Viernes, 28 de julio de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Ricardo Forster *
Toda guerra es miserable y dolorosa; nada justifica la muerte de civiles, la destrucción de ciudades, el horror del bombardeo permanente. Matar en nombre de cualquier fe, religiosa o secular, es, siempre, un crimen. El ejército israelí mata, Hezbolá mata, Hamas mata, Siria mata, Irán mata, Estados Unidos mata... y la lista es mucho más larga, casi inacabable, y atraviesa la geografía entera del planeta. La guerra, en sus múltiples versiones y justificaciones, nos deja desamparados en tanto que seres humanos, nos comunica con la crueldad que llevamos muy dentro de nosotros. Israel no es todo el judaísmo ni resume toda la extraordinaria historia judía; Israel es un Estado con sus contradicciones, con sus injusticias e, incluso, perdón ante tanta crítica, con sus logros. Pero ser judío no es ser israelí, más allá de una corriente de afecto y solidaridad que podamos sentir hacia la tierra de nuestros lejanos ancestros, ni todos los judíos se sienten identificados con las políticas del Estado, e incluso están también aquellos que han desplegado críticas directas a la militarización de Israel a lo largo de los años. Pero tampoco es posible reducir brutalmente la historia judía, sus múltiples vicisitudes, su laberíntico camino, al puro y destemplado presente. El pasado nos habita, la memoria sigue escribiendo su texto en nuestros cuerpos, una memoria en la que la brutalidad de la guerra actual no puede ni debe decir la última palabra. Es odioso, parcial, injusto homologar lo que está sucediendo hoy, ahora, en el Líbano, con la condición judía; de la misma manera que también es parcial y mentirosa la reducción del conflicto a la única responsabilidad israelí, como si el mundo árabe fuera una víctima inocente, injustamente atacada por un país agresor que lo único que quiere es oprimir eternamente al pueblo palestino y, de paso, destruir al Líbano. Resulta casi inverosímil leer solicitadas o columnas de opinión de intelectuales progresistas que colocan a Israel en el puro lugar del mal y no dicen una sola palabra de Hezbolá o de las políticas agresivas de Siria e Irán, que se callan ante la muerte de civiles israelíes pero que se desgarran las vestiduras ante la muerte de civiles palestinos o libaneses. Para ellos los muertos no valen lo mismo, los únicos asesinos son los soldados israelíes mientras que del otro lado sólo hay combatientes por la libertad y la paz. Tanta ingenuidad es algo más que inverosímil, es complicidad, es esa eterna justificación maniquea que en nombre de la causa, de la lucha antiimperialista o la que sea, elige qué muertos le son funcionales y dónde poner el acento de la compasión humanitaria. A nosotros nos duelen todos los muertos y nunca dejamos de pronunciarnos contra las políticas que negaban el derecho del pueblo palestino a tener su propio Estado, del mismo modo que defendemos el derecho de Israel a la existencia sabiendo que ese derecho está siendo permanentemente amenazado por aquellos mismos que hoy se ofrecen, aunque constituyan un ejército armado hasta los dientes, como víctimas y que son reivindicados por nuestros progresistas bienpensantes. ¿O acaso los múltiples fracasos de los planes de paz, desde Camp David a Oslo, fueron responsabilidad exclusiva de los gobiernos israelíes? ¿Y qué decir de lo que Hamas proclama respecto de eliminar a Israel del mapa? ¿Y de las declaraciones del premier iraní que niega la Shoá? Israel está muy lejos de ser una niña bonita y virginal. Le caben, por supuesto, responsabilidades evidentes, pero eso no significa, no puede significar, reducir la tragedia del conflicto en Medio Oriente a la maldad “judía”.
*Filósofo. Profesor e investigador de la UBA.
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