Domingo, 15 de abril de 2007 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Occidente siempre buscó universalizar su cultura creyendo –y no podía sino creer algo así– que, al hacerlo, incorporaba a los países “occidentalizados” a una civilización superior. Inglaterra tuvo éxito en esa empresa. Y Estados Unidos la heredó y hoy la propugna con la misma convicción. El concepto que surgió –como consecuencia, también, del poder “universalizador” de los mass media– fue el de globalización. Luego del atentado del “nine eleven”, la potencia del Norte, la superpotencia que garantiza e impulsa la globalización del Occidente actual, se sintió poderosamente herida. No imaginamos todavía hasta qué punto. Y los países que se resisten a la globalización norteamericana afirman su diferencia. Que un país afirme su derecho a ser diferente a la universalización que propone un Imperio es un signo de debilidad para ese Imperio. Se debiera suponer que la gran potencia bélica se basta para imponer su cultura como la cultura de todos, como la “cultura universal”. No puede haber “diferencias” cuando se plantea un “orden global” y más aún si ese “orden global” responde a la estrategia de una “guerra global”.
Hemos llegado al punto. Cuando Inglaterra universalizaba su cultura, cuando entraba en la India o en China, lo hacía para expandirse y para ganar mercados. Hoy, Estados Unidos se globaliza porque necesita librar una “guerra global”. ¿Por qué? ¿Es el entero planeta su enemigo? No, pero su enemigo puede estar en cualquier parte del planeta. El terror del terrorismo es su no-lugar. Hitler estaba en Alemania. Stalin en la Unión Soviética. Los vietnamitas en Vietnam, pero les bastó meterse en la selva para ser inhallables, para no estar y estar. Con sólo eso humillaron al Imperio. El terrorismo no tiene territorialidad. ¿Dónde está Bin Laden? ¿Desde dónde se opera la Jihad-War? Así, el terrorismo elude la globalización. Y el Islam –hacia donde apuntan los misiles del Imperio–- afirma su derecho a la diferencia, que es su derecho a la identidad. No se globaliza. Se glocaliza. Esta glocalización es el establecimiento, la delicada precisión de una diferencia que ni siquiera se plantea como lo diferente de Occidente, sino que se plantea como una diferencia en-sí, es decir, como una identidad. La glocalización sería, entonces, la globalización de lo propio. Lo diferente del Imperio se da su identidad y esa identidad es protegida por una globalización de sí misma que la protege, que la circunda, que la torna inexpugnable. Esta globalización de una diferencia inexpugnable es la glocalización. Lo glocal contra lo global. Pero no como su contracara ni como su antítesis, sino como su absoluta alteridad. No somos lo Otro del Imperio. Simplemente no somos el Imperio. Este orgullo, esta arrogancia política y cultural preocupa al Imperio. Si tenemos en cuenta que Inglaterra forma parte de ese Imperio (supongo que no se discutirá esta afirmación: no habrá empresa desatada por Estados Unidos que no cuente con el respaldo de Inglaterra) es necesario tomar en cuenta un informe del Centro de Desarrollo, Conceptos y Doctrinas del Ministerio de Defensa británico. El informe está atenazado por la paranoia. La paranoia es un elemento de las guerras preventivas. Diríamos, incluso, que la paranoia es el ser de la guerra preventiva. El Informe sorprendió a todos. Lo que más alarma es la posibilidad de colocar muy pequeños chips en el cerebro. Esto posibilitaría a grupos terroristas movilizar algo que los expertos llaman flashmobs. Si incurrimos en cierta necesaria obsesividad nos enteraremos, por medio del exhaustivo Diccionario Simon and Schuster, de los múltiples –y todos incómodos o francamente atemorizantes– significados de la palabra mob, que, a saber, son: populacho, plebe, vulgo, masas, chusma, canalla, turba, tumulto, multitud de gentes. Nada de esto agrada al Imperio ni a sus ciudadanos. Un flashmobs sería una “multitudes de gentes” coordinadas por chips y arrojadas a acciones terroristas, difícilmente controlables por las fuerzas del orden. Estos expertos británicos prevén la resurrección del marxismo, algo que ni los marxistas (o muchos de ellos) esperan todavía. Habrá explosiones migratorias. Algo que es lógico. “The barbarians” están a las puertas de las ciudades y aunque los muros se levantan por todo el orbe no pueden contenerlos. Bush acaba de viajar a Yuma, que es un pueblo de Arizona en que ocurrían tantas hermosas películas de cowboys (entre ellas la inolvidable El tren de las 3.10 a Yuma, con Glenn Ford y Van Heflin) y que ahora ha perdido todo encanto, se ha tornado peligrosa por su cercanía con la frontera de México. El informe se empeña en ser desalentador, aflictivo. Dice, caramba, que en próximas guerras (y si algo es indubitable en esta época son “las próximas guerras”) se emplearán armas neutrónicas, las cuales, ustedes saben, matan a las personas, pero no a las cosas, y serían usadas para limpiezas étnicas en un mundo cada vez más superpoblado. La superpoblación mundial es un problema grave para los países “desarrollados”. Porque las nuevas poblaciones surgen en esos países a los que, cínicamente, se llama en “vías de desarrollo”. Y esto es una infame mentira. No es que los “países desarrollados” vayan adelante en el “tren de la historia” y los países “en vías de desarrollo”, por ir en ese mismo tren, alguna vez los alcanzarán. Mentira. Falso. No hay una sola vía. Los países desarrollados van por su carril. Y los otros van por otro, que conduce del subdesarrollo a su profundización. El Informe, por último, plantea problemas entre China y el Islam, dado que los chinos se desarrollan a ritmo de vértigo pero son ateos, han institucionalizado su ateísmo, y esto es intolerable para el Islam que tiene al marxismo entre los mayores enemigos de los preceptos del Corán por su corazón materialista. Son, así, blasfemos, algo que no conviene ser a los ojos de un islámico. Asimismo, el incorregible (campeón de la glocalización) Mahmud Ahmadinejad, que no hay día que no haga algo para desatar la invasión norteamericana, que es inminente, anunció que produce uranio enriquecido a escala industrial, y la agencia nuclear de la ONU, preocupada, dijo que Irán tiene cien mil centrifugadoras. A todo esto se añaden los problemas por el clima, que cualquier conflicto nuclear empeorará tal vez trágicamente.
Pero hay algo más grave. Si Estados Unidos invade Irán el terrorismo entrará en una faz altamente agresiva. El terrorismo es como el viento, inapresable. Estados Unidos confía en su símbolo imperial: el águila de la guerra. Ella descargará su furia. Son nietzscheanos. El águila guerrera norteamericana es el ave de rapiña que tanto placía a Hitler y a Goebbels y al teórico nazi de Nietzsche: Alfred Bauemler. Nietzsche, en la Genealogía de la moral, había escrito: hacia fuera, donde comienza lo extranjero, la tierra extraña, los alemanes son “mucho mejores que animales de rapiña dejados sueltos. Allí disfrutan la libertad de toda constricción social (...) allí retornan a la inocencia propia de la conciencia de los animales rapaces, cual monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura estudiantil (...) Resulta imposible no conocer a la base de todas estas razas nobles, el animal de rapiña, la magnífica bestia rubia, que vagabundea codiciosa de botín y victoria” (Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 2001, pp. 54/55). La “magnífica bestia rubia” de Nietzsche –que inspiró a los nacionalsocialistas– es hoy el águila guerrera del Imperio Bélico Comunicacional.
Pero (dijimos) hay algo peor que todo esto. Estados Unidos invadirá Irán y el terrorismo concentrará su horror, su retaliación en las ciudades, en los civiles. Paul Virilio, el notable estratega francés, ha escrito textos certeros, pero temibles. Vivimos una descomposición de la guerra clásica. Hay una inversión del número de víctimas. En los conflictos recientes, el 80 por ciento está del lado de los civiles. En la guerra tradicional era a la inversa. Ya nada es “tradicional”. Todo cambió. “Si antaño (escribe) se distinguía claramente la guerra internacional de la guerra civil –la guerra de todos contra todos–, de ahora en más toda guerra que se precie de tal es primero una guerra contra los civiles” (Paul Virilio, Ciudad pánico, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2006). El título del libro es claro, ¿verdad? Ciudad pánico. Los yanquis bombardean Oriente. El terrorismo, que es el viento, lo inapresable, el no-lugar, lo evanescente, golpea en las ciudades occidentales. ¿Qué dolerá más? La próxima “guerra total”, augura Virilio, será una “guerra civil mundial” y serán las poblaciones de las orbes multipobladas las ofrecidas en holocausto al caos demencial de la guerra.
¿Qué hacer? Están todos locos, enajenados de odio y de miedo. Bush, Ahmadinejad, Chávez, que lo recibe incluyendo a América latina en un conflicto protonuclear que nos tenía, al menos, algo apartados. Sólo algo nos resta por hacer. No es mucho. Es apenas algo: conseguir, en lo posible, que todo sea menos brutal. Que el hombre no es sólo ese ser destructivo y tanático. Que también hay en él una chispa sagrada, algo santo, sublime, algo que hizo la Sixtina, el Guernica, la Sonata en si menor de Liszt, la balada Nº 1 de Chopin, la amistad que lleva a un tipo a ir hasta el mismísimo fin del mundo si su amigo está mal y lo necesita, el amor, en todas su formas, el amor, carajo. Porque sobre todo eso quieren matar.
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