Jueves, 21 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Kerry Kennedy *
La junta militar que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983 no le daba importancia al mantenimiento de sus oficiales navales a gran proximidad de los miles de disidentes torturados y ejecutados por oponerse al régimen.
El grado exacto de proximidad es algo que se me hizo terriblemente claro el año pasado, durante una visita a la Escuela de Mecánica de la Armada, en Buenos Aires, un viaje organizado por Héctor Timerman, antiguo disidente y actual cónsul argentino en Nueva York.
Los prisioneros encapuchados eran trasladados desde sus celdas en el piso superior a las cámaras de tortura en el sótano por las mismas escaleras que empleaban los oficiales para ir a sus dormitorios, al comedor, a sus oficinas, al hospital y la Iglesia. La senadora Cristina Kirchner nos contó entonces la historia escalofriante del militar manifiestamente criminal que llevó a un sacerdote para decir misa a los torturados en la víspera de Navidad, unos días antes de que ordenara que se los drogase y lanzase vivos desde aviones al océano o al río. Un médico asistía a las sesiones de tortura para interrumpirlas antes de que pudieran causar la muerte y también estaba un sacerdote para impartir la extremaunción en caso de que el médico no actuara a tiempo.
A mi regreso a los Estados Unidos, traté de explicar a mis hijas los horrores ocurridos en la Argentina. ¿Cómo se explica a los inocentes una crueldad a tal escala?
Una enseñanza que recibimos del presidente Kirchner, de la senadora, del cónsul, así como de los supérstites de la Escuela de Mecánica es que muchas veces la capacidad de sobrevivir de los prisioneros dependía de saber que no estaban solos, que fuera de la cárcel había gente que se preocupaba por ellos. Es lo mismo que nos dicen las infinitamente valientes Madres de los Desaparecidos.
A pesar de las diferencias culturales, históricas y de las circunstancias, he escuchado historias parecidas de otros disidentes en todo el mundo. Desde Chile hasta Sudáfrica e Indonesia, los defensores de los derechos humanos encarcelados, torturados y amenazados de muerte recuerdan que durante los momentos más oscuros de desesperación, las noticias sobre un apoyo internacional eficaz levantó su ánimo y les infundió determinación.
Hoy en día, el pueblo de Birmania, país del Sudeste asiático, se encuentra en una lucha similar contra una dictadura que reprime ferozmente a quienes reclaman la restauración de la democracia. Su líder es Aung San Suu Kyi, la única galardonada con el Premio Nobel de la Paz que está encarcelada y líder de la Liga Nacional para la Democracia, el partido político que en 1990 obtuvo el 82 por ciento de los escaños parlamentarios en las últimas infaustas elecciones de Birmania. La junta militar anuló los resultados y desde entonces ha gobernado por medio de la fuerza.
El encarcelamiento de Aung San Suu Kyi es sólo el aspecto más visible de la violación de los derechos humanos en Birmania. Los abusos de la junta militar van más allá de la tortura brutal, el asesinato y las desapariciones.
El régimen incendió 3000 aldeas en la zona oriental del país, en una operación de limpieza étnica de las minorías. Está asimismo destruyendo los suministros alimentarios y presionando a miles de habitantes para que se sometan a tareas que equivalen a una mano de obra esclava moderna, mientras fuerza a más de un millón de refugiados a huir del país. Medio millón de refugiados internos sobreviven a duras penas al encontrarse fuera del alcance de la ayuda internacional. La organización Human Rights Watch denuncia que la junta ha reclutado a más niños soldados que ningún otro país del mundo.
Afortunadamente, hay esperanzas. En septiembre pasado, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas colocó el caso de Birmania en su agenda permanente por primera vez. El arzobispo sudafricano y Premio Nobel de la Paz Desmond Tutu y el ex presidente de Checoslovaquia Vaclav Havel fueron los primeros en hacer un llamamiento para que el Consejo de Seguridad enjuicie a Birmania, una iniciativa que los dirigentes de la Liga Nacional para la Democracia han respaldado firmemente con riesgo de sus vidas.
Este esfuerzo llega después de reiterados fracasos de las Naciones Unidas en Birmania. Durante los últimos catorce años, las 29 resoluciones adoptadas por la Asamblea General de las Naciones Unidas y por la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas no han tenido efecto alguno. La Asamblea General autorizó la designación de dos enviados especiales para Birmania por un período de diez años, mientras la Comisión de Derechos Humanos designó a cuatro relatores especiales desde principios de los años ’90.
Luego de cada visita diplomática, la junta militar prometía que estaba dispuesta a hacer cambios. Y poco después, rompía sus promesas.
El fracaso de la Asamblea General y de la Comisión de Derechos Humanos se debe en parte a que estos organismos no han sido diseñados para encarar las amenazas a la paz y a la seguridad internacionales. La gravedad de la crisis de Birmania es de tal magnitud que debe ser afrontada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Argentina es actualmente miembro del Consejo de Seguridad y ha experimentado el trauma causado por una dictadura militar. Por ello se espera que la Argentina apoye la propuesta de una resolución inmediata y vinculante sobre Birmania por parte del Consejo de Seguridad. Del mismo modo que los líderes argentinos han testimoniado que la solidaridad internacional ha sido crucial para la lucha contra el régimen militar, el apoyo de Argentina es ahora crucial para Aung San Suu Kyi y el pueblo de Birmania.
Es hora de tomar la delantera.
* Autora de Speak Truth to Power (Decir la verdad al poder) y fundadora del Centro de Derechos Humanos del Memorial Robert F. Kennedy. El copyright de esta nota pertenece a IPS.
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