Martes, 1 de agosto de 2006 | Hoy
Por Eva Giberti
La historia de una violación abrió las compuertas de la miseria humana que la indiferencia de muchos y la complicidad de otros pretende naturalizar. En Página/12 del viernes 28 de julio, Mariana Carbajal reprodujo las palabras de una jueza de Menores: “La sociedad está pensando que a esta chica la agarraron en un baldío, que fue violada con violencia, pero no fue así... Fue un abuso intrafamiliar como ocurre en tantos casos. ¿Sabe la cantidad de chicas de 12 o 13 años, incluso de 9, que son abusadas por sus padres y quedan embarazadas? Veo un montón en mi juzgado”. Más adelante aclara que “no ha sido una víctima desamparada. No hubo violencia física”. Carbajal repregunta: “¿Le parece menos grave?”. Y Su Señoría responde: “No, claro, es igual de grave. Pero fue un abuso intrafamiliar”.
Avanzar en el análisis de un texto reproducido puede conducir a error, razón por la cual sólo lo utilizaré como inspiración y en mi propio contexto, para no traicionar el contexto original.
Comenzamos por tener que asumir que en algunos juzgados se encuentra una cantidad significativa de púberes y de niñas violadas por sus padres, tíos y abuelos: esos incestos, denominados por el Código Penal “abuso agravado por vínculo”, que desembocan en embarazos se califican como “algo grave” y al mismo tiempo habitual. Quien así los describe es una funcionaria cuya tarea reside en la protección integral de niños, niñas y adolescentes, en cumplimiento de la Constitución nacional. Entonces, niñas y púberes incestuadas, embarazadas, constituirían un hecho grave, en particular –como el texto lo menciona– porque no pueden abortar, dado que no son idiotas ni débiles mentales y debido a que la violación se produjo en ámbito resguardado por la denominación “intrafamiliar”; razón por la cual la violación de una niña no entrañaría violencia física. Más allá de que la escena describa a un sujeto adulto que penetra genitalmente a una niña de 9 años o a una púber de diez años, eyacula en el interior de su cuerpo y produce un embarazo. Teniendo en cuenta que se trata de un hecho secreto, la niña deberá guardar silencio, el cual se obtiene mediante amenazas contra ella o contra otro miembro de la familia o, en oportunidades, mediante el intento de seducción: “Es un secreto entre vos y yo”, argumenta el sujeto. Mientras la niña o la púber se inicia en la vergüenza y la humillación (por vivencia de suciedad e impotencia) al tener que limpiarse de una sustancia que desconoce o tolerar que sea el familiar quien se ocupe de esa higiene, por razones de su seguridad para evitar rastros. La niña o la adolescente, después de haberlo escuchado resoplar en su oído o de haberlo mirado jadeante y sudoroso sobre ella queda anonadada psíquicamente y lesionada. Esta suele ser la descripción de las víctimas.
Hasta ese momento la niña o la púber no había imaginado que un hombre equivalía a ese ser humano que “le hacía doler”. Pero esa práctica, que como se afirma es habitual, queda al margen de lo que podría constituir violencia física. Aunque se la considera grave. Cuando estas víctimas no son idiotas ni débiles mentales la ley no autoriza el aborto solicitado a partir de un engendramiento de esta índole, en cuyo origen no se supone violencia física por tratarse de procedimientos llevados a cabo en el resguardo del hogar familiar. Esta conclusión parecería desprenderse del texto que analizo.
Descuento que Mariana Carbajal ha reproducido con exactitud el segmento del diálogo en el cual Su Señoría le pregunta “¿Sabe la cantidad de chicas de 12 o 13 años, incluso de 9, que son abusadas por sus padres y quedan embarazadas? Veo un montón en mi juzgado”. Entonces, atendiendo al tono del comentario y a su contenido podríamos responder: “Pero fíjese qué barbaridad... Las cosas que les pasan a las chicas... Habría que educarlas mejor”.
La indignación constituye uno de los motores más eficaces de los cambios sociales. Corresponde cultivarla cuando, asistidas por el ejercicio de los derechos humanos, comprobamos que, desde posiciones impensadas, se viola la dignidad de las víctimas encarnadas en las vidas de niños, niñas y adolescentes. Violación impuesta mediante el discurso que brota en los territorios del poder diseñados para protegerlos.
El escarnio de la ética se transparentó en algunos de los discursos que la historia de la violación de una adolescente dejó al descubierto. Amparándose en la discusión acerca del aborto se lateralizó la figura del victimario, se escamoteó la índole de sentencias que le correspondería y quedaron a la vista quienes naturalizan lo habitual de violaciones intrafamiliares y los embarazos resultantes.
La fragmentación de la conciencia mediante los discursos que intentan ser explicativos es una característica de la época que bloquea la posibilidad de establecer normas constructivas relativas a los derechos morales de las víctimas y a la formación ético/política de quienes tienen la responsabilidad jurídica de representar la voz de las víctimas cuando éstas son niñas y adolescentes. Esa articulación fundamenta el principio de solidaridad que impregna la filosofía de los derechos humanos y que constituye base y marco de su ejercicio. Hablamos de derechos de las niñas y adolescentes arrasados siempre y cuando no se trate de “abuso intrafamiliar”, expresión engañosa y morigeradora de la definición del delito que cometen los familiares. Porque entonces esa violación –al amparo del ámbito familiar y bajo el techo del hogar– puede constituir una práctica que, aunque grave y produzca embarazo, no suscita horror ni decisión de desactivarla. Mientras, la víctima –siempre que no sea internada en algún instituto por “riesgo moral”– queda en espera de la próxima violación. Así sucede en los grupos humanos considerados “pudientes” y también en los que habitan las clases medias y populares. Como si los familiares incestuosos pudiesen anticipar que su delito cuenta con la canchera enunciación de quien enumera a las víctimas como “un montón” donde alternan todas las edades. Esta identidad colectiva es una invención original que, al incluir a las víctimas en el amasijo del montón, las excluye de sus derechos personales que reconocen a cada víctima con su propia filiación, con el apellido y/o la consanguinidad del violador que la palabra de la niña denuncia.
¿De este modo –agraviante y banal– serán pensadas las niñas víctimas de violación? No, tan solo por algunas personas. Pero sepamos que existen.
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