Lunes, 24 de septiembre de 2007 | Hoy
Por Sandra Russo
Hace poco estuvimos en Niceto para escuchar a Dick el Demasiado. Me dejé convencer, porque aunque la cumbia electrónica es tan moderna, no deja de replicar a la cumbia que me impidió dormir durante casi un año. Mis vecinos de abajo eran en ese entonces decenas de chaqueños llenos de chicos que cada fin de semana cumplían años o tomaban comuniones, y la cumbia invadía mi casa esas madrugadas. Yo intentaba dormir cerrando las ventanas y poniendo burletes, pero el sonido a ese volumen (la cumbia no puede ser escuchada a bajo volumen, se desnaturaliza, pierde una de sus condiciones naturales) se filtraba como la lava de un volcán, y era de fuego todo lo venía de abajo. Era de fuego el clima de ese baile entre cerveza y vino de damajuana. Era de fuego el tenor del lenguaje que cargaba los gritos y las carcajadas de hombres y mujeres, como si no hubiese niños, como si los niños que cumplían años o tomaban comuniones fueran la excusa (tener tantos niños era parte de esa estrategia) para que cada sábado y domingo esos hombres y mujeres tuvieran su ceremonia de liberación, su territorio propio de fiesta y fiesta y fiesta, hasta el amanecer. Era de fuego, también, el arma de uno de los hombres, que me había dejado entrever cuando una noche, ya pasadas las cinco, les toqué el timbre llorando, porque estaba descontrolada por el cansancio y el aturdimiento. Mientras una de las mujeres me decía que iban a bajar el volumen (siempre me decían lo mismo), el hombre me dejaba ver el arma. Definitivamente, la cumbia había quedado sellada en mi memoria como la banda de sonido de algunas de las peores noches de las que puedo acordarme.
Y sin embargo, allí estaba ese sábado, en Niceto, escuchando a ese holandés bizarro, sintiendo cómo los sonidos impactaban en diferentes partes del cuerpo. Eso sí podía sentirlo y disfrutarlo. Cerraba los ojos y cada agudo y cada grave eran lugares de mi cuerpo, y eso estaba muy bueno. Pero no podía mantener los ojos cerrados mucho tiempo, digamos más de diez segundos, porque había tanta gente y esa gente circulaba tanto, que los empujones me desestabilizaban y es más, terminé en el piso. Además esa gente, que escuchaba esa música a un volumen tan fuerte que impactaba en sus cuerpos, no reconocía, como advertí asombrada, la distancia prudente entre un cuerpo y el otro.
¿Cuál será la distancia prudente entre un cuerpo y el otro? ¿Por qué mi asombro, más que otra cosa, ante esa irrupción de codos y pantorrillas y caderas y manos y vasos con tragos que se derramaban? No salgo mucho, es cierto. Pero asocié aquella sensación con una nota que ya escribí, “Cuerpos peronistas”, en la que abordaba la relación cuerpo a cuerpo peronista y apuntaba que entre las condiciones para comprender el sentimiento peronista había que experimentar el roce de los cuerpos en las marchas y los actos y había que evaluar el roce de los cuerpos peronistas como una herramienta natural, una noción del roce nacida quizá del hacinamiento, o quizá de lo que a lo largo de toda la historia de Occidente fue el impulso dionisíaco de fundir lo individual en lo colectivo.
¿Cuál será la distancia prudente entre un cuerpo y otro? La respuesta posible, naturalmente, cualquier respuesta posible, es política. Hay una economía del espacio corporal y de la interrelación de esos cuerpos. Y podría decirse que, en general, si no es a través de manifestaciones políticas, artísticas y deportivas, nuestras vidas cotidianas y ordinarias no nos proporcionan oportunidades para que nuestros cuerpos se rocen gozosa o relajadamente. La imagen que llega sola es la de un vagón de subte o tren en hora pico. Son esos roces crispados, cargados de recelo, de cansancio. En las colas de los bancos, por ejemplo, y sin que nadie lo haya graduado ni codificado, la gente mantiene una distancia consensuada con quien tiene delante, y espera lo mismo de quien tiene atrás. Acercarse demasiado o quedarse un paso más atrás de lo debido inquieta al resto. Cierta inercia compartida, una electricidad común hace que la fila se reacomode rápidamente y la distancia consensuada vuelva a instalarse. Nuestros cuerpos no se rozan. Nuestras voces se están dejando de rozar. Nuestros cuerpos están siendo intermediados por aparatos a los que recurrimos para comunicarnos con los demás, pero estamos desaprendiendo a leer caras que expresan lo que no pueden decir, o a escuchar tonos de voz que desmienten lo que esa voz está diciendo. Nos estamos ateniendo a lo que los otros nos dejan saber, y hacemos lo propio. Nuestros cuerpos son bases desde las que emitimos mensajes que llegan a sus destinatarios sin rastros de nuestros cuerpos. No hay caligrafía nerviosa, ni tartamudeo, ni manos torpes, ni rubor. Y así y todo, la gente se enamora por correo electrónico y uno debe creerles, ¿por qué no? Se enamoraron así. Sin rozarse.
Federico, que me llevó a ver a Dick el Demasiado, se compró una bandeja para pasar vinilos. Cuando la estrenó, me dijo que fue muy fuerte, para él, descubrir “lo físico” de la púa rozando el disco. Federico es mucho más joven que yo. Yo crecí con un tocadiscos en mi cuarto, y sé lo que es rayar un disco de escucharlo tanto. Pero hay varias generaciones digitales, que pueden ver, como antropólogos del pasado reciente, “lo físico” de una púa rozando un vinilo. Ese roce perdido entre una cosa y otra yo creo que a veces nos hace mal.
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