Lunes, 29 de octubre de 2007 | Hoy
El autor de El héroe sin nombre, La mujer rusa y Cita en Marruecos, entre otras novelas, imagina un día cualquiera de la futura presidenta.
Por Rodolfo Rabanal
Al volante de un coche abierto color blanco, Cristina Kirchner atravesaba Beverly Hill rumbo a las tres manzanas doradas de Rodeo Drive con el inquebrantable propósito de comprarse un bolso Gucci de antílope claro que, en otra era, en otra dimensión, en otras circunstancias, había atisbado sin alcanzarlo nunca. De modo que estacionó el auto como lo haría una heroína de Raymond Chandler llevada al cine por Tarantino, pisó la costosa vereda y, de golpe, cuando ya empujaba la luminosa puerta de la tienda, despertó en su cuarto de la residencia presidencial de Olivos, Argentina, cono sur de América, para caer en la cuenta de que esa “exigua” libertad de su sueño, casi trivial, como un mero detalle de ocasión, le estaba éticamente vedada.
En ese instante, mucho antes de dejar la cama y encarar “la producción” diaria ante el espejo, se le viene encima la realidad como si fuera otro sueño, solo que infinitamente más importante: ella es la presidenta de casi 40 millones de argentinos, sobre los que tiene responsabilidades ineludibles. Cuarenta millones de argentinos irritados, disconformes, amistosos, oponentes, reclamantes, analíticos, pacíficos, litigantes, etc., etc. Y ella allí, sola y su alma –los Fernández ya no están, tanto que la única Fernández es ella–, cable a tierra y antena de algo confuso y tremendo que se llama política, gestión, conducción y, por supuesto, ni Gucci ni Rodeo Drive ni nada por el estilo. Más bien, La Matanza, digamos, y el inconmensurable resto.
Al mismo tiempo, mientras Cristina recobra la realidad, rememora el imperativo categórico aplicado a su imagen pública: controlar los impulsos inadecuados, moderar las expresiones belicosas, suavizar la expresión facial (menos enojo), reducir la brusquedad del discurso y tornarlo más intimista, más “personalizado”. Por ejemplo, no enojarse cuando los señores del Club de París sacuden la cabeza y, condescendientes, suspiran: “Ah... Cherchez la femme...”. Si los piqueteros amenazan con avanzar sobre la Plaza de Mayo, calma, que se ocupen las autoridades competentes. Va aprendiendo. Ahora tiene que volar a Santa Fe para visitar una fábrica de autopartes y volver a las tres de la tarde para tratar el problema energético con tres representantes de igual número de compañías extranjeras. Todo lo que se necesita es calma y reflexión. Un día en la Argentina gobernada por Cristina Kirchner puede muy bien empezar con un sueño trivial y lujoso, de corte turístico, seguir después con un amago de corrida bancaria, dos protestas docentes en distintas provincias, una lucha denodada por controlar la inflación, un paro parcial de embroncados taxistas, un boicot ganadero y un aplauso de los agricultores en alza. A la noche, un breve balance de la presidenta dibuja un horizonte posible en una democracia que no llega todavía a ser lo que debe ser de ninguna manera. La salud institucional definitiva de la república tiene la forma de un fantasma persistente que embate contra la paz química de Cristina presidenta, es algo que se le pide, se le reclama, se le reprocha. Es la gran deuda sin saldar del peronismo, su “karma”. El otro es el anhelo de productividad creciente y el esperado milagro de los bolsillos cada vez más llenos, después de todo la gente no quiere otra cosa o, dicho de otro modo, es lo primero que quiere la gente. Y de paso, poco antes de la puesta del sol, quizá tema la presidenta que “el acuerdo nacional” –la página más fuerte de su campaña– naufrague sin pena ni gloria incluso antes de intentarse, porque todos están “de acuerdo”, siempre que no tengan que ceder sus posiciones. La desnutrición mata a un chico en el Norte y un policía mata a un ecologista en el Sur. Qué hacer. Cómo hacer. Mientras tanto las horas pasan y el día se agota, una comida íntima (en familia) y a la cama. Y mientras ella trata de dormir –para descansar del sueño de la realidad, el mayor sueño de su vida–, la prensa se frota las manos y prepara las ediciones de la mañana siguiente.
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