Que Leandro Grimi, con sólo 15 discretas actuaciones en la primera de Racing, haya podido llegar al Milan de Italia es la prueba más fehaciente de que todo es posible en el fútbol argentino. Y que algo tan obvio como jugar bien ha dejado de ser esencial para convertirse en superfluo, casi un detalle innecesario.

Antes había que hacer méritos concretos para aspirar a una chance en Europa. Destacarse en serio, marcar diferencias, ganar campeonatos, vestir la camiseta de la Selección. Era imprescindible un plus de calidad, talento y ambiciones, ser un grande o estar en camino de serlo. Mucho más si la meta era el Milan, o cualquiera de los otros gigantes europeos. Pero los tiempos han cambiado. Y ahora no interesa mover bien la pelotita. Con un representante vivo, movedizo, conocedor de todos los recovecos del negocio, y un pasaporte comunitario en ristre, es posible tomar el cielo por asalto y ponerse una camiseta histórica sin ponerse colorado.

Es por esto que tantos chicos que antes eran capaces de todo con tal de llegar a Boca, River o a la Selección, ahora se desesperan por calzarse cuanto antes los colores del Real Madrid, el Manchester o el Inter. Nadie quiere hacer escalas intermedias. Ni los jóvenes que empujan desde las inferiores ni los profesionales que transpiran el fútbol de cada fin de semana, ni los intermediarios ávidos de ganar su primer (o su último) millón. Nadie quiere esperar nada. Todos quieren irse. Se viven tiempos urgentes. Y la consagración que antes resultaba indispensable para participar de la fiesta de ricos y famosos que hoy supone jugar en los equipos más opulentos del mundo, ahora se percibe como una inútil pérdida de tiempo.

El mensaje es inconfundible: ya no hace falta ser como Passarella, Maradona, Simeone, Verón, Aimar, Saviola, Agüero o Gago para hacer realidad el sueño de jugar y ser alguien en el fútbol europeo. Con ser como Grimi alcanza y sobra.