Lunes, 8 de octubre de 2007 | Hoy
Por Sandra Russo
Mucha gente comenta en estos días que no se nota en el sonido ambiente ninguna expectativa eleccionaria. Que falta muy poco y no hay crescendo de ninguna especie, aunque últimamente los crescendos en el clima preelectoral fueron disparados, más que por polémicas o debates políticos, por escándalos y denuncias.
Si me pongo a hacer memoria, el último debate que me pareció apasionante, un poco por el tema y un poco por lo bizarro, fue el de Caputo y Saadi, cuando Saadi hizo famosas las nubes de Ubeda.
Pero hay detalles que no suelen plantearse y que permiten algunas asociaciones, si me permiten.
Muchas veces me pregunté por qué no son idénticos los porcentajes de imagen positiva e intención de voto en las encuestas. Eso revela que hay una disociación, que aunque no sea dominante es lo suficientemente clara como para indicar que alguna gente no vota al que le parece mejor. Será que el candidato que tiene más imagen positiva no necesariamente es considerado el mejor candidato.
La palabra equipo reemplazó en política a la palabra proyecto. Eso es un golazo de la derecha en materia de usurpación del sentido común. La gente espera hablar de “equipos trabajando”, no de proyectos que permitan prever la dirección política de un candidato. Porque los equipos siempre “están trabajando”, y eso los dispensa de especificar las conclusiones y la posición frente a cada tema importante. Eso impide saber con qué país sueña un candidato, pero de una manera más realista. No es por ponerme poética, pero el mejor candidato debería ser aquel que comparte su sueño con la mayoría de gente.
El clima de desidia general ante las próximas elecciones posiblemente tenga algo que ver con esto. Lentamente, como un gusano; sutilmente, como una geisha; perversamente, como un ardid consensuado por el sádico y por el masoquista, la idea de proyecto se fue erosionando. La dirigencia radical y peronista de los ’80 y los ’90 es básicamente responsable: con pactos secretos, mentiras increíbles y corrupción a destajo, desarmaron el sentido de la palabra proyecto.
Sin embargo, habilitar en el discurso de los candidatos el blablablá de los equipos es una actitud por lo menos ingenua. Por supuesto que los equipos de trabajo son necesarios, pero permitir rellenar el espacio de un proyecto político, económico y social con el picadillo del marketing y el packaging de moda puede provocar muchos dolores de cabeza y obviamente cosas mucho más graves.
A lo largo de la historia, como dice Roland Barthes, “la lucha por el poder es la lucha por el lenguaje”. Generar poder es tragarse unos cuantos sapos, y eso parece ser una ley tan rotunda como la de la gravedad. Pero hay otra parte, dialéctica y fascinante, en la que generar poder no es comunicar a través de campañas armadas por agencias que trabajarían para encumbrar a cualquiera que les pague. Hay otra parte en la que la política recobra su brillo y su atractivo. Eso incluye la empatía profunda entre un líder y la gente. Incluye no necesariamente una mística, porque la democracia es como una chica demasiado controlada como para tener un orgasmo. La democracia exige renunciar. La democracia verdadera es consenso, y consenso armado en base a un proyecto.
Es tal vez oportuno aclarar que quienes se llenan los oídos de “equipos” forman parte de un proyecto diseñado como una empresa. Son los que compran el paquete de ideas sobre inseguridad para tener tema de conversación, o los que repiten todo el día lo que alguien opinó en la radio a la mañana. Son los cadetes de la empresa invisible hacia la que empuja el sentido común ampliado por la derecha.
Sería interesante recuperar la palabra proyecto. Pero para recuperar una palabra es necesario, antes que nada, borrarle la costra de mugre con la que fue tapada. Y hace falta, paradójicamente, que un proyecto ya esté en marcha, un proyecto de limpieza colectiva. De astucia. De resistencia. Se puede resistir desde el lenguaje.
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