Domingo, 27 de mayo de 2007 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Notable es cómo se reparten las indignaciones en este mundo. Hay muertes de todo tipo y valor. Hay muertes de primera, de segunda y hay muertes que no valen nada, ni una línea en algún diario pueblerino. Bueno, todo esto ya se sabe, ya nadie puede decir nada nuevo sobre los horrores de este mundo. Lo que significa que se siguen produciendo ante la indiferencia generalizada o ante la impotencia o, peor todavía, el desinterés absoluto, ese estado de ánimo que nos protege de todo y nos mantiene fríos, aislados de la suerte de los otros y dispuestos sólo a lamentar nuestra propia muerte, si nos dan tiempo.
Cuando el líder iraní Mahmud Ahmadinejad propuso un congreso para negar la existencia del Holocausto judío en los campos nazis de exterminio todos se indignaron y con razón, el tipo se pasó de la raya, está loco, es un nazi iraní desbocado y algo habrá que hacer. El líder iraní busca una cosa que nadie se atreve a decir salvo en conversaciones privadas. Lo que Ahmadinejad busca decir no sea acaso que el Holocausto no existió sino plantear –a través de semejante infundio– una cuestión implanteable: ¿por qué el Holocausto judío es el único Holocausto? O ¿por qué es el único que se escribe con mayúsculas? Esto tiene sus respuestas. El Holocausto judío fue el más racionalmente planeado de la historia y el que fue realizado solamente por el odio, sin ningún beneficio posterior. Fue sólo el odio y el deseo de destruir al Otro, al judío, lo que llevó a los nazis a esa masacre. Los motivos ofrecidos por Hitler y Goebbels durante la lucha por el poder (que los judíos se robaban los dineros de los alemanes y los hambreaban porque dirigían la economía del país) eran meras excusas para hacer lo que hicieron: la solución final, eliminar a todos los judíos de Europa para, de este modo, limpiarla.
Este horror permanece (hoy) como un reaseguro histórico para la existencia del Estado de Israel. Lo que una vez ocurrió puede volver a ocurrir. También es un poderoso antecedente para la violencia del Leviatán israelí. Todo Estado es una organización de la violencia. Un judío victimario y no víctima era impensable antes de la existencia del Estado judío. Pero la estratificación de la fe trae con ella la dogmatización. Esta dogmática se organiza en el Estado como la fe cristiana se organizó en la Iglesia. Los cristianos de los orígenes, los perseguidos por los romanos, los que morían en el Coliseo, los que vivían en las catacumbas, los que eran perseguidos, se hicieron poderosos cuando crearon su Iglesia, y, más aún, cuando la Iglesia se transformó en Estado eclesial, en Ecclesia. Aquí, los antiguos cristianos ya no son perseguidos, persiguen. El cristianismo se expresa ahora en una casta sacerdotal que se sostiene en una única, vertical y autoritaria lectura del Evangelio. El Estado judío cumple esa función de poder. Ya no habrá judíos indefensos perseguidos porque a algún tirano de la Tierra se le ha despertado la locura de matarlos. El Estado judío, obviamente, se remite al Holocausto como lo que él, ese Estado, existe para impedir. En suma, la existencia del Estado judío es ofrecer una tierra de seguridad y protección a todos los suyos para que nunca se repita Auschwitz.
Así las cosas, el Holocausto funciona como la memoria de lo que fue y de lo que no debe ser más. En tanto figura de “lo que no debe ser más” el Holocausto es una justificación de la política del Estado de Israel y de su práctica guerrera. Si hemos entendido esto entenderemos que el iraní Ahmadinejad eligió certeramente dónde pegar. Si él negara la existencia del Holocausto el Estado de Israel perdería su justificación de custodio de “lo que no debe ser más”. Perdería la más fuerte justificación de las guerras en que se implica. Ahmadinejad se equivoca: nunca podrá demostrar que el Holocausto no existió porque sí, existió. Pero (y aquí estamos tratando de entender una atrocidad que dijo el papa Benedicto XVI) se trataría de analizar por qué otros holocaustos no sólo no se escriben con mayúsculas sino que pueden ser negados por completo o el país que los cometió puede festejar desmedidamente los quinientos años de la fecha en que llegó a las tierras americanas a cometerlo. Esto ocurrió en Barcelona en 1992. Una impudicia. Una fiesta de nuevos ricos (no hacía mucho que España había entrado en la Unión Europea). Un despliegue fastuoso para festejar una conquista que mató a millones de seres humanos. “Por lo que a la raza humana se refiere (escribe Hegel en sus olímpicas Lecciones sobre la filosofía de la historia universal), sólo quedan pocos descendientes de los primeros americanos. Han sido exterminados unos siete millones de hombres”. Hegel no sabía nada. No tenía datos. Esa falta de información implicaba desconocer millones de muertos. Acaso la cifra total llegue a cincuenta millones. Pero, ¿a quién le importa? Si no bien uno habla de esto saca patente de indigenista, populista, americanista y otros horrores. Y la opulenta España festejó esos quinientos años con el fasto de un Imperio victorioso, henchido de orgullo. Imaginen un desfile de miles de neonazis, respaldados por el Estado alemán, festejando el aniversario de la Solución Final. Así, con mayúsculas.
