Miércoles, 11 de octubre de 2006 | Hoy
Por Juan Sasturain
Siempre hemos sabido que las cosas tocadas por el tiempo alguna vez pasan a dejar de ser lo que son. Una costumbre actual y perversa –los adjetivos no deberían ser mutuamente necesarios pero resulta que casi– se encarga de subrayarlo obscenamente, impone adosarle a todo lo que nos rodea una fecha de vencimiento. Empezando por los alimentos, claro, cada vez más apurados en pudrirse para cumplir con lo que marca la cajita, la tapa, el reverso. Pero no sólo. En estos tiempos sin fe, esperanza y caridad, cómo no calificar de extorsiva una declaración de amor eterno, cómo soportar el agobio psicológico de una culpa con fecha de caducidad ilegible... Tal vez por eso ni el amor ni la culpa están de moda: no prescriben. Tampoco caducan a término fijo la humillación, la vergüenza y el ridículo. Y ni qué decir si han quedado inevitablemente entreverados como ingredientes de un mismo recuerdo.
Lo que sigue sucedió hace casi veinte años, que no es poco. La distancia no me da más objetividad pero al menos le quita dramatismo a la cosa, decanta en el puro efecto grotesco. Voy a contar lo que me pasó el día en que lo conocí a Juan Carlos Onetti, el maestro tan temido.
Durante la primavera alfonsinista, la revista Crisis había vuelto a salir –reapareció por lo menos dos veces, se me entreveran los tiempos– y ahí estaban Zito Lema, el Gordo Soriano, Boccanera y Domínguez, el inefable Díaz Colodrero, el Oso Smoje en el diseño (después Carlos Sposari) y algunos más. Por entonces yo había publicado el primer tomo de Manual de perdedores, hacía la revista Fierro y escribía Perramus para Alberto Breccia. Tal vez por eso Zito Lema nos convocó con la idea de que hiciéramos historietas para Crisis, algo novedoso por entonces. Claro que no haríamos cualquier cosa sino algo vinculado con la literatura y el espíritu del mensuario: adaptaciones de grandes narradores latinoamericanos. Así, a partir del alevoso encargo, nos metimos primero, sin elección, con Antiperiplea de Guimaraes Rosa y con Las mellizas de Onetti –dos textos que en los setenta la revista ya había publicado y poseía los derechos– y luego, ya liberados y sin red, encaramos cuentos de García Márquez, Rulfo y Alejo Carpentier. Creo que fueron cinco en total, aunque hay un Borges también de esa época. Salió un lindo libro en 1993 que los reúne: Versiones. El laburo del Viejo Breccia es notable como siempre; el resultado general, un crimen de lesa literatura...
Sucedió que para el invierno del ’86 me ligué un viaje a España –la primera vez, creo que por una exposición de historieta argentina– y aprovechando que iba a hacer escala en Madrid, Soriano y Zito me encargaron que le llevara algunos números de la revista al viejo Onetti, para ver si lo interesaban en volver a colaborar. Me encantó la idea. Iba, feliz y emocionado, a conocer al Maestro –ya por entonces recluido definitivamente en la cama de su departamento de la Avenida América– con el pretexto de entregarle una amistosa carta del Gordo –que sí lo conocía bien– y dejarle los ejemplares.
Recuerdo que mi amigo el dibujante Juan Giménez –debo haber parado en su casa– me llevó en moto una calurosa tarde de julio o agosto. Toqué timbre y entreabrió ella, Dolly, la veterana compañera del monstruo, la custodia de la cueva. Le dije, ahí nomás en el pasillo, que venía de Buenos Aires, que traía una carta de Soriano para Onetti, que pensaba dejarle una revistas...
–Ah, Crisis... –dijo al descubrirlas–. Juan Carlos (¿o habrá dicho Juan?) está tan enojado con lo que le hicieron...
Visto en perspectiva, ahí es cuando debería haberme borrado. Sin embargo me quedé en el molde, no quise saber. Apenas parpadeé, esperé. Onetti era y es, significaba y significa mucho para mí y para cualquiera: en nuestro idioma, Borges, Felisberto y él. Después, el resto.
