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Del dicho al hecho, hay largo trecho
Enrique “Quique” Wolff es una rara avis, como periodista deportivo: el único de los importantes que fue un jugador en serio. Acaso los más jóvenes no lo recuerden, pero el actual comentarista en las transmisiones de DirecTV y Canal 7 fue un jugador clave del equipo que disputó las eliminatorias de 1973 y el Mundial Alemania 1974, en una era que parece la prehistoria del seleccionado argentino de fútbol, del que fue, además, un sereno capitán. La memoria colectiva seguramente recuerda más el penal que le hicieron, en una de sus típicas excursiones ofensivas, en el partido de la clasificación, un esforzado triunfo ante Paraguay, que sus performances en el Mundial. Pero eso es lógico, si se tiene en cuenta que aquel equipo deambuló por Alemania, más que jugar el torneo. Muchos años después, cuando ya su paso por River, Racing, Las Palmas y el Real Madrid era un recuerdo, Wolff tuvo un gesto de valentía infrecuente: reconoció que en ese Mundial los integrantes del seleccionado habían incentivado con dinero a los jugadores de Polonia, equipo del que dependía Argentina para pasar a la segunda ronda. La valentía le sirvió para ingresar al periodismo deportivo por la puerta grande, hace veinte años. No sólo había sido un gran jugador, y daba bien en cámaras, sino que además estaba dispuesto a romper con los silencios mafiosos. Wolff hizo, efectivamente, una carrera importante, que empezó sin pagar derecho de piso, avalado por su prestigio previo: fue comentarista y conductor radial y productor y conductor de televisión, como si todos sus sueños de periodista se hubiesen convertido en realidad en un abrir y cerrar de ojos. Tuvo el coraje para pelearse con Víctor Hugo Morales y Diego Maradona sin arrastrarse luego buscando reconciliaciones convenientes. Sin embargo, en el camino que fue desde su condición de ex jugador con ganas de aprender otro oficio a periodista consagrado, Wolff pareció perder buena parte de aquello diferente que amenazaba con aportar. En lugar de hablar con la autoridad de los que estuvieron en partidos de primer nivel, empezó a hacerlo con el manual de lugares comunes de gran parte de sus colegas. En lugar de explicar aspectos técnicos, comenzó a pedirle a la gente que se sentase en el mismo sillón del triunfo anterior, alentando cábalas que la realidad ridiculiza. En lugar de aprovechar su condición de experto en miedos escénicos del fútbol, Wolff se inventó una audiencia, siempre familiar y bonachona, a la que debía interpelar como un maestro bonda-doso sacado de una publicidad de un programa vespertino de Telefé. La autoridad de otrora se le diluyó, en su apuesta sostenida a no aportar nada nuevo, a ser como el hermano del Opus Dei de Enrique Macaya Márquez. Nadie dudaría en afirmar que es un buen tipo: el problema es que está en la tevé para ser un buen comentarista de fútbol. Tampoco es que Wolff sea malo de verdad, como su adláter Enrique Sacco, generoso sólo en el error. El problema es lo que se esperaba de él. Lo que parecía en condiciones de aportar a una profe-sión llena de mediocres, ventajeros e ignoran-tes, pero también de anónimos, criteriosos y esforzados cronistas, que podrían haberlo con-vertido en un referente. Al término del Mun-dial alguien debería hacer, en cambio, un ho-menaje a Juan Szafrán y Gustavo Kuffner, lla-neros solitarios de la transmisiones de Canal 7. Es fácil descollar por la ubicuidad en compara-ción con su rival en el piso de América, el joven Martín Liberman –que completa su curriculum de pichón de Fernando Niembro trabajando por las noches como menemista deportivo al servicio de Daniel Hadad–, pero la verdad es que los dos estoicos soldados del acuerdo Canal 7-DirecTV se las arreglaron en lo que va del Mundial para suplir con ganas la orfanadad en que se desempeñan. Hay que verlos, de mañana, de tarde, de noche, debajo de esas luces llenas de sombras y hablándoles a las cámaras alemanas importadas en 1978, haciendo a pura vocación la faena ingrata de hablar con precisión de aquello que sólo ven en los monitores.