CULTURA › DIANA BRIONES, DOCENTE Y ESCRITORA
Las pequeñas odiseas
La ganadora del concurso El Barco de Vapor 2003, por la novela infantil “El tiempo vuela”, explica por qué decidió contar la historia de un chico patagónico, en clave fantástica.
Por Silvina Friera
Las chispeantes pupilas de Diana Briones, ganadora del premio El Barco de Vapor 2003 por El tiempo vuela, su primera novela para chicos, se expanden del asombro. A los 43 años, además de ser maestra de música, directora de coros infantiles y asistente de producciones teatrales de mimo, está barajando las cartas de su nueva vida. No está jugando un partido más de truco sino que se está iniciando en las reglas del arte de escribir. Hija de un bancario y de una docente, mientras la niña predicaba el culto a las calles de Quilmes, y vivía jugando con los chicos y chicas del barrio donde nació, sus padres imaginaban para ella un futuro universitario, que el azar se encargó de desmentir. Aunque Briones estudió durante un año ingeniería zootecnista (“tenía la idea romántica de salvar a los animales y, por lo tanto, a la humanidad”, ironiza acerca de su frustrada vocación) pegó un giro de ciento ochenta grados y decidió que lo suyo era la docencia. “Mentiría si dijera que me siento una escritora porque no tengo la constancia de sentarme a escribir todos los días. Leo muchísimo más de lo que escribo, aunque si se me ocurre una historia interesante, no puedo contenerme y me pongo a escribir. Pero la escritura no es mi rutina”, sostiene Briones en la entrevista con Página/12.
La gestación de la novela empezó hace unos nueves meses, cuando Briones estaba veraneando en la casa de unos amigos, en Junín de los Andes. Su marido, el instigador del argumento de El tiempo vuela, le preguntó: “¿Qué pasa si un chico se levanta una mañana y descubre que todos los habitantes del pueblo desaparecieron?”. La respuesta fue adquiriendo forma a través de la voz de un niño, Joaquín, que un día encuentra un reloj antiguo en un cajón y, tentado por el aparato, comienza a examinarlo. Pero la máquina en cuestión provoca una situación extraordinaria. Cuando Joaquín se despierta, ni su padre ni su hermano Andresito, ni su perro Crash están en la casa. Curiosamente, tampoco hay señales de su amigo Tutti, ni de los vecinos, ni de la tía Laura. Luego de deambular por el pueblo y “hurtar” algunas golosinas del kiosco (“el sueño del pibe”), se encuentra con Macarena, una compañera del colegio, la más traga y odiada del curso. Según el jurado (integrado por Claudia Sánchez, Roberto Sotelo y Claudia Dartiguelonge), El tiempo vuela es una narración “construida como una pequeña odisea y narrada en un tono íntimo y coloquial; la historia se instala en un espacio y un tiempo fantásticos, en donde la amistad y la autonomía se descubren en el pasaje a un mundo desconocido”. La editorial SM entregará el premio a Briones hoy a las 19, en el auditorio Malba (Av. Figueroa Alcorta 3415).
–¿Por qué decidió ubicar la historia en un pueblo de la Patagonia?
–Junín de los Andes es un lugar que conozco mucho, al que voy a veranear desde hace diez años. Quería que la voz de la novela fuera la de un chico de un pueblo del sur, que dispone de una realidad muy distinta del que vive en una gran ciudad. Un niño de un pueblo mira las cosas de una manera diferente y se educa y crece con mayor libertad de acción. Allá la inseguridad no existe: dejan las bicicletas sin atar y no se las roban, las puertas de las casas están abiertas, la vida se vive en la calle, en el río; no están enjaulados entre rejas, asustados y paranoicos con lo que les pueda pasar como sucede en Buenos Aires. Ese contraste era el que quería subrayar: que quienes lean la novela conozcan otras realidades, que permitan dar cuenta que este país no termina en la General Paz.
–¿Su contacto con los chicos le sirvió para construir los personajes?
–No podría haber escrito la novela si no hubiera sido docente. Soy maestra desde los 20, dirijo coros de niños y siempre estuve trabajando con chicos. Gracias a esos vínculos, pude adoptar la voz de un chico, una voz que me parece verosímil. Tengo una relación muy especial con los niños, incluso me llevo mejor con los chicos que con los grandes porque conservan una espontaneidad y originalidad que los adultos perdimos. Cuando empecé a escribir la novela estaba con mis ahijados y sus amiguitos. Se me ocurrió preguntarles ¿qué harían si no hubiera nadie en el pueblo? Uno me contestó: “Voy a los quioscos y me como todas las golosinas”. Usé muchas de las ideas que los chicos me proporcionaban.
–A partir del premio que obtuvo, ¿piensa dedicarse a la literatura?
–Es lo que esperan los demás: “Ahora tenés que escribir”, me dicen. El premio es un gran estímulo, pero lo más importante es la publicación, porque te abre puertas que, seguramente, uno no se animaría a golpear porque el mercado editorial es muy pequeño en comparación con la cantidad de manuscritos que circulan. Hacía tiempo que fantaseaba con la idea de pensarme como escritora, pero nunca imaginé que terminaría escribiendo para chicos. Ojalá pueda seguir, porque me dio mucho placer escribir esta novela, me divertí y la pasé bárbaro. A veces llegaba mi marido y le empezaba a contar: “No sabés lo que le pasó a Joaquín”, como si el personaje de la novela fuera una persona de carne y hueso.
–Hay marcas muy fuertes en los protagonistas, Joaquín y Macarena: el amor por los libros y por ciertas leyendas mapuches...
–Es cierto y fue intencional. Son chicos lectores y estimulados. Cuando empecé no sabía muy bien el rumbo de la historia; de lo único que estaba segura era de las características de los personajes. En cuanto a las leyendas, me gustó aprovechar el relato para difundir la cultura mapuche, que no está sólo diezmada sino absolutamente silenciada. Me salió la maestra que quiere enseñar con lo que escribe, pero de todos modos, por suerte, creo que no se nota mucho, que lo disimulo bastante bien (risas).
–Antes de presentar la novela, ¿se la dio a leer algún chico?
–En junio regresé con el diskette para visitar a mis amigos, porque las cinco copias impresas que tenía las había enviado al concurso. Uno de los chicos, Juan, estaba haciendo un programa de radio, Bandidos rurales (por el disco de León Gieco), con unos amigos. Pusieron el diskette en la computadora y empezaron a leer la novela por capítulos, muy enganchados con lo que le iba pasando al personaje. Ellos fueron los primeros lectores, el primer y mejor jurado de mi novela.