Lunes, 29 de octubre de 2007 | Hoy
Por Ernesto Tiffenberg
Ahora que el país decidió darse un nuevo gobierno por los próximos cuatro años es el momento de transparentar viejos enigmas. Ninguno de los entrevistadores que hablaron con Cristina Fernández de Kirchner en los últimos días le preguntó de qué lado de la cama duerme ni, por extensión, cuál es el lugar ocupado por su marido. ¿La izquierda o la derecha? Tampoco hicieron otra pregunta igualmente importante, ¿cambiarán a partir de ayer a la noche esos lugares? De la respuesta no se deben sacar conclusiones apresuradas, como asimilar la ubicación en la cama con sus posiciones políticas relativas, pero quizás sí convenga investigar si ese posible enroque doméstico se traslada a los espacios que de ahora en más ocuparán en la política nacional.
Si algo parece claro, es que desde hoy al 10 de diciembre a Néstor Kirchner sólo le quedará públicamente el espacio de la despedida (en lo posible entre aplausos, como los que él tanto admiró cuando Ricardo Lagos le calzó la banda a Michelle Bachelet) y el menos público rol de facilitador de la transición (con la casi ingrata misión de encarar algunas medidas que podrían generar un anticlímax si se toman en medio de la euforia de un gobierno debutante).
Menos claro resulta a esta altura definir, como en la cama, si el gobierno de Cristina estará a la derecha o a la izquierda del de Néstor. Pero seguro intentará ocupar el lugar de la izquierda en la escena nacional, un espacio que Mauricio Macri, a partir de hoy el otro gran protagonista de esta historia, jamás querrá o podrá ocupar.
El eje izquierda-derecha
Desde que llegó al gobierno contra el 66 por ciento del Partido Justicialista, y con la explosión del sistema político a sus espaldas, Kirchner imaginó que, además de refrendar cada día su poder, tenía que construir otra base de sustentación que no lo alejara de la base peronista pero le diera independencia creciente frente a sus dirigentes. El primer paso fue no ponerse al frente del partido. “Si me dedico a eso –confesó a las 48 horas de asumir la presidencia– jamás tendré un segundo para gobernar. Y si algo exige este país es gobierno.” Así que dejó el partido a su suerte y decidió que se llevaría bien con todos los que efectivamente gobernaban. La gran mayoría de ellos, claro, peronistas.
Después intentó la famosa transversalidad, que ya no andaba del todo bien cuando el incendio de Cromañón la redujo casi a cenizas. Prefirió volver entonces la vista hacia el PJ, acabar con Eduardo Duhalde antes de que fuera demasiado tarde y utilizar su herencia, sindicalistas incluidos, para garantizar la gobernabilidad en la segunda parte del mandato. Sin embargo, nunca abandonó del todo su idea de reformular el sistema político alrededor del eje izquierda-derecha.
Martilló incansable sobre los restos del Frepaso, no dejó nunca de seducir a la más mínima expresión del socialismo y mantuvo siempre la presión sobre los radicales más desamparados por la debacle de su partido: los que tenían la responsabilidad de gobernar. Con todos ellos –y probablemente al frente de un peronismo convenientemente transfigurado– sueña ahora construir una Concertación que dé sustento al gobierno de su esposa y justifique ante la historia su inédito abandono del poder. No será fácil. Por detrás, debajo y adelante, se alza la otra matriz que dio sentido durante los últimos 60 años al sistema político argentino.
El eje peronismo-antiperonismo
Apenas regresada de su viaje por España, cuando asomaba la carrera electoral, Cristina Kirchner comentó entre sus íntimos: “Esta va a ser una campaña complicada porque no tenemos oponente. Lo realmente difícil es correr solo”.
En realidad, el día en que Macri se convenció de que era una batalla perdida intentar la lucha nacional y se refugió en la Capital quedó sellado el estilo de la campaña y, más importante aún, su resultado. El único opositor con capacidad de plantear una elección mínimamente competitiva dejaba el ruedo sin siquiera preocuparse por dejar en su lugar un muleto presentable.
Su candidatura presidencial hubiera permitido hacer coincidir por lo menos en parte el eje izquierda-derecha (que, como se dijo, el Presidente imagina como preponderante en el futuro) y el eje peronismo-antiperonismo (que a contrapelo de la crisis que prácticamente arrasó con el PJ y la UCR se expresó en todas las elecciones desde el ’45). En otras palabras, Macri hubiese reunido en su persona al voto de derecha, y la sola existencia de una candidata peronista enfrente lo hubiera transformado en la referencia de los antiperonistas.
