Lunes, 29 de octubre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Marta Dillon
Si algo no perdió Elisa Carrió en estos catorce años de carrera política es ese gesto de gato que acaba de comerse el pescado que subraya cada una de sus sentencias. Es una sonrisa y un revoleo de ojos, mezcla de búsqueda de complicidad y velada alusión a lo que se guarda como verdad revelada. Ella sabe que su retórica cautiva, y aun cuando ha moderado su discurso, dejando romas las puntas más filosas de las predicciones iluminadas y los apocalipsis por venir, no pierde oportunidad de poner la metáfora y la sentencia como quien ofrece un bocado que sabe va a tentar. Así, su carrera política ha sido hasta ahora una misión a la que ella se rinde, su primera candidatura a la presidencia un “embarazo adolescente para el que no estoy preparada pero del que me voy a hacer cargo”, la absolución en el juicio por calumnias e injurias que provocó el empresario pesquero Héctor Antonio, “la confirmación de que Dios existe”.
Este ha sido su último acto en el terreno de las disputas electorales. Al menos es lo que ha prometido; aunque también haya prometido una victoria detrás de otra, fundando buena parte de esa seguridad en predicciones de videntes como el mítico Solari Parravicini o en la voz de la Virgen del Carmen, que cada tanto se hace oír dentro de su cabeza. Pero de esto ya no habla, ni siquiera se le escapa de la boca como en las vísperas de 2003. Para estas elecciones hizo lo que había jurado que nunca haría: contratar publicistas, temperar su ánimo, recibir dinero para la campaña, volver a usar las perlas que se había arrancado del cuello para colgarse una cruz de dimensiones propias de cardenal cuando fundaba en 2000 la Comisión Investigadora de Lavado de Dinero, espacio que compartió con Cristina Kirchner y primer escenario de enfrentamiento entre estas dos mujeres que ayer hicieron historia como candidatas casi excluyentes en una elección presidencial. Aquella comisión, es cierto, hizo temblar a la city porteña en los albores de 2001, sobre todo después de que el senado norteamericano hiciera público un informe sobre la ruta del lavado del Federal Bank que manchaba tanto al presidente del Citibank, John Reed, como a uno de sus contactos argentinos, Raúl Moneta, propietario del Federal Bank; y salpicaba a muchísimos otros –desde la farándula a la política– que finalmente se limpiaron esas gotas de mugre sin mayor dificultad. Fue su gran acto. Lástima que sólo refrendara ese ánimo mesiánico que le dictaba la voz interior, que la hacía anunciar huracanes y venidas apocalípticas por la tierra, por el agua, por la riqueza, sin terminar nunca de darle bordes concretos al sujeto que cometería esas tropelías.
Al país se lo llevaban “puesto”, como la vida se la había “llevado puesta a ella”. Casada y embarazada a los 16, madre de dos niños más, divorciada dos veces, víctima de violencia doméstica y testigo de la muerte de su hermano víctima de alcoholismo, ella supo poner en su discurso esos detalles de su vida privada para generar empatía con otras mujeres y abundar en metáforas sobre la perversidad del sistema y los maridos. “El partido me usó como a las mujeres nos usan los maridos”, decía poco después de haber sido expulsada del radicalismo cuando ella era diputada y Fernando de la Rúa presidente. Entonces fundaba el ARI, un partido de sigla indefinible por la cantidad de veces que cambió de sentido y de protagonistas. Es que si algo puede decirse de esta mujer es que sabe romper lo que construye, aunque después siga armando estructuras con las mismas piezas. Margarita Stolbizer o Elisa Carca, por ejemplo, ahora compañeras inseparables, lloraron largamente su desprecio en los primeros días del ARI, cuando parecía un partido progresista, antes de coquetear con López Murphy y de pedir los votos del macrismo hablando de seguridad y de derechos humanos “para atrás y para adelante”.
Su tournée conservadora del último tiempo la llevó a enfrentarse con los organismos de derechos humanos por haberse convertido en férrea defensora de la dignidad de los nuevos cuadros de las fuerzas armadas, “no se los puede seguir hostigando por mil tipos que ya están en retiro”. Tal vez sea esa comunión diaria o su vínculo férreo con el cardenal Bergoglio –el primero que supo de las voces de la Virgen– el que la lleva a hablar de reconciliación, aunque no niegue que los juicios son necesarios, y de manifestarse en contra del aborto cada vez que puede, aunque haya feministas militantes entre sus filas como Diana Maffía o Marcela Rodríguez, tal vez la única que ha podido resistir a su lado desde los primeros tiempos a fuerza de conservar distancia del círculo áulico que Lilita cierra en torno de su mesa cual maestra y apóstoles.
Es curioso, pero el bronceado de su piel, cada vez más oscuro, fue paralelo con el blanqueo de su imagen de exaltada a moderada, de disidente a conservadora dirigente acompañada de un supuesto ministro de economía del establishment. Por ese detalle de coquetería no se la critica, como tampoco nadie recuerda su paso por la fiscalía del Tribunal Supremo de Justicia de Chaco, su provincia natal, en plena dictadura. Pero poco importa ya, se supone que dejará la arena política para dedicarse a la enseñanza, la que dejó cuando empezó su carrera política en la Convención Constituyente de 1994. Habrá que ver, Lilita es experta en conversiones y no se puede descartar una más en su curriculum.
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