ESPECTáCULOS
La otra cara del cine canadiense
Un ciclo que empieza mañana en el Malba propone una mirada sobre Guy Maddin y Peter Mettler, entre otros nuevos directores de Canadá.
Por Horacio Bernades
¿Hay vida en el cine canadiense, más allá de David Cronenberg y Atom Egoyan? Auspiciada por la Embajada de ese país y el Festival Internacional de Toronto, la Semana de Cine Canadiense, que tendrá lugar en Buenos Aires, parece demostrar que sí. Integrada por una compacta y muy diversificada oferta de films recentísimos realizados en ese país de dos lenguas, la semana se llevará a cabo en el auditorio de Malba.cine, desde mañana y hasta el domingo próximo.
En la muestra no faltarán películas de quienes están considerados los máximos dignatarios de la camada post-Cronenberg & Egoyan. Se trata de Guy Maddin y Peter Mettler, cincuentones, angloparlantes y exponentes de una concepción cinematográfica que no sabe de fronteras o ataduras de ninguna clase. Tanto en largos como cortometrajes (e incluso instalaciones), desde mediados de los años ‘80 Maddin viene imponiendo sobre el cine de matriz narrativa su particular fascinación por el cine arcaico en blanco y negro, sumada a un asfixiante barroquismo de estudio y una persistente vampirización del melodrama, en su variante más descabellada. Canadiense de origen suizo, Mettler emprende hipnóticos ensayos o trips cinematográficos, a los que denomina “organismos”. En ellos, lo documental, lo meditativo y hasta lo onírico llegan a hacerse indivisibles.
Inmejorables muestras de la obra de ambos son las películas elegidas para esta semana, ambas vistas en la última edición del Bafici, que le dedicó a Mettler una de sus retrospectivas. De Maddin se verá en el Malba su penúltimo largometraje, Drácula: páginas del diario de una virgen. Se trata de la reescritura que el cineasta realizó a partir de un espectáculo montado por el Royal Winnipeg Ballet sobre la novela de Bram Stoker, con música de Gustav Mahler. Esta clase de vertiginosas superposiciones culturales es esencial al arte de Maddin, en el que un voluminoso trabajo de cortado y pegado termina dando resultados que inevitablemente orillan lo febril. En este caso, el ampuloso lenguaje del ballet clásico es llevado hasta los límites mismos de la exaltación gótica, mientras la atmósfera –llena de velos y de humos– se sobrecarga de erotismo.
Por el lado de Mettler, la película elegida es su opus magnum hasta la fecha. Se trata de Juego, dioses y LSD, extática cabalgata de tres horas en la que el cineasta de origen suizo explora las más extemporáneas vías de trascendencia, tal como la inesperada trilogía del título viene a expresar. Articulada de modo casi alucinatorio, Juego, dioses y LSD pasa de una ceremonia evangélica en un templo de Las Vegas a las mesas de juego de los casinos vecinos, y de ciertos ritos religiosos de Madrás a los testimonios de dos heroinómanos suizos. Para terminar con una exposición sobre química y espiritualidad, a cargo del científico que descubrió el ácido lisérgico. El resultado es un viaje hipnótico y absorbente, en el que el viajero jamás sabe cuál es la próxima estación.
La semana se completa con un documental, cuatro films de ficción y un clásico de la ficción semidocumental. Como el título lo indica, Cyberman testimonia los logros de un hombre que quiso ser un cyborg ... y lo logró. Se entiende por cyborg todo organismo en el que lo humano y lo cibernético aparecen fusionados para siempre, tal como sucedía con el Terminator. Sin la menor pretensión de convertirse en máquina de matar, el ingeniero canadiense Steve Mann, protagonista de Cyberman, aspira a tener aquel “cuerpo eléctrico” con el que soñara Walt Whitman. No se queda en palabras, como demuestra su uso de ciertas prótesis (computadoras incorporadas, anteojos-pantalla de televisión) que le permiten vincularse con el mundo de modo puramente tecnológico. No es raro que, en algún momento del documental haga su aparición el mismísimo William Gibson, inventor de la literatura cyberpunk, quien manifiesta su admiración por Mann. Lo que es raro es que no aparezca Cronenberg, haciendo lo propio.
Las películas de ficción de la semana son Flower y Garnet (en la que un niño huérfano es criado por su hermana mayor), La gran seducción (donde los pobladores de un villorrio pesquero intentan conseguir médico propio), Caos y deseo (donde una sismóloga descubre que la alteración en el régimen de mareas se corresponde con bruscos cambios en su vida personal) y la premiada Marion Bridge (Mejor Opera Prima en la edición 2002 del Festival de Toronto), que presenta a tres hermanas largamente enemistadas, finalmente reunidas para hacer frente a un inminente duelo familiar. El ciclo incluye un clásico del cine canadiense. Se trata de Mi tío Antoine (1971), del francoparlante Claude Jutra, formado en el legendario National Film Board. En su película más famosa, Jutra narra una historia de iniciación que transcurre durante los años ‘40, en un pueblo minero de Québec. Para filmarla, el realizador utilizó técnicas propias del documental, de allí la singularidad de su carácter.