conocerán la superficie porque el solo reflejo del sol a través de las aguas los disolvería. Después, por supuesto, salgo de esos elegantes y frígidos ambientes y vuelvo a mi cálido departamento y lloro y lloro y lloro, pero las lágrimas se me evaporan antes de llegarme a las mejillas o se confunden con el sudor. Después me pongo a releer El cielo protector o meto copia de Lawrence de Arabia en el DVD y me digo que la cosa no está tan mal, que podría ser peor.
40 GRADOS Y fui a ver Superman porque me interesaba disfrutar de ese formidable efecto especial que es el aire acondicionado. Lo disfruté, pero no todo lo que podría haberlo disfrutado porque parte importante de la trama de Superman tiene que ver con cambios climáticos, tormentas, relámpagos y un absurdo Lex Luthor quien –teniendo acceso al conocimiento absoluto del universo– opta por convertirse en una especie de especulador inmobiliario siguiendo las pautas de los corruptos politicuchos de Marbella quienes, por estos días, saltan por los aires y por los tribunales luego de varios años de enriquecimiento territorial e ilícito. Salí del cine y me metí en el subte (la combinación del calor agobiante de la estación con la llegada de los frescos vagones climatizados produce una especie de epifanía boba pero epifanía al fin) y llegué a casa y encendí el ventilador y libros y hojas y periódicos volaban por toda la habitación y el televisor transpiraba las noticias del día: las últimas y cada vez más ocurrentes y totalizadores acusaciones de Rajoy a Zapatero (pronto le echará la culpa de que los termómetros se vean obligados a trabajar horas extra), el incesante goteo de los inmigrantes sin papeles huyendo del calor de Africa para acceder al calor europeo, las “conversaciones” o “negociaciones con ETA”... pero lo que en realidad me importaba y me sigue importando eran las últimas noticias sobre el calor. Las alertas en otros países del continente, el número creciente de muertos (vivos evaporados), las indignantes entrevistas a los frescos vendedores de equipos refrigerantes, la invasión de medusas a las playas de Barcelona, el stop de una central nuclear porque el agua del río Ebro estaba tan caliente que ya no refrigeraba, la recomendación de tomar 2,5 litros de agua al día hasta que nos salgan agallas, esas cosas... Después hablo por teléfono con algún amigo y juntos recordamos aquellos maravillosos y apenas primaverales veranos del 2004 y del 2005 e intentamos convencernos de que este 2006 jamás llegará a alcanzar las temperaturas de aquel infernal 2003 con el que las madres hoy asustan a los niños. Pero después él me dice o yo le digo –da igual– que alguien, un maldito meteorólogo, acaba de anunciar que Cataluña afronta el verano más cálido de la última década. Luego nos pusimos a pensar en cuál sería el color del calor y llegamos a la conclusión de que se trataría de ese blanco monstruoso que acecha –luego del rojo y del amarillo y del azul– en el centro mismo de una llama. El color del sol justo antes de quedarte ciego por mirarlo fijo. Enseguida, mi amigo se puso a llorar y yo le pregunté qué le pasaba y –todavía falta, agh, agosto– él me respondió que lloraba porque su desodorante lo había abandonado. Otra vez.
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