Y Dolly me hizo pasar –“Le voy a avisar a Juan Carlos”– y me dejó en el sillón del living desolado, inexpresivo, del que no puedo recordar sino una ventana no demasiado clara a la derecha, el pasillito de acceso a la habitación en el ángulo izquierdo. Me sentía tenso pero feliz en el fondo, con la guardia baja.
Y al final, apareció.
Estaba como lo vi en una entrevista de Televisión Española años después, hecha en la cama. En piyama claro y con medias azules de talón fugitivo –no me acuerdo de chinelas o chancletas–, despeinado o peinado a cuatro dedos, y con los gruesos anteojos algo ladeados. Acaso la barba crecida es un detalle que le agrego y no desentona.
Onetti me saludó sin registrar mi nombre –un dato innecesario–, se sentó a mi lado y, sin énfasis, grave e impersonal, en quince minutos, acaso en media hora, me destruyó. Mejor dicho: me dejó destruido.
No puedo reconstruir la conversación. Supongo incluso que no lo fue. Me quedan el clima y el efecto corrosivo. De salida fue al grano. Me contó a mí, el mensajero ocasional y para que lo transmitiera a quien correspondía, que lo que habían hecho con Las mellizas –“un texto personal, algo privado”– era una porquería. Que nunca lo hubiera autorizado. Que era un abuso de confianza imperdonable, una vergüenza haberse atrevido a hacer “eso” que incluso traicionaba el sentido de la historia...
Ahí –visto desde ahora– tuve mi segunda oportunidad de zafar. Debería haber hecho que tomaba nota, darle la mano, pedir vagas disculpas impersonales y escapar. Pero no. Hay algo peor que ser católico. Y es haberlo sido. No sólo me quedé sino que dije la verdad: fui yo. Yo, esta basura innoble y cuarentona, sin siquiera el atenuante de la irresponsabilidad juvenil; yo fui el que se atrevió a tocar el texto sagrado, profanar la Literatura con una grotesca versión a cuadritos. Y en seguida, tras adherir a sus reproches, esgrimí el atenuante, no del hecho en sí, sí de las circunstancias: creíamos que él autorizaba, creíamos que la revista tenía los derechos, no sabíamos –incluía a Breccia–, obrábamos mal de buena fe, pedí disculpas reiteradas. No me registró. Yo era un detalle. Yo no existía; lo importante era el enojo, la actuación soberbia, casi calderoniana de la honra y el texto personal mancillados. Y eso fue todo; soy incapaz de recordar nada más.
Me fui de ahí, no como quien se desangra sino como quien se adelgaza: podría haber pasado por debajo de la puerta, chatito, aplastado. Recuerdo la sensación de bochorno, vergüenza y humillación al llegar a la calle. No tenía margen de donde rescatarme: la verdad, era un inútil, un forrazo. Había hecho todo mal antes y durante; y el momento que podría haber sido sublime de cercanía con el maestro se había convertido en un mediocre infierno.
Cuando volví a Buenos Aires, a la redacción de Crisis, y conté lo sucedido, no hubo drama ni contrición. Al contrario. Literalmente se cagaron de risa de la situación y –sobre todo– de mi relato. “El viejo es así”, me consolaban Zito y Osvaldo. Y hubo detalladas crónicas de desaires, desplantes y cortes de rostro similares a otros tantos, varios y calificados. No entendieron: me había pasado a mí, pertenecer al club de los maltratados por Onetti –y con razón– no me daba consuelo alguno.
El cierre de algún modo equitativo me lo dio el salpicado Breccia, otro genio, otro impune, otro invulnerable: “¿No le gustó el laburo? ¿Pero quién carajo se cree que es ese viejo pelotudo? No le des bola, Juan”. Y sentí que de algún modo, emparedado entre las moles de los dos veteranos uruguayos, yo era un carlitos, uno que quedó en el medio de esos pesos pesado. Entonces me hice a un lado y recién ahí pude volver a respirar.
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