¿A qué viene esto? Ya lo habrán adivinado. El papa Benedicto XVI dijo que la evangelización de América latina no había sido la imposición de una cultura extraña. Benedicto no debe haber leído a fray Bartolomé de las Casas. O no, vayamos por otro lado porque esto no se lo cree nadie. Benedicto leyó a Bartolomé de las Casas porque tuvo tiempo de sobra para leer todo lo que quisiera, hasta el mismísimo El capital del ateo Marx. Lo leyó (a Bartolomé), pero es como si no lo hubiera hecho. En rigor, a De las Casas lo leyeron todos pero nadie le da importancia. Un clérigo loco, dicen, que hablaba de los indios como si tuvieran alma, como si fueran seres humanos. Y no lo eran. El alma se la traían los europeos. Se la entregaban con la evangelización. Por eso Benedicto dice que la evangelización no es una cultura extraña. ¿Cómo va a ser extraña para un pobre indio la posesión del alma, del evangelio, de la cultura europea? El imperialismo europeo tuvo una característica muy propia con respecto a otros. Europa, a partir de 1492, establece algo que podemos llamar sistema-mundo, y que es la globalización que el capitalismo impone a partir de esa fecha. El capitalismo es globalizador por definición. La burguesía lo es. La burguesía a la que Marx le cantó alabanzas en el Manifiesto. La clase revolucionaria por excelencia. Cuando el Imperio romano ocupaba territorios y mataba a todos sus habitantes lo hacía en nombre de “la grandeza de Roma”. Cuando, antes, Alejandro el Magno se devoraba el mundo conocido (que era todo el mundo: el mundo era conocido en tanto lo conociera Alejandro; si no, no existía), lo hacía en nombre de la gloria de Alejandro, del poder de Alejandro, de la furia guerrera de Alejandro, de su fuerza y de su vitalidad. No hay valores que sirvan de estandartes a estos imperios. Es el capitalismo el que conquista en nombre de valores que lo autorizan. España conquista para evangelizar, para llevar el alma de Cristo a las almas rústicas de esos indígenas sin Dios. Sin Dios cristiano. Inglaterra –en China y en India– conquista en nombre del Progreso, de la Civilización, de la Cultura.
¿Qué creen que pensaba Francia cuando en 1830 entró en Argelia? Les llevaba las Luces de la Ilustración a esos negros de mierda, con perdón: pero así lo decían. Más de un siglo después, uno de esos negros, un martiniqués, escribiría un libro al tiempo que se moría de leucemia. Fueron a verlo, en su agonía, dos escritores de la revista francesa Les Temps Modernes. El martiniqués les dijo: “Quiero que Sartre escriba el prólogo”. Y luego les habló durante horas de la Crítica de la razón dialéctica, que había leído en su lecho de moribundo. El martiniqués mejoró algo y se encontró con el autor de la Crítica, Sartre, en Roma. Ahí hablaron durante horas. El martiniqués murió al poco tiempo en Washington, donde pudieron llevarlo a ver si se salvaba. Sartre escribió el prólogo a Los condenados de la tierra, que era el título que el martiniqués le había puesto a su libro. El martiniqués, sé que aún no lo he dicho, se llamaba Franz Fanon. Sartre escribió el prólogo y en él escribió: “Nuestras víctimas nos conocen por sus heridas y por sus cadenas: eso hace irrefutable su testimonio. Basta que nos muestren lo que hemos hecho de ellas para que conozcamos lo que hemos hecho de nosotros mismos”. Y también afirmará, muy calmosamente, que el europeo se ha hecho hombre fabricando esclavos y monstruos.
Pero qué ingenuo es uno: ¡citar el prólogo de Sartre a Fanon! ¿Acaso no están todos de acuerdo en que es una apología de la violencia? Fuera, no vale. Sartre estaba tan loco como Fanon moribundo. ¿A quién escuchar entonces? A Bartolomé de las Casas, tal vez. Les decía a los españoles: “Estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes (...) ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas?” Pero no, Bartolomé. Usted no entiende. Estas gentes, es cierto, estaban mansas y pacíficas en sus tierras, pero había que evangelizarlas, de lo contrario se habrían quedado sin alma para siempre. ¡Ah, el Evangelio! La espada y la Cruz. Y ahora Benedicto dice con total tranquilidad que todo fue para bien. Y le sale a responder Hugo Chávez, que es –quién no lo sabe– un enemigo de la democracia, de la república, del ALCA, un populista y para colmo un negrito. Y Chávez cita, en su favor, a Bartolomé de las Casas ignorando que el bueno de Bartolomé tenía una solución para los males de América latina: propuso reemplazar a los indios por negros. Trayendo negros de Africa se acabarían las matanzas en América. O sea que, si por don Bartolomé fuera, Chávez, de no haber nacido en otra temporalidad de la historia, estaba en Venezuela pero reemplazando a un indio y trabajando como un negro. Igualmente, ante los dichos del Papa, el dictador populista, proteccionista y autoritario venezolano dijo: “Su Santidad el Papa no puede venir a negar el holocausto indígena”. (Transcribo esta declaración de un matutino prestigioso y serio. Notemos cómo, para ser tal cosa, hay que escribir “holocausto indígena” con minúsculas y “Santidad” con mayúsculas.)
Del modo que sea, todo va a seguir como está. Para que estas cosas cambien tiene que haber un cambio histórico y la historia, últimamente, parece tender más a volverse pedazos que a cambiar. Si el genocidio americano y, por ejemplo, el armenio no le importan a nadie es porque no tienen ninguna función estratégica. El Holocausto judío la tiene y forma parte esencial del desarrollo trágico que tienen los hechos en el Oriente del Estado israelí, de la guerrilla palestina, del Estado de Ahmadinejad, de los resistentes iraquíes y de la estrategia bélica global del Imperio norteamericano.
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