Sin él, la cultura no peronista (que hasta su implosión en el 2001 tan bien encarnó la UCR en sus distintas corrientes) se vio obligada a repartirse entre Elisa Carrió y Roberto Lavagna, dos políticos que en el pasado preferían presentarse a la izquierda del centro y viraron a la derecha para satisfacer a un electorado que los esperaba de ese lado de la pantalla.
Básicamente conformes con la base del modelo económico en curso, los dos principales candidatos opositores se concentraron en la inflación y los desaguisados del Indec, además de apuntar contra las desprolijidades en el manejo de los cuellos de botella que plantea el crecimiento, léase energía y transporte. Sin posibilidades de diferenciarse realmente en ese terreno, fueron concentrando el discurso en la defensa del discurso “moral, institucional y republicano” que, más allá de la razonabilidad de algunos de sus reclamos, nunca le impidió a la derecha liberal y antidemocrática, que lo repite desde siempre, apoyar las peores aventuras dictatoriales.
Los límites del gorilismo
Carrió disfruta de ese lugar que la condena a la oposición pero le asegura su eterno protagonismo como triunfadora moral en los medios. Obligado por las características de la elección y la impronta de sus aliados radicales, Lavagna jugó su papel sin conseguir disimular jamás que ese traje no le resultaba cómodo. Tanto se le notaba que perdió así el segundo lugar en la grilla y, dicho esto con la precariedad que la política impone, buena parte de su futuro en las tapas de los diarios que tanto extrañó cuando quedó fuera del ministerio.
Pero Macri entendió hace ya mucho tiempo que casi únicamente en la Capital se puede correr contra el peronismo con posibilidades de éxito. Una particularidad que, en rigor de verdad, como volvieron a mostrar los resultados de ayer, es compartida por los más grandes centros urbanos como Rosario y Córdoba. Macri lo aprendió por experiencia propia. Perdió frente a Ibarra-Kirchner cuando tuvo el respaldo de Duhalde y el PJ local, y derrotó a Filmus-Kirchner cuando la simbología peronista quedó del lado del Presidente.
Consciente de esa excepcionalidad es que Macri pasó el mal trago de la elección nacional lo más disimuladamente posible. Y aunque hoy sus candidatos figuren en la grilla de los derrotados, confía en que no se llevarán demasiado del capital ganado en los comicios porteños.
La estrategia macrista tuvo estos meses el respaldo fundamental de buena parte del establishment que, convencido de la inevitabilidad del triunfo de Cristina, optó desde los medios por apostar al debilitamiento del nuevo gobierno horadando su principal fortaleza política: la elección popular. De allí las continuas referencias a posibles fraudes, el énfasis en la apatía ciudadana, la permanente descalificación de la opción mayoritaria de los pobres con el argumento precisamente de esa condición (en un increíble retorno a las prácticas de principios del siglo XIX que sólo aceptaban el voto de los propietarios) y hasta la misma negación del acto electoral mientras no se imponga el candidato preferido por esa pequeña parte de la ciudadanía calificada para elegirlo.
El 2011, confía Macri, será otra cosa. Si la economía se resiente o el establishment fogonea lo suficiente los medios para debilitar al gobierno o éste por sí solo comete tantos o más errores que los que lo hicieron sufrir en la etapa preelectoral, llegará el turno de extender la mano a los aliados peronistas que la construcción kirchnerista (¿o cristinista?) dejará heridos al borde del camino. A diferencia de Carrió, Macri es prácticamente un socio obligado de Kirchner en la búsqueda de la preponderancia del eje izquierda-derecha sobre el añejo peronismo-antiperonismo. La coincidencia termina allí: los dos imaginan a la mayoría del peronismo de su lado.
Todavía resulta imposible saber cuál será el eje que dominará los cuatro años del gobierno de Cristina y, más aún, cómo se combinarán en las elecciones de 2009 y 2011. Pero es posible anticipar que dependerá en buena parte de cómo lea el Gobierno su triunfo de ayer: como un cheque en blanco que refrenda todo lo actuado o como un nuevo punto de partida que permita reforzar lo avanzado y reformular objetivos ante las evidentes carencias. Los días de festejo pasarán pronto y Cristina y Cobos deberán demostrar que era cierto que sabían “lo que falta” y, más importante aún, que están dispuestos a recurrir al “y vos” para enfrentarlo.
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