CULTURA
“Quiero ser algo más que el que está contra el realismo mágico”
El chileno Alberto Fuguet habla de Las películas de mi vida, la novela que vino a presentar a Buenos Aires, del primer largometraje que dirigirá y de su fama “anti-García Márquez”.
Por Angel Berlanga
Alberto Fuguet se hizo un poco conocido por criticar a Gabriel García Márquez, por intentar defenestrar al Macondo del Nobel y proclamar un nuevo McOndo que incluyera rasgos urbanos modernos de su Latinoamérica contemporánea; ese Mc alude a una cadena que vende hamburguesas. Este escritor chileno nacido en 1964 vino ahora a Buenos Aires para presentar su último libro, Las películas de mi vida, en cuya tapa hay una especie de monumento a la típica rosca, donut, norteamericana. Esta novela fue elogiada por la prensa en Estados Unidos, donde Fuguet fue definido como “el asesino del realismo mágico” o “el Eminem de las letras latinoamericanas”, entre otras encantadoras y creativas frases de promoción. Lo curioso es que en cada nota que le hacen, a pesar de aquellas declaraciones de ruptura o distanciamiento, aparece pegado al prócer colombiano del boom. “Es como un castigo divino, pero creo que a la larga voy a poder superar este sello de anti-realismo mágico”, dice Fuguet que, por otra parte, no se arrepiente: “Sin esas críticas probablemente nunca hubieran hablado de mí –intuye–. En algún momento pensé que McOndo había sido el grave error de mi vida; fue como haber violado a una niña de 15 años, como un fantasma que vuelve, ‘por qué hice eso’... Porque te huevean: algunos críticos y académicos lo tomaron como un insulto contra la identidad”.
–Fue una forma de llamar la atención.
–Un poco era eso, sí, pero había un sentido detrás: sentía que de verdad no vivíamos en esos ambientes, me parecía todo un invento. Creo que sí hay elementos de realismo mágico en América latina, como en cualquier sociedad, familia o persona; en este libro, que es una saga familiar, también hay. Pero me molestaba que todo el mundo, por ser latinoamericano, esperara sólo eso de mí. Lo contemporáneo es bastardo; uno va a Bogotá y no es Macondo: está Tower records.
–¿Se encontró alguna vez con García Márquez?
–Nunca. He querido; tengo pensado un artículo periodístico como de ensueño, que es ir de shopping con él. Pero hasta ahora no ha resultado. Lo más cercano que ocurrió fue que a partir de un tercero me invitó a participar, un poco narcisísticamente, del número especial de su revista, Cambio, que se hizo cuando aparecieron sus memorias. No sabía qué escribir, pero acepté; empezaba así: “Puta, no debería estar aquí, porque odio a García Márquez...”
–¿Pero lo odia, en serio?
–Ahí, escribiéndolo, me di cuenta de que no. Tengo distancias con García Márquez, como con miles de personas; lo que me molestaba era la gente que lo seguía y lo leía. En una época yo fui su fan: quería ser reportero, como él. Cuando ganó el Nobel me sentí orgulloso, como si hubiese ganado mi equipo de fútbol. Después, con el tiempo, empecé a odiarlo, entre comillas, porque en realidad odiaba lo que simboliza, porque en Estados Unidos me decían “no, tú no pareces latinoamericano”.
El protagonista de su última novela, un sismólogo que se crió entre California y Santiago, entre el ’64 y el ’80, entre el inglés y el castellano, cuenta sus primeros años de vida a partir de la descripción del contexto familiar y personal en el que vio, mitad en el Norte y mitad en el Sur, cincuenta películas. Se trata de films bastante conocidos, muchos de ellos del género catástrofe: Abismo, Krakatoa, Terremoto, Aeropuerto 77, Infierno en la torre. Los doberman al ataque es la última que ve en Estados Unidos, poco después del golpe de Pinochet y el regreso de su familia, pro golpista, a Chile; la dictadura es el telón social de fondo por el que transcurre la historia, la gran catástrofe en que devino el derrocamiento de Allende en el ’73.
–Usted dijo que esta novela tiene mucho de autobiográfico y familiar. ¿Qué lo llevó a escribir sobre sus orígenes en este momento?
–Quizá antes no estaba preparado. Por otro lado, es un tema que empecé ahora a procesar, a explorar, casi a nivel de investigación. Es un tema tradicional, que no suele abordar un escritor joven, y me doy cuenta de que quería envejecer un poco. Mis dos primeros libros fueron un poco inconscientes: no tenía muy claro qué hacía, ni que se iban a leer. Tinta roja, mi novela anterior, fue la primera hecha a conciencia. Hasta hace poco era bastante vulnerable, me molestaba que me huevearan, me dolía, aunque simulara que no. Ahora creo que, a mi manera, existo como escritor, que he encontrado mi tono y mi voz.
–¿Tienen algo en común un sismólogo con un escritor?
–Que son un poco inútiles los dos, ¿no?. El personaje, obviamente, tiene que ver con uno, pero hace tiempo me prometí no hacer un libro sobre un escritor, a menos que sea una obra maestra. Ya se han escrito muchos: buenos y malos. Y sería una falta de respeto hacer, por ejemplo, tantos libros de plomería, y la plomería, que la llave está mal, y que el otro plomero me odia... Estuve mucho investigando a los sismólogos, y me encontré con cosas muy distintas a las que esperaba. Eso lo aprendí del periodismo; muchos escritores no están de acuerdo, pero a mí me sirve salir a la calle a investigar. Un día vi a un sismólogo en la tele y me calenté, busqué en Internet, y luego lo entrevisté, y vi que todo me servía. Descubrí que entra menos gente a sismología que a los seminarios. “Imagínate estudiar medicina pero sólo dedicarte a los cadáveres”, me dijo. Porque claro, investigan después de los hechos, de las catástrofes.
–La profesión del personaje le permite trazar unas cuantas metáforas.
–Hubo un momento que fue como una epifanía, pero fue casualidad. Todas las metáforas surgieron muy después, no fueron pensadas. Cuando el tipo me empezó a contar creí que me estaba agarrando pa’l hueveo, pero luego vi que hablaba técnicamente: “Chile es un país muy fracturado –decía–, es una tierra con muchas fallas”. Ahí me di cuenta de que tenía toda una poética que no había imaginado, que sus palabras también podían usarse de otra